Capítulo 5

Michael decidió que Emmett era un tipo bastante majo.

Emmett tocaba la guitarra acústica en una banda folk latina que se llamaba Río Negro y también actuaba en solitario en los clubes de Turquoise Beach. Su apartamento, que era la planta que estaba debajo de la de la tía Laura, parecía una tienda de música. Tenía todo tipo de instrumentos de cuerda colgados en ganchos o apoyados contra las paredes. Emmett enseñó a Michael a diferenciar una guitarra flamenca, una guitarra clásica y una guitarra de acero; le mostró un dobro, una mandolina F-style y un viejo banjo Vega de mástil largo (el modelo Pete Seeger). Michael deambulaba boquiabierto por aquel desorden.

—Hace más o menos un año di unas cuantas lecciones… Me sé algunos acordes.

—¿Sí? Vaya, si quieres probar, allí hay una vieja Gibson. No parece gran cosa pero suena bien.

Michael sostuvo la guitarra con reverencia.

Pensó que era material de baratillo, pero las ensambladuras estaban bien y las cuerdas parecían nuevas. Colocó los dedos para tocar sol, mi menor y do. Sintió torpes los dedos, pero los acordes sonaron.

Emmett cogió su guitarra, una Martin de doce cuerdas.

—Tengo guitarras artesanales y guitarras extranjeras, pero siempre acabo con esta vieja Martín. Es jodidísimo afinarla, pero me encanta cómo suena. —Se subió al alféizar de una ventana con persianas venecianas con el mar a su espalda y tocó escalas complicadas, y eso hizo que Michael se sintiera como un mero aficionado. Emmett sonrió a través de la barba—. ¿Te apetece tocar algo?

Michael dijo que a lo mejor podía seguir los acordes de algunas canciones folk. Union Maid o Guantanamera o algo parecido.

—Entonces toca —dijo Emmett, y Michael intentó seguirlo animosamente mientras se zambullía en The Bells of Rhymney. Tenía una voz de barítono ronca y potente, y Michael se sorprendió de la sinceridad que imprimió en la vieja canción protesta de Seeger.

¿Acaso no hay futuro?, gritan las campanas pardas de Merthyr.

Michael sintió un escalofrío.

Tocaron media docena de canciones hasta que a Michael se le cansaron los dedos. Emmett sonrió de oreja a oreja.

—No está mal —dijo. Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó algo que Michael pudo identificar como un porro. Lo encendió, aspiró y se lo ofreció.

Michael se mantuvo impasible.

—Será mejor que no se lo cuentes a mi madre.

—¿Lo del porro?

Michael asintió.

—¿Está en contra?

—Lo estaría.

—Vale —dijo Emmett—. Entonces, es nuestro secreto.

Michael dio una calada con cuidado. Había fumado un par de veces durante los fines de semana en el sótano de Dan y consiguió no toser. Pero el humo dulce y acre lo atravesó como una ráfaga de viento. Se sintió mareado al instante.

Se movió para devolverle a Emmett la vieja guitarra Gibson.

—Quédatela —dijo Emmett.

Michael le miró con los ojos como platos.

—No es una reliquia. Quédatela mientras la sigas tocando. Si te cansas de ella, me la devuelves.

Michael sostuvo la guitarra en su regazo. El sol vespertino refulgió en el barniz. Era una guitarra mejor de lo que decía Emmett. El dolor de los dedos había remitido y Michael se apoyó la Gibson en el pecho y tocó unos cuantos compases de una vieja canción de Paul McCartney: Yesterday.

Emmett asintió con la cabeza a modo de aprobación.

—Está muy bien. ¿Te lo has inventado?

—¿Qué? ¿No lo has oído nunca?

—No. ¿Debería?

—Son los Beatles —dijo Michael—. ¿Los conoces? ¿Lennon y McCartney? ¿Sergeant Pepper, Abbey Road?

—La primera vez que lo oigo —dijo Emmett con toda tranquilidad—. ¿Tocan en tu colegio?

Y así Michael recordó que había recorrido un trayecto muy largo en el viaje en coche con tía Laura.

Era sencillo olvidarlo. No era como si estuviesen en un país extranjero. Todo el mundo hablaba inglés, todos conducían por la derecha. No obstante, pensó que sí era un país extranjero. El concepto le resultaba familiar, por las obras de ciencia-ficción que había leído: un «mundo paralelo».

Era fácil decirlo, pero más complicado asumirlo. Había jugado a la pelota con Emmett en la playa, había visto la tele y en los últimos días se había comportado como si todo fuese normal. Entendía que eso era 3o que su madre quería de él, y por el momento (al menos durante un tiempo) lo hacía de buen grado. Y crear aquella ilusión funcionaba: durante horas se le olvidaba lo que había sucedido en el coche o, antes de eso, lo que había pasado en casa con el Hombre Gris.

Pero su imaginación daba la vuelta y recordaba que allí era un forastero. Y las preguntas se acumulaban. Era evidente que Laura poseía la capacidad de salirse del mundo, podía deducirse que su madre también la tenía y podía ir un poco más lejos: a lo mejor él también contaba con ella.

¿Y en qué les convertía eso? ¿En una familia de monstruos? ¿En hechiceros? ¿En alienígenas?

La hierba le había secado la garganta y se le enronqueció la voz.

—¿Crees que mi madre tiene algo de raro?

A Emmett la pregunta no pareció desconcertarle.

—Es pronto para saberlo, amiguete. ¿Tú qué opinas?

Michael negó con la cabeza: no venía al caso.

—¿Y Laura?

—Le tengo mucho cariño —dijo Emmett con cautela—. ¿Es eso lo que quieres saber?

—No, no… Es decir, ¿qué pensarías si te dijera que es una bruja?

—Diría que harías bien en pensarte dos veces lo que dices. —Y añadió—: A lo mejor quiero que me devuelvas la guitarra.

—No me refiero a eso. Hablo de… poderes mágicos y esas cosas.

—¿Magia? —A Emmett parecía que le hacía gracia—. Tu madre tenía razón, chaval. Será mejor que no pruebes estas cosas.

Y Michael se fue a dar un paseo por la playa, a solas. Se llevó la guitarra de Emmett, que ya era suya. Sujetaba con cuidado la Gibson maltrecha, consciente de que la hierba le había afectado. Se abrió paso entre las piedras durante lo que le pareció una eternidad, pero cuando miró hacia atrás, la casa seguía a la vista. Se sentó en un fragmento liso de esquisto desde donde podía vigilar la casa de su tía, con lo que sabría cuándo volvía su madre (sin que, por fuerza, le vieran) y se dedicó a tocar acordes silenciosos y aleatorios. Estaba claro que la droga era fuerte. Marihuana de un mundo paralelo. Cerró los ojos, se tumbó en la superficie de la roca y dejó que el sol vespertino lo recorriera.

«Soy igual que mi madre. Soy igual que la tía Laura».

Era una lógica inexorable, pero seguía sin saber «qué» era.

Sintió un hormigueo en las extremidades; le pareció que los dedos le temblaban. Michael apoyó las palmas contra la superficie caliente y arenosa de la piedra. Esquisto caliente y alquitrán playero.

«Espera», pensó. «Estoy sujetándome».

Por supuesto, todo (la solidez de las cosas, lo real de las cosas) era una ilusión. ¿Qué podía decirse de un mundo del que te podías salir en coche? Y reconoció que aquel era un miedo antiguo, que solía irse a la cama con aquel temor, el miedo a salirse del planeta en sueños.

Nunca había sucedido, al menos por accidente. Pero era posible que pudiera hacerlo adrede.

Era una posibilidad que no se había atrevido a plantearse. Al pensar en ella (aún en la intimidad de su mente) sintió un escalofrío. Aumentó el hormigueo extraño de las manos.

«Si fuera un sonido, sería un silbido agudo», pensó.

—Hazlo —susurró.

Sólo le oyeron el mar y aquel cielo encapotado.

La droga de Emmett había pisoteado sus inhibiciones.

«Adelante», pensó. «¿Por qué no? ¿Por qué no ahora, por qué no aquí?».

—Hazlo.

Se sentó y extendió los brazos delante de él. Percibió el ruido del mar al chocar contra las rocas y a una gaviota lejana que viró y se zambulló en el agua. Juntó los pulgares, y luego los índices, con lo que sus manos enmarcaron un círculo de cielo y mar.

—Como una pantalla de televisión propia —dijo para sí.

El hormigueo se aceleró y pasó a ser una sensación eléctrica. Tropecientos millones de voltios salieron disparados por la columna vertebral y se concentraron en aquel círculo de aire. Era una sensación embriagadora.

¿Qué ponen en la tele?

Entrecerró los ojos.

Imagínate una tormenta. Un vórtice, un remolino, y el remolino es la suma de todo lo posible; puertas y aristas que salen de este lugar geométrico en millares de direcciones. Elige una entre la multitud. Siéntela. Síguela.

Cerró los ojos y luego los abrió.

Miró entre los dedos y vio un mundo rojiverde.

A lo mejor era la misma costa, pero en el paisaje que veía enmarcado en sus manos no había océano. El verde era el verde de las algas, de restos marinos en descomposición, y ocupaba una larga llanura que se perdía en el horizonte. El rojo era el rojo de óxidos y polvo, la orilla sin vida. Movió las manos hacia el lugar donde estaría el pueblo y vio un cráter que era como el Astrodome de Houston dado la vuelta. Por los restos calcinados que lo rodeaban se movían figuras: siluetas con ruedas, torsos plateados y brillantes similares a torres de perforación. Máquinas.

Las máquinas se cantaban las unas a las otras.

«Cambia», pensó Michael a toda prisa.

De nuevo, hojeó el libro de las posibilidades.

Esta vez era un mundo mejor, un mundo salido de la portada de un viejo ejemplar de Ciencia popular: coches alados, edificios abovedados, muelles de obsidiana que atravesaban las aguas. Había un puerto lleno de barcos con velámenes de un blanco cegador. A unos cuantos metros, en un mástil había una bandera roja con una insignia negra, una hoja y la silueta de un martillo.

Michael sudaba pero estaba fascinado.

«Cambia», dijo para sí.

Esta vez era una costa vacía, sin barcos ni gente, con focas jóvenes que jugaban en las charcas producto de la marea. Las focas alzaron el morro como si percibiesen la presencia del chico.

«Cambia».

Nieve que se arremolinaba en oscuras estructuras en espiral de hierro remachado…

«Cambia».

… hombres vestidos con pieles encendiendo una hoguera…

«Cambia».

… un mar lleno de barcos tan grandes como ciudades…

«Cambia».

Paró cuando se agotó.

Se reclinó sobre la vacuidad tranquilizadora de la roca.

La cabeza le daba vueltas.

«Todo eso está ahí», pensó. «Todos esos lugares y un millón más».

Y verlos no era todo. Podía haber ido allí, atravesando la barrera más insignificante.

Comprendió que le quedaba mucho por aprender. Estaba disparando su atención en decenas de direcciones al mismo tiempo, y a lo mejor aquello no era bueno. Además, no iba a poder colocarse cada vez que quisiese hacer eso… y sabía que quería repetir. Al menos se había demostrado que podía hacer lo mismo que ellas.

«Lo llevamos en la sangre», pensó.

Se acabaron los secretos.

Michael se giró hacia la casa a tiempo para ver llegar el coche de la tía Laura. Su madre salió y ya lo buscaba con la mirada, tan inquieta como solía estarlo en aquellos tiempos.

Pero las cosas habían cambiado.

Michael se levantó, cogió por el mástil la maltrecha Gibson de Emmett, se sacudió la arena del trasero y emprendió la vuelta a casa.