Era una forastera en aquel mundo y Karen decidió que lo más inteligente sería conocer las inmediaciones.
Encontró un viejo mapa de carreteras de Texaco en uno de los cajones atestados de la cocina de Laura. En el mapa, el pueblo de Turquoise Beach era un punto negro enclavado en una curva costera entre Pueblo de Los Ángeles y San Diego. «Pueblo de Los Ángeles» sonaba extraño, pero todo lo demás (no estaba muy familiarizada con California) parecía más o menos en su sitio. Frente a San Diego, al otro lado de la frontera, había una ciudad mexicana llamada Ciudad Zaragoza. ¿Era correcto? San Francisco resultaba familiar y tranquilizador, pero ¿qué pasaba con las poblaciones grandes como Alvarado, Sutter, Porziuncola? No pudo encontrar Hollywood: ¿debía aparecer en el mapa? Aun así… lo familiar superaba a lo extraño.
«Me acostumbraré», pensó. «Con el tiempo, sabré dónde estoy».
Como gesto hacia el futuro, Karen se aprendió la distribución del apartamento de su hermana. Dos dormitorios arriba y un futón en la habitación de invitados abajo, un gran salón en el centro con suelo de madera lustrada y ventanales con vistas al mar. Libros en rústica en estanterías caseras y cortinas de gasa que permitían que entrara la brisa diaria del oeste. En la pared de la sala de estar, Laura había colgado un póster del cuadro de Edward Hopper de una cafetería solitaria de Pittsburgh.
Era fácil caminar por la playa y una mañana Karen recorrió algo más de kilómetro y medio al norte. Las playas no eran susceptibles a los cambios. Las rocas, el agua y la arena no le sorprenderían. El litoral era un territorio complejo de piedra negra y charcas producidas por la marea, lo cual desanimaban a los que buscaban un bronceado rápido pero era bueno para pasearse por la playa. Karen sintió un aprecio instintivo por la gente que vio aquel día nublado, caminando con cuidado por la orilla con gesto serio y suéteres de punto. Pudo sentarse en un promontorio lleno de hierba de mar y volver la vista hacia el pueblo, la tranquila cuadrícula de calles, para identificar la casa alta de Laura entre las demás.
«Mi casa», pensó dubitativamente. Pero la palabra sólo era hipotética. La saboreó con la lengua y se preguntó si algún día volvería a tener sentido.
El viento sopló desde el mar, Karen sintió un escalofrío y emprendió el largo paseo de vuelta.
Al día siguiente, Laura la llevó en coche al pueblo para comer.
Michael dijo que prefería quedarse en la casa con Emmett. Se tiraban una vieja pelota de softball junto a la orilla, y Emmett sonrió y asintió con la cabeza. Laura dijo que Emmett era músico, pero de fiar; sí, se aseguraría de dar de comer a Michael.
De día, el pueblo de Turquoise Beach parecía aún más humilde. Laura explicó que era un pueblo bastante bohemio y dijo que las casas más antiguas databan de los años veinte. Desde 1923 y durante toda la Depresión, en Turquoise Beach había habido una conservera próspera y los magnates de los enlatados habían construido aquellas casas de ladrillo de estilo Victoriano en las colinas con vistas al mar. Cuando la conservera cerró definitivamente en los cincuenta, Turquoise Beach estuvo a punto de desaparecer. Pero siguió adelante con dificultades como centro turístico de segunda fila, demasiado alejado de la ciudad como para atraer mucho turismo, un anacronismo azotado por los elementos que cada vez albergaba a más eremitas literarios y excéntricos similares.
A mediados de los sesenta se había convertido en una sede costera en auge del mundo de la bohemia. Aldous Huxley había vivido sus últimos años en una gran casa de ladrillo rojo en Cabrillo y se suponía que el poeta Gary Snyder había pasado allí unos cuantos inviernos. En los setenta se establecieron muchos negocios de artesanía y así había prosperado Turquoise Beach (a pequeña escala). En la actualidad, muchos de los habitantes eran gente normal de clase media que trabajaba en la nueva planta aerospacial de la autopista. Pero el ambiente perduraba.
Laura aparcó en la calle mayor, que se llamaba Caracol, y Karen siguió a su hermana a un café restaurante con sillas plegables y mesas pequeñas que llegaban hasta la acera. Era más de la una y ya había desaparecido la clientela del almuerzo. En dos ocasiones, Laura hizo un gesto con la cabeza y sonrió a gente que pasaba por la calle, pero estuvieron solas casi todo el rato; era un lugar donde podían hablar.
—¿Te gusta por ahora? —dijo Laura.
Karen se preguntó qué debía decir. Decidió que aún no podía opinar. Aún no.
—Quiero conocerlo mejor —dijo.
—¿El pueblo? ¿El mundo? ¿Qué?
—El mundo… creo.
—Es una pregunta complicada. ¿Por dónde empezamos?
—Por cualquier parte —dijo Karen—. Da lo mismo. —¿Qué era lo que de verdad quería saber?—. ¿Existe Canadá?
—Sí.
—¿Y la Unión Soviética?
—Sí… pero las fronteras son algo distintas.
—¿Ha habido guerras?
—Sí.
—¿Las mismas guerras?
—No del todo.
—¿Existen las bombas atómicas?
—Hay muy pocas. ¿Es esto lo que quieres saber? —Laura soltó la servilleta y le lanzó una mirada reflexiva—. Geopolítica. Bueno, vamos a ver. La Conferencia de Yalta acabó de manera algo distinta. Los Acuerdos de Beirut prohibieron la proliferación de armas nucleares en 1958, y la prohibición se obedece al pie de la letra. Polonia es un estado miembro de la CEE. Turquía es una nación islámica, pero Irán no lo es. Esto…
Karen negó con la cabeza.
—Da igual. ¿Me estás diciendo que es un mundo más pacífico?
—Creo que es lo fundamental. Sí, es más pacífico. Y no, no conozco el motivo exacto. No existe un proceso, nada evidente que evite las guerras. De hecho, tienen lugar. La Segunda Guerra Mundial tuvo lugar… aunque el Holocausto fue mucho más limitado y Japón fue lo bastante prudente como para mantenerse al margen. Aun así, la guerra en Europa fue sangrienta y en las trincheras murieron muchos estadounidenses. Se produjeron las mismas atrocidades, salvo Hiroshima. Pero de todo aquello surgió algo parecido a la paz. Nadie buscó enemigos, ni los quiso. No hubo macartismo. En aquellos años Estados Unidos fue un país próspero y tal vez displicente, pero no histérico.
—¿Ya no hay malos? —dijo Karen y pareció más escéptica de lo que pretendía.
—Hay muchos. Está el racismo, la intolerancia religiosa, el conformismo. Hay hambres. Pero la escala es distinta, ha cambiado ligeramente. Yo diría que es un mundo más moderado. No hay CÍA, ni asesores militares en países del tercer mundo, y la tasa de delitos es bastante baja (aunque todo el mundo se queja). —Sonrió—. Y hace buen tiempo.
Karen intentó pensar en todas las cosas que le habían asustado en su rutina diaria.
—El dolor —dijo—. Las enfermedades. La muerte.
—No vivimos en el paraíso, pero puedes ingresar en el hospital sin tener que rehipotecar la casa.
—Las drogas.
La gran pesadilla de los padres.
—Hay drogas —le dijo su hermana—. Pero no tengo noticias de que exista un problema con la heroína fuera de los peores barrios urbanos. Tampoco hay mucho alcoholismo. La cocaína y las anfetaminas no tienen mucha demanda. La vida va algo más despacio, pero se puede comprar marihuana en pequeñas cantidades. Legalmente.
—Un lugar magnífico al que huir —dijo Karen.
—Eh, si es eso lo que estás haciendo, no tienes de qué avergonzarte. A veces no queda más remedio que huir.
«Qué me vas a contar», pensó Karen y al instante se sintió avergonzada.
—Es bonito. Bueno, resulta evidente. —Y añadió—: ¿Eres feliz aquí?
Su hermana no respondió de inmediato. Karen comprendió que había hecho una de las preguntas fundamentales, una de las peligrosas. De repente, Laura volvía a ser su hermana pequeña y a Karen se le presentaron pensamientos antiguos e incontestables. Tendría que haberla protegido… Tendría que…
—Soy tan feliz como creo que lo puedo ser —dijo Laura con cuidado—. Y no volvería, al menos para quedarme. Ahora, éste es mi hogar.
El hogar. De nuevo esa palabra.
—Entonces me equivoqué… hace tantos años —dijo Karen.
Laura posó la mano en la mesa y las pulseras repiquetearon.
—No pretendía decir tal cosa.
Pero fueron conscientes de que aquella vieja discusión volvía a presentarse. Karen se giró para mirar la calle, con la esperanza de sacudirse aquella melancolía repentina, o algo peor que la melancolía. Pero la vía, la calle Caracol de un pueblo extraño en aquel mundo peculiar, de pronto le pareció extraña. Tuvo una idea estridente y pasajera: No tendrías que haber venido. Has hecho mal al venir. La voz de papá le resonó en la cabeza.
Pensó en Laura veinte años atrás, en el hotel de Santa Mónica.
Era 1969, un año desconcertante. Karen estudiaba Filología Inglesa en la universidad de Penn State e iba a casa cada dos fines de semana. Tim se impacientaba en el instituto y Laura se encontraba en el segundo semestre en la universidad de Berkeley, California, y según lo que decía la madre de Karen, estaba metida en un buen lío.
Karen había ido a casa en las vacaciones de Semana Santa. Aquel año, su hogar estaba en Polger Valley, un antiguo pueblo siderúrgico en el valle de Mon cuyas fábricas resucitaron gracias a la guerra de Vietnam. Su padre había conseguido un empleo en la fundición y la madre de Karen trabajaba a tiempo parcial en la peluquería. Karen se había pagado casi toda la matrícula de la universidad de Penn, con muy poca ayuda de sus padres. No obstante, la universidad de Laura había consumido una parte importante de los ahorros y la educación de Tim era toda una incertidumbre: era inteligente pero se negaba a trabajar. El reclutamiento obligatorio suponía una amenaza, pero Tim afirmaba que encontraría la manera de suspender el examen físico, o tal vez huiría a Canadá… y a lo mejor lo hacía; pero Karen creía que decía aquellas cosas para sacar de quicio a su padre. Después, Tim podía salir de casa furioso y compadecerse con sus amigos melenudos. Tim, que llevaba cosida una bandera estadounidense boca abajo en la espalda de la cazadora vaquera, era un imán para los conflictos.
El fin de semana que Karen llegó a su casa, su padre estaba enfurruñado y Tim ausente. La escena le resultaba familiar.
Su madre la llevó aparte después de cenar. En los últimos tiempos, Karen había conseguido ver a sus padres con objetividad. Eran adultos y ella también lo era; estaba capacitada para hablar con ellos de manera adulta.
Al menos, ésa era la teoría. En la práctica resultaba más difícil, pero trataba de ser objetiva.
—Hemos recibido una carta de Laura —le dijo su madre.
Refrenaba la voz. No quería que papá la escuchase. Papá estaba en la habitación que llamaba «la leonera», una sala diminuta junto al vestíbulo de abajo, viendo la tele. Karen y su madre estaban sentadas en la cocina. Karen pensó que la cocina era la habitación más tranquilizadora de la casa y, por lo tanto, la mejor habitación para las malas noticias. Karen fijó aquel momento en su imaginación: platos apilados en el secadero, su madre con un vestido sencillo de flores y el sobre en una mano.
—Laura ya no está en Berkeley.
Karen parpadeó. ¿No estaba en Berkeley?
—Bueno, ¿y dónde está? ¿Va a volver a casa?
Mamá negó con la cabeza y dio la carta a Karen.
La carta era muy escueta. Explicaba que Laura había dejado los estudios y se había ido a vivir con unos amigos, que «a lo mejor tardáis en saber de mí», que «quiero encontrar mi lugar a mi manera». El remite del sobre era de Los Ángeles.
—No se lo he mencionado a papá —le dijo su madre—. Ya sabes cómo es.
Karen pensó que se pondría hecho una furia. Su nueva objetividad le permitía comprender que papá se enfadara a menudo con sus hijos, pero aún no entendía el motivo.
En ese momento, su madre hizo algo sorprendente. Se metió la mano en el bolsillo del vestido, sacó dos billetes de cien dólares y se los pasó a Karen sobre la mesa de la cocina.
Desconcertada, Karen se quedó mirando el dinero.
—Cógelo —dijo mamá—. Es dinero para gastos. Da igual. Cógelo y márchate. Encuéntrala y haz que entre en razón.
«Tengo exámenes finales», pensó Karen. «Tengo que estudiar. No tengo tiempo».
Pero no fue capaz de decir nada de aquello.
En cambio, algo turbada, cogió el dinero y lo dobló para metérselo en el bolsillo de sus Levi's. Allí era una presencia molesta.
—Siempre has sido la más sensata —le dijo su madre.
Reservó billetes y una habitación a través de una agencia de viajes. El proceso fue terrorífico; en su vida había viajado tan lejos.
—¿Va de vacaciones? —le preguntó el agente.
—No sé —dijo Karen—. Supongo.
Alquiló un coche en el aeropuerto de Los Ángeles, trazó una ruta hasta el hotel y la siguió escrupulosamente, se duchó y luego fue a la dirección que Laura había escrito en el sobre.
Cuando vio la casa, se le cayó el alma a los pies. Era un cubículo de una sola planta a pie de una calle que discurría por un cañón. Las paredes lisas habían sido pintadas de amarillo canario; había desconchones en la pintura. Delante de la casa estaba aparcada una motocicleta.
Llamó al marco de la puerta mosquitera. Hubo una pausa y luego la puerta se abrió con un silbido. El hombre de dentro era alto y muy delgado. Llevaba puesto un suéter, unos vaqueros raídos y ajustados, y tenía barba.
—Vaya —dijo. Parecía confuso—. Te pareces a Laura.
—Soy su hermana. —Los ojos de Karen comenzaron a ajustarse a la penumbra. La habitación estaba hecha un desastre. Una cama deshecha, una pipa de agua, fardos de ropa… —¿Puedo hablar con ella?
—¿Con Laura? No está. Lleva un par de días sin venir —y añadió sin comprender—: ¿Quieres pasar?
Karen negó con la cabeza. Cogió un cuaderno y un bolígrafo del bolso y garabateó la dirección del hotel.
—¿Le puedes dar esto?
El hombre se encogió de hombros.
—Si aparece. —Dudó—. Eres Karen, ¿no?
Karen se detuvo mientras se dirigía a los escalones de hormigón.
—¿Me conoces?
—Me habló de ti.
Y no le quedó más remedio que esperar. La espera le hacía sentirse culpable, pasiva. Tendría que hacer algo. Pero ¿qué? ¿Contratar a un detective? Era ridículo. Y no se lo podía permitir. Esperó junto al teléfono e intentó sumergirse en los libros que se había llevado. Faulkner y Sir Walter Scott. Los libros se mezclaron en su cabeza en una extraña doble exposición, todas aquellas familias peculiares obsesionadas por el pasado. Cuando por fin sonó el teléfono —un día antes de la fecha del billete de vuelta— saltó como si le hubiesen dado una bofetada.
—¿Laura? —dijo, tras tirar del auricular.
—Sabes que no sirve de nada que hayas venido. —Era una voz leve, lejana—. Te lo agradezco de veras, pero es inútil.
Karen agarró el teléfono con todas sus fuerzas.
—Quiero verte.
—Lo entiendo. Pero no sé si es posible.
—Hoy —dijo Karen—. Me marcho por la mañana.
A continuación se produjo un largo silencio y sólo se escucharon los ruidos y susurros de las centrales telefónicas.
—Vale —suspiró Laura—. ¿Estás en un hotel?
Karen le repitió la dirección.
—Luego me paso.
Se escucharon un clic y el tono de ocupado.
Cuando vio a su hermana, Karen se llevó una ligera sorpresa, aunque debía haberse esperado algo así: Laura parecía una hippy.
«Hippy» era una palabra que Karen había oído sobre todo en las noticias de la tele. Gente greñuda en manifestaciones. Drogadictos. En la universidad de Perm State había guardado las distancias con respecto a esas cosas. Tenía un círculo de amigos, formado en su mayor parte por mujeres que estudiaban Filología Inglesa; la mayoría, conservadoras. Había visto circular porros en las fiestas de las fraternidades, pasados de mano en mano como velas votivas, pero aquello era lo más radical de lo que fue testigo. Todos estaban en contra de la guerra, eran progresistas en el terreno político y no se implicaban demasiado. Se enorgullecían en secreto de su sensatez.
«Como yo», pensó Karen. Ella era la sensata. Tenía amigos sensatos.
Laura llevaba vaqueros desgastados y una camiseta teñida con una cegadora variedad de colores. Llevaba trenzas en el pelo y en las uñas se había pintado algo parecido a los signos zodiacales. Karen se sintió extrañamente vencida por aquella declaración visible de excentricidad. A lo mejor conseguía convencer a su hermana para que abandonara una mala idea o un plan estúpido, pero el vestuario era algo demasiado concreto.
«Por eso se visten así», pensó. «Para fastidiar a la gente normal».
Laura entró en la sala y se dejó caer en una silla.
—Supongo que has venido porque te ha enviado mamá —dijo—. ¿No? «Ve a ver a Laura y haz que entre en razón». —Laura imitó el marcado acento del valle de Mon de su madre.
Karen se sintió herida.
—Sí, mamá me dio el dinero.
—¿Y piensas que tiene razón? ¿Que estoy loca?
—No tienes que ponerte a la defensiva. No lo sé… ¿Estás loca?
—Sí. Es una afección común.
—¿Quieres que te haga entrar en razón?
—No. De verdad.
—Pareces cansada —dijo Karen.
—Lo estoy. He estado haciendo preparativos —y añadió, con más cautela—: ¿Leíste la carta? Me marcho.
—¿Adónde?
—A lo mejor prefieres que no te lo diga.
Karen pensó que tal vez tuviera razón.
—Pareces bastante desquiciada —dijo con desesperación.
—Supongo que sí. —En ese momento, Laura miró a Karen detenidamente y, de repente, Karen vio un gesto más amable en el rostro de su hermana—. Lamento todos estos misterios. ¿Quieres que te lo explique? Si has venido en busca de una explicación…
Una explicación sería mejor que nada.
—Pero vamos a dar un paseo —dijo Karen—. Estoy harta de esta habitación.
Se llevaron unas Coca-Colas a la playa.
—En gran medida, vine a Berkeley por todo lo que había oído acerca de California —dijo Laura—. Parece una estupidez, ¿no? Bueno, lo fue. Estúpido e inocente. Pero para mí fue importante… la idea de que existiese un lugar en el mundo en donde había gente que utilizaba la palabra «rareza» y no lo hiciera con una connotación cruel. Siempre fue Tim quien hablaba de nosotros de ese modo. ¿Te acuerdas? «Somos rarezas», solía decir. «Deberíamos acostumbrarnos a ello».
—Tim siempre tuvo una vena cruel —dijo Karen—. No tenía por qué decir eso. De todos modos, fue hace mucho.
—Fue cuando estábamos en el instituto. Y la cuestión es que tenía razón.
Karen se volvió hacia el océano.
—No te lo irás a creer.
—Sí me lo creo. Y tú también. —Tocó el brazo a Karen—. Lo siento. Sé que lo detestas, pero tenemos que hablar de ello. Hemos pasado demasiado tiempo sin tocar el tema. Somos rarezas y lo llevamos siendo desde que nacimos. Por eso papá nos odia tanto. Por eso nos da una paliza cuando nos pilla haciendo lo que podemos hacer.
Karen sintió una enorme consternación. Intentó armarse de la objetividad que había cultivado en la facultad. En el curso de psiquiatría, todo aquello habría parecido muy sencillo. Pero palabras como «papá» y «rareza» se encontraban inquietantemente cerca y no se atrevía a examinarlas con demasiada atención.
—Aquellos sueños del pasado —tartamudeó—> aquellos juegos…
—No eran sueños. No son juegos. —Laura suspiró, dudó y pareció pensarse cómo continuar. Con paciencia, comenzó de nuevo—: Cuando te dicen muchas veces desde niña e insisten en ello, que algo es malo e innombrable y sucio, te lo crees. No puedes evitar creértelo. Yo me lo creí. Pero tuve la fortuna de dejar atrás todo aquello.
«Jamás te lo creíste», pensó Karen. «Eras como Tim. La rebelión siempre os resultó fácil».
—En Berkeley, todo el mundo tomaba ácido… —dijo Laura.
—¿LSD?
Karen estaba horrorizada.
—No creas todo lo que lees en los periódicos. Bueno, tampoco llega a la altura de los cotorreos de Leary, pero me enseñó unas cuantas cosas. Logré separarme del cuerpo y por primera vez me pude echar un vistazo. —Se fue enardeciendo—. Pude percibir todas las posibilidades… Creo que eso es lo que podemos hacer, tanto tú como Timmy y yo. Vemos lo que no ven los demás.
—Posibilidades —dijo Karen sin ánimo, pero todo aquello quedaba fuera de su control…
—Mundos —dijo Laura—. ¿No es lo que quieren todos? ¿Un mundo mejor? ¿Sabes?, yo solía ir al Haight con unos amigos y allí había la misma sensación… Es posible crear un mundo mejor. ¿Sabes lo que es el Haight ahora? Un gueto lleno de drogadictos adolescentes. Todo eso se está muriendo. Ha muerto. Todo el mundo se ha marchado… al desierto, a Sonoma, a Oregon. El s ueno ha muerto. Por eso vine aquí con unos cuantos que querían fundar una comunidad, una manera más creativa de vivir juntos… Usábamos esas palabras. ¿Has visto la casa? Es una pocilga. Y Jamie volvió con sus padres, Christíne se quedó embarazada, Donald se fue a Canadá para evitar el reclutamiento forzoso y Jerry está muy enganchado. Con lo que el sueño se muere.
Karen estaba horrorizada. Drogas, jeringuillas y comunas. Sonaba sórdido.
—Pero no tiene por qué morir —dijo Laura—. Tengo la capacidad, la extraña capacidad, de dar un paso y salirme del planeta. Y estoy convencida de que existe un mundo mejor en algún lugar, en esa maraña de posibilidades. No hablo de un sueño, ni de esos lugares infernales a los que Tim abría puertas continuamente. Hablo de un buen lugar. Un lugar donde la gente se preocupe por el prójimo, donde la estupidez no nos lastre.
Karen juntó las manos en el regazo.
—Creo que mamá tenía razón. Creo que estás loca.
—Oh, Karen, venga. Si hay alguien que vive en un mundo de sueños, ésa eres tú. ¿Te acuerdas de aquella noche en la casa vieja de Constantinople? ¿De cuando bajamos por el barranco y Timmy abrió una puerta que daba a aquella vieja ciudad costera llena de adoquines? ¿Del frío que hacía y de aquel hombre…?
—Nos lo inventamos —dijo Karen y elevó la voz más de lo que pretendía. Una pareja que paseaba por la playa se volvió para mirarla.
Ella clavó la vista en el suelo.
—Yo sí me acuerdo —dijo Laura en voz baja—. Me acuerdo de la paliza que recibió Timmy por ello. Y luego yo. Y luego tú. Y la tuya fue la peor de todas, porque eras la mayor. Nuestra protectora. Eso es lo que querían que fueses. Se suponía que Karen sería incapaz. Karen…
—Basta.
—No puedes admitirlo, ¿verdad?
—No —replicó Karen con brusquedad.
—No —porque admitirlo significaría admitir muchas otras cosas. Que el mundo es más extraño de lo que parece. Que papá no siempre tiene razón. Que cuando papá te da una paliza no significa que te quiere. A lo mejor es todo lo contrarío. Y a lo mejor eso es lo peor de todo.
Karen se puso en pie. Tenía arena en el vestido y se sintió repipi y ridícula sacudiéndosela. Le temblaban las manos.
—¿Vuelves a casa? —le dijo Laura.
—¡No te burles de mí!
—No… Oh, Karen, lo siento. No tienes por qué marcharte.
—Tengo exámenes.
—No tienes por qué tener exámenes.
—¿Qué?
—Acompáñame. Podemos hacerlo juntas. Crucemos unas cuantas fronteras.
«Habla en serio», pensó Karen. «Dios mío, habla en serio».
Agarró la correa del bolso.
—Nunca quise un mundo mejor. No lo necesito. ¿No lo comprendes? Sólo quiero ser normal.
Y por la mañana volvió en avión a Pensilvania y se pasó veinte años sin ver a su hermana díscola.
Estaba sentada en el café de la calle Caracol y aquel recuerdo opresivo tiraba de ella. La Laura que tenía enfrente era mayor; no se había arrepentido, pero era más tranquila.
—Tenías razón sobre muchas cosas —admitió Karen.
—Creo que ambas creíamos que la otra estaba huyendo.
—Tal vez fuera así.
—A lo mejor seguimos haciéndolo. —Karen frunció el ceño, y Laura prosiguió—: Hay muchas preguntas que jamás hemos formulado. Nunca nos permitimos hacerlas. ¿Cómo es que podemos hacer lo que hacemos? ¿Somos fenómenos de la naturaleza, erratas genéticas, o algo más? Y luego está Tim. Llevo sin saber de él desde que se marchó de casa en el 72. ¿Sabes tú algo?
—No. Nadie de la familia sabe nada. —Aquél seguía siendo un tema peliagudo—. Creo que no importa lo que seamos. El pasado, pasado está.
Laura negó con la cabeza.
—Sí que importa.
Dejó un billete y algo de dinero suelto para pagar el almuerzo, y luego se abrieron paso hasta salir del restaurante. El sol caía desde el oeste sobre la calle Caracol.
—A Michael si le importará —dijo Laura al tiempo que se protegía los ojos de la luz.