Capítulo 3

1

—Puedo llevarte a un sitio. A un lugar seguro. Vivo allí —le dijo Laura a su hermana Karen, una vez que ésta le hubo explicado el motivo de su visita.

Y Karen se volvió para ponerse de cara a la ventana de la habitación del hotel. Una playa en forma de medialuna, palmeras alborotadas, el murmullo del tráfico.

—Quieres decir que no está aquí —dijo.

—No, no está aquí. Pero no queda lejos.

Ir a California fue como entrar en un recuerdo.

En 1969 había pasado allí una semana. Corrían malos tiempos; había discutido con su hermana y no se habían separado cordialmente. Karen se recordó a sí misma que los tiempos cambian. Pero las calles no, ni el hotel de Santa Mónica, al menos que se notase. Michael iba sentado detrás de ella, aturdido en una miasma de vinilo y humo rancio de puro, en el taxi que recorría a toda velocidad las autopistas anchas y grises que salían del aeropuerto. Sin querer, recordó datos insignificantes que había retenido en el transcurso de toda una vida de adicción a las revistas. Dato: las palmeras no son originarias del sur de California. Dato: sin riego, estas interminables parcelas de viviendas de estuco estarían tan secas como la ciudad de Beirut. Pero sobre todo le asombró la calidad de la luz del sol, su angulosidad, el tipo de luz que no se veía en el este. No era más brillante, sino más blanca, opalescente; haría sombras contrastadas que, a lo lejos, se difuminaban en un tono gris.

Y, por supuesto, estaba el océano. Se acordaba del océano, de su extensión, de cómo llenaba el horizonte. Salió del taxi a aquella extraña luz y se maravilló un instante de la distancia que había recorrido.

Durante unos cuantos días estuvieron solos en el hotel. Michael no hablaba mucho. Parecía entender por qué habían ido, la urgencia del viaje, y Karen se imaginó que le había desorientado: desde luego, a ella le pasaba. Michael le preguntó una mañana por qué no se habían reunido aún con la tía Laura, y Karen le explicó lo del apartado de correos («Aún no habrá recogido el correo»). Por eso esperaron en la habitación, pidieron la comida al servicio de habitaciones y dejaron un mensaje cuando, una tarde, salieron a dar un paseo por la playa. Karen supuso que se había vuelto muy canadiense en los años que había pasado en Toronto, porque la gente que veía en la playa plagada de basura le parecía muy extraña. Un hombre con patines y una camiseta sin mangas la sacó de la acera y la hizo caer, y mientras ella estaba sentada en la arena, desconcertada, la miró por encima del hombro y le dijo algo insultante. Gracias a Dios, no captó las palabras.

«Aquí soy una extraña», pensó Karen. «Éste no es mi sitio. No tengo ningún futuro en este lugar».

Dio gracias de que Michael no hubiese visto aquello. Estaba en un puesto comprando perritos calientes, que luego se comieron en silencio mientras miraban al océano.

Karen pensó que Michael siempre había sido callado, pero aquel nuevo silencio era inquietante. Parecía estar preparándose para el siguiente desastre inevitable. Comprendió que Michael pensara que era posible que sus problemas no hubieran acabado: ella también intuía lo mismo.

Luego volvieron al hotel y vieron que Laura les esperaba en el vestíbulo.

Karen la vio primero. Durante un instante, disfrutó del privilegio de verla sin que su hermana la viera. Se dio cuenta de que quería prolongar el momento y evitar anunciarse. Al mirar a su hermana, Karen sintió una extraña sensación de visión doble, como si el tiempo diera marcha atrás.

Desde luego, Laura era mayor, pero las dos décadas que habían transcurrido desde 1969 la habían tratado bien. Tenía un leve bronceado, muy propio de California, y llevaba el pelo cortado a lo chico. Tenía buen tipo. Llevaba puesta un vestido blanco de tirantes, una cinta de pelo chillona atada en la nuca y pulseras llamativas en las muñecas. Cuando se volvió, las pulseras tintinearon.

Se miraron a los ojos, y durante un instante fugaz Karen pensó:

«Yo podía haber sido así. Se me parece, solo que más etérea, más ligera».

Karen siempre se había considerado firme, pedestre; su hermana parecía delicada como el viento.

«¿Siento envidia? ¿Tengo celos?», se preguntó.

—Tía Laura —dijo Michael, al ver el reconocimiento que surgió como una chispa entre las mujeres.

Laura cruzó el vestíbulo embaldosado con una sonrisa exagerada y los abrazó a los dos.

Almorzaron en la cafetería del hotel. Laura devoró una ensalada enorme.

—Es el smog —dijo—. No me acostumbro. Me afecta al apetito.

Michael la miró extrañado.

—Pensé que vivías aquí.

Laura y Karen se miraron.

Aquí no —dijo Laura—. No exactamente.

Karen dejó a Michael en la habitación del hotel para que hiciera las maletas (y viera el final de un partido de los Dodgers en la tele) mientras Laura y ella daban un corto paseo por el bulevar.

—No sé —dijo. Todo le parecía extraño y repentino: el aspecto de su hermana, los viejos vínculos y las barreras aún más antiguas. Sintió algo parecido al pánico, la necesidad de dar un paso atrás, de recapacitar—. Te agradezco la invitación. Y, desde luego, hemos venido por eso. Para verte… para hacerte una visita. Pero estoy preocupada por Michael.

—¿No sabe nada? —dijo Laura.

«Siempre hemos hecho esto, ¿no?», pensó Karen. «Hablar con estas elipsis. Aún lo hacemos».

—No ha hecho falta que lo supiera.

Encontraron un banco frente a la playa manchada de alquitrán. En la costa, contra el resplandor blanco del horizonte, un petrolero se acercaba a puerto.

—No soy como tú —dijo Karen—. Y me parezco menos aún a Tim. Nunca quise… ser capaz de hacer lo que hacemos. No lo pedí y nunca lo quise.

—Ninguno de nosotros lo pidió. ¿Me estás diciendo que Michael no sabe nada?

—¿Por qué? ¿Por qué iba a metérselo a la fuerza? Si puede vivir sin saberlo, ¿por qué iba a hacer que estuviese al tanto?

—Porque lo lleva dentro —dijo Laura con toda tranquilidad—. Forma parte de él. Seguro que lo sientes.

A lo mejor era así. A lo mejor lo había sentido desde el principio, desde el nacimiento, desde antes del parto: que, como ella, era distinto, que llevaba dentro la capacidad aterradora de caminar entre mundos… cerrada, como el capullo de una flor, pero real y poderosa.

Pero prefería no pensar en ello.

—Sabes que me he esforzado en darle una vida normal —dijo—. A lo mejor tú no sabes lo que significa una vida normal. Me parece que nunca te ha importado. Pero una vida normal… era lo mejor que podía darle. ¿Lo entiendes? No quiero tirarlo por la borda.

Laura posó un brazo en el hombro de Karen. El gesto fue tranquilizador y durante un instante pareció que ella, y no Karen, era la hermana mayor.

—No te culpes. Fue él quien forzó la situación. No me refiero a Michael, sino a… ¿cómo lo llamáis? El Hombre Gris.

El recuerdo fue como un lastre.

—Quedaos conmigo —dijo Laura—. Al menos durante un tiempo. Llevamos mucho sin vernos y quiero conocer a mi sobrino. Quiero que ambos estéis a salvo.

—¿Queda muy lejos?

—Podemos ir en coche.

—¿Qué tal es?

—Como esto. Se parece mucho a esto. Pero más bonito.

—Vale —dijo Karen con tristeza—. Sí.

2

Se fueron del hotel y cargaron el equipaje en el coche de la tía Laura, un coche que Michael no logró identificar, y que probablemente fuera extranjero. Era pequeño y tenía forma de caja, y en la tapa del depósito de gasolina ponía Durant. El maletero se tragó todo el equipaje sin esfuerzo.

Estuvieron en carretera una hora antes de que se produjera el cambio.

Fue un trayecto largo. Fueron por la autopista de San Diego hacia el sur y dejaron atrás barrios prefabricados sórdidos y bosques de palmeras secas, eriales petrolíferos y pasos subterráneos de hormigón resquebrajado, garabateados de graffitis hispanos. Laura no hablaba mucho y parecía concentrarse en la conducción. Se acercaba la hora punta del anochecer y había bajado el parasol para que no le molestase la puesta de sol. Michael sintió cómo crecía la tensión en el espacio cerrado del coche.

Comprendió que sucedía algo importante. Iban a casa de la tía Laura, a quedarse un tiempo, eso había quedado claro… pero sucedía algo más. La ansiedad de su madre era patente. Iba sentada junto a la tía Laura con la espalda rígida y la cabeza hacia delante, en un gesto casi gazmoño. Podía ver que Laura cada vez se concentraba más y se le tensaban los músculos.

Tomaron una vía de salida de la autopista y giraron al oeste hacia el océano, a través de una serranía de colinas pardas cubiertas de maleza. En aquellos barrancos secos estaban construyendo más casas. Había vallas publicitarias de casas prefabricadas.

«¿Quién querría vivir aquí?» se preguntó Michael. «¿Por qué? ¿Qué hay aquí que atraiga a todas estas personas?».

Y luego se acercaron al océano, a una llanura gris, tenderetes y puestos destartalados al borde de la carretera, aire salino y el olor rancio del gasóleo.

El cambió comenzó mientras el sol se ponía.

Al principio, Michael pensó que era un efecto de la luz. El crepúsculo pareció envolver el coche a través de las ventanillas de la derecha. Durante un instante fue cegador, del mismo modo que es cegador un rayo de sol al reflejarse en aguas tranquilas. Pero no sólo eso. En su interior sintió una especie de oleada, una desorientación, como si le hubieran vendado los ojos y le hubieran hecho dar diez vueltas. Durante una fracción de segundo, Michael pensó que caía, que el coche se desplomaba en el aire. Parpadeó dos veces y aguantó la respiración. A continuación, las ruedas volvieron a tocar asfalto, la suspensión se hundió y luego se estabilizó. El fulgor desapareció.

Pero el recuerdo siguió vivo. Aquella era una sensación familiar. ¿Cuándo lo había sentido antes? Hacía muy poco… en Toronto. Con el Hombre Gris.

«Así», pensó Michael: un paso hacia fuera y más allá, a través de las puertas secretas del mundo; miró al exterior, sobresaltado de repente. «¿Dónde estamos?».

Pero el mundo —aquella carretera— parecía igual. O casi igual. A lo mejor era su imaginación, pero parecía que todo tenía un aspecto menos destartalado. Las fachadas estaban un poco más limpias y tenían mejor aspecto. El aire (estaba prácticamente seguro) parecía más fresco y la puesta de sol era más luminosa pero menos chillona.

Se encontró con la mirada de Laura en el espejo retrovisor.

Lo miró y asintió con aire serio, como si dijera: Sí, he sido yo. Sí, es real.

—¿Dónde vamos? —dijo Michael tras carraspear.

—A mi casa —dijo Laura con calma—. Ya te lo dije. —Un cartel anunciaba la distancia en millas a un pueblo llamado Turquoise Beach—. Es ahí… ahí es donde vivo.

3

A Karen nunca se le había dado bien enfrentarse a lo inesperado y por eso se mostró cauta a la hora de evaluar el lugar al que los había llevado Laura. Turquoise Beach. Nunca había visto aquel nombre en un mapa, aunque suponía que podía ir a una gasolinera —allí— y comprar un mapa en que figurara Turquoise Beach. Y otros lugares extraños.

Llegaron después de que anocheciera, pero, por lo que pudo ver, se trataba de un antiguo pueblo costero e inocuo, de edificios Victorianos y fachadas de estuco más recientes. Las cortinas de cuentas de las puertas y los cristales de colores que brillaban en los apartamentos de los pisos superiores tenían un toque pintoresco y bohemio. Recorrieron la calle mayor, frente a la playa, con cafés y restaurantes al aire libre de la cálida noche. En un pequeño escaparate se anunciaban TODO TIPO DE CONCHAS. En la puerta contigua se ofrecían ANTIGÜEDADES, FAROLES, CRISTALES DE NAUFRAGIOS. ¡REBAJAS! Y la gente de la calle era casi igual de pintoresca. Iban vestidos, según Karen, a la moda zíngara: Levi's desgastados y camisetas guateadas de colores vivos. Una mujer llevaba plumas trenzadas en el cabello largo y moreno.

Más allá del centro había una red de calles ensombrecidas y casas tranquilas, una mezcla similar de edificios de ladrillo Victoriano y madera ligera. Laura, que tarareaba algo, giró al oeste hacia el océano y por fin aparcó en una zona de gravilla junto a una casa de listones de tres pisos.

—Las dos plantas superiores son las nuestras —dijo a la vez que salía del coche.

Karen se puso en pie en el fresco aire nocturno y de pronto se sintió sola en aquel mundo nuevo y se recordó que era justamente eso, un mundo nuevo. ¿Existía Gavin en aquel lugar? Si llamaba a su número antiguo de Toronto, ¿respondería?

¿Existía Canadá o se habían modificado las fronteras?

Era raro y le causó un escalofrío. Escuchó el tenue roce de las olas contra la costa, prosaico y real.

—«Y las estrellas», pensó. «Las estrellas son las mismas».

Laura la alcanzó con dos maletas.

—Dame una —dijo Karen al instante.

Pero un hombre barbudo salió a toda prisa por la puerta principal de la casa y le cogió la maleta de la mano.

—Tú debes de ser Karen —dijo.

—Éste es Emmett —dijo Laura—. Emmett vive abajo. Emmett es muy servicial. —Emmett sonrió con algo de timidez.

«Está cortejándola», pensó Karen. Pero siempre había alguien que lo hacía. Laura siempre había atraído a los hombres. Latirá tenía una habilidad especial con ellos.

Por el contrario, Karen se había casado con el primer hombre que había demostrado algo de interés en ella…, que a su vez la había dejado para vivir con su amante a la orilla de un lago.

—Hola, Emmett —dijo.

Michael rodeó el coche con el lastre de su maleta. Prudentemente, Emmett no se ofreció para llevarla.

—Te indico dónde están las escaleras —dijo en cambio—. Mike, ¿no?

Michael lo siguió al interior de la casa.

—Es majo —dijo Karen.

—¿Sí? ¿Le das el visto bueno?

—Mi primera impresión ha sido buena.

Laura sonrió.

—Emmett y yo somos bastante solitarios. Pero llevamos rondándonos un tiempo. Hay… —Hizo un vaivén con la mano—. Posibilidades.

—¿Tienes café? —dijo Karen esperanzada.

—Costarricense. Recién molido.

—Quiero una taza enorme de café. Y una ducha.

«Y una cama», pensó. «Algo blando. Con sábanas limpias».

—Vale. Ya te dije que aquí se estaba bien.

Y Karen comprendió que habían comenzado a ser hermanas de nuevo. Después de todos aquellos años. En aquel lugar extraño.

4

Estuvieron sentados en la vieja mesa de la cocina de la tía Laura toda una hora antes de acostarse y las dos mujeres no hablaron de nada en particular y bebieron café a sorbos en tazas de porcelana. Michael se limitó a mirar, cada vez más impaciente. Se sentía excluido: no de la conversación, sino de lo que no se decía.

«Ellas lo saben», pensó. «Lo comprenden».

Cuando no pudo más, se puso en pie. Había sido un día largo y le zumbaba la cabeza. Pero sintió la necesidad de decir algo, de hacer que reconocieran lo que había sucedido. Aquello era tabú: pero el mundo era distinto, y sintió que brotaban las palabras.

—Tendríais que explicármelo —dijo. Y siguió, por encima del silencio repentino—: Es decir, no estoy ciego. No sé dónde estamos, pero sé que no se puede llegar aquí desde el hotel. No por las carreteras normales. —Pensó en carreteras, en ángulos, en portales—. Lo presiento. Tendríais que explicármelo.

Su madre apartó la mirada, dobló las manos en el regazo y se las quedó mirando sin decir palabra. De pronto, Michael sintió remordimientos. Pero la tía Laura no estaba enfadada ni sorprendida. Lo miraba fijamente desde su asiento junto ala ventana.

—Dentro de poco —dijo tranquila—. Te lo prometo, ¿vale?

La gratitud que sintió fue tan intensa que le cogió por sorpresa.

—Vale —dijo Michael.

Porque se veía que hablaba en serio. Michael pudo verlo.

—Pero ahora vete a la cama —dijo Laura—. Creo que es buena idea para todos nosotros. ¿Sabes encontrar tu habitación?

Arriba y a la derecha.

Pese a que estaba cansado, Michael permaneció despierto durante un tiempo a oscuras en la cama nueva y escuchó los ruidos nocturnos de la casa de su tía y la cadencia sosegada de las olas. La casa estaba en silencio. Durante mucho tiempo, no se escuchó ninguna voz procedente de la cocina.