El pequeño Durant iba a gasolina y en aquel lugar no era un combustible corriente, pero avanzaron todo lo que pudieron por una carretera ancha que se llamaba Camino del Mar, y cuando se vació el depósito vendieron el coche en un desguace por un puñado de dinero de la Mancomunidad, suficiente para salir adelante durante un tiempo. El dueño del desguace les dijo que, al final de la carretera, estaba Ciudad San Francisco y que había trabajo… y que si no sabían náhuatl ni español, podrían arreglárselas en inglés. Michael dijo que tenía buena pinta, pero que lo más probable es que fueran al este.
—Sobre gustos, no hay nada escrito. —El dueño del desguace abrió el capó del Durant y echó una ojeada al interior con una perplejidad paciente—. Yo detesto la nieve.
Michael y Emmett tocaban duetos extraños y patosos con las guitarras en el fondo del autobús que les llevaba al norte. Karen escuchó durante un rato la música y luego el ruido de las ruedas sobre el asfalto.
Casi había anochecido y las últimas luces del día recorrían la carretera sinuosa, la costa llena de pliegues. Pinos altos y sombras de montañas y un cielo tan amplio y limpio como el repicar de una campana. Pensó que era extraño. No sólo ese lugar, sino todo. Intentas llevar una vida decente y quizá hacer del mundo un lugar un poco mejor, y averiguas lo poderosas que son todas las cosas malas y lo débil que eres en comparación. Y por eso crees que estás destinado a repetirlo, a cometer los mismos errores que se llevan cometiendo centenares de miles de años… Lo admitas o no, acabas aceptándolo pero llevas en el interior esa derrota, un fondo negro de infelicidad.
A lo mejor… (y ahí estaba otra vez esa idea nueva), a lo mejor no era cierto. A lo mejor, si fuera cierto no estaría allí. A lo mejor la rueda sí puede ir cuesta arriba.
El aire era fresco en la carretera montañosa junto al océano y se enfundó el suéter. Laura dormía; el autobús estaba en silencio. Karen pensó en sus padres biológicos, que habían muerto a manos de Walker. Se habían fugado de las celdas estrechas del Novus Ordo y habían encontrado un lugar llamado Burleigh; Laura había descubierto Turquoise Beach… y Michael había encontrado aquel lugar, aquel mundo fronterizo, resplandeciente y hecho de retazos.
«Una puerta que la esperanza había abierto en el miedo, que la imaginación había abierto en el fracaso», pensó. Y a lo mejor era la única puerta que importaba.
La carretera giró a la derecha con un suave balanceo, y Karen miró al océano del oeste, que seguía llamándose Pacífico, y cerró los ojos; y por fin durmió sin soñar mientras el autobús avanzaba por las aristas de la noche hacia la mañana.