El cardenal Palestrina embarcó en el Estrella Vespertina, un buque español propulsado mediante gasóleo que se dirigía a Génova con un cargamento de yute y algodón bruto y un puñado de pasajeros de pago, al anochecer de un día de finales del invierno. Hacía frío y estaba nublado, pero se quedó en la popa del enorme navío acorazado y vio cómo se alejaba el puerto de Filadelfia, mientras se preguntaba qué consecuencias se deducirían de los acontecimientos que había presenciado.
Para él, nada adverso. Había hecho su trabajo con toda la fidelidad necesaria y al final los acontecimientos le habían superado. Tras haber demostrado su utilidad a la Curia, tal vez le permitieran seguir con su trabajo intelectual.
«Suponiendo que la guerra permita tales lujos», pensó el cardenal Palestrina.
Ah, la guerra. No obstante, las últimas noticias no eran tan malas. La flota persa había sido rechazada en las Baleares; la cabeza de playa turca estaba aislada en Cerdeña. Por el momento, el poderío aéreo europeo aguantaría el tipo.
Así que quizá la pérdida del arma secreta de Neumann no fuera tan trágica como parecía. La alianza inestable entre Roma y el Novus Ordo no se vería reforzada por aquella desgracia… pero, en cualquier caso, se trataba de una alianza provisional, condenada por sus contradicciones internas. El cardenal Palestrina no creía que se hubiese sellado el destino de Europa.
En cuanto a lo que se había perdido de verdad…
Sólo podía conjeturarse.
Había anochecido antes de que perdieran de vista el Nuevo Mundo. El sobrecargo abordó a Palestrina y le indicó, en un inglés afectado, que bajara.
—¡La temperatura va a bajar aún más, Su Eminencia!
Pero Palestrina negó con la cabeza.
—Enseguida bajo, no se preocupe. No voy a dejarme morir aquí arriba. Entiendo que eso sería muy poco elegante.
Y el sobrecargo sonrió nervioso y se marchó.
Se veían las luces del barco y las luces lejanas de la costa, el continente como un mundo remoto. Palestrina pensó que los Otros Mundos de Neumann seguramente tuvieran ese mismo aspecto, luces titilantes al otro lado de un abismo inimaginable… y la idea le entristeció y le sumió en una melancolía fuera de lugar. Se había permitido preguntarse cuál habría sido el desenlace si el Proyecto Plenum no hubiese tenido como único objetivo la creación de un arma; ¿qué prodigios o terrores se habrían encontrado en esa infinitud, en las muchas moradas[3]? Y volvió a pensar en la tierra con que había soñado, un mundo donde el hombre no había perdido la gracia de Dios, donde estaba el Jardín del Edén y hacía buena temperatura, y había inocencia, y no había nadie como Neumann, ninguna serpiente con la fruta dulce envenenada, ni muerte.
«Podríamos haberío encontrado, tocado, haber caminado por él… que Dios nos asista, aunque sólo hubiera sido un instante», pensó Palestrina.
Pero el Estrella Vespertina navegó sin cesar hacia el este, las luces lejanas se sumergieron en el horizonte y el Cardenal Palestrina cerró fuerte los ojos y fue bajo cubierta, donde los comerciantes de yute bebían retsina y jugaban a las cartas en una mesa de madera, y le miraron con tristeza, como si su sobriedad fuera a arruinarles la partida, como si les recordase pecados antiguos.
—¿Y si te dijera que me iba?
Emmett, que casi se había dormido, se apoyó en el codo y pestañeó. Detrás de él, la luz de la luna se filtraba a través de un velo de persianas de bambú y el océano suspiraba al tocar la orilla.
Tapó los hombros de Laura con la sábana para protegerla de la noche.
—Te recordaría que acabas de volver.
Laura reunió valor.
—Me refería a una marcha permanente.
Emmett la miró un largo rato y luego se encogió de hombros.
Había sido un reencuentro agradable y las relaciones sexuales habían sido satisfactorias, y todo le había recordado cuánto había echado de menos a aquelhombre. Pero eran preguntas importantes, preguntas que nunca se había permitido formular: como si hubiesen firmado un contrato, no tocaremos estos temas.
Los ojos de Emmett, a oscuras, se veían muy grandes.
—¿Y si te pidiera que vinieras conmigo? —dijo Laura.
—Te preguntaría adonde.
—No lo conoces. Es un lugar extraño, pero no está mal. Creo que te gustaría.
—Suena misterioso —dijo Emmett.
—Pero hablo en serio —dijo Laura.
Emmett sopesó la última frase.
—Parece que sí.
—Es difícil de explicar.
—Es brujería —dijo Emmett.
—Algo así.
—¿De veras?
—De veras.
—En esto tendría que fiarme de ti.
—Sí. Explicarlo es complicado.
—No sé —dijo Emmett.
—Bueno, lo comprendo —dijo Laura—. Es peliagudo.
—Necesito tiempo para pensármelo —dijo Emmett.
—Me marcho mañana —dijo Laura, tras cerrar los ojos.
—¿En serio?
—En serio.
—Menuda preguntita me has hecho.
—Ya lo sé.
—¿Qué dirías si yo te pidiese algo así?
Laura llevaba mucho tiempo pensando en ello.
—Diría que sí.
Emmett pareció sorprendido.
—Tengo cosas que hacer aquí.
—Ya lo sé.
—Coger las maletas y largarse no es algo que se pueda hacer a la ligera.
—Entiendo —dijo Laura.
—Eh, sabes que es así.
—Sí. Supongo.
Laura se dio la vuelta.
Y por la mañana, Emmett la ayudó con las dos maletas grandes, todo lo que quería conservar de aquel mundo, y se las bajó hasta el coche, el pequeño Durant aparcado en la gravilla. Era una mañana fresca y el aire estaba lleno de sal y yodo. Emmett no hablaba mucho y Laura tampoco insistía. Tampoco sabía qué decir.
Abrió el maletero y Emmett metió dentro el equipaje y luego cerró la tapa de un portazo.
Laura abrió la puerta y se deslizó detrás del volante. Emmett le cerró la puerta. Laura bajó la ventanilla y alzó la vista para mirarle.
—Menudo día para viajar —dijo Emmett—. Parece que va a llover.
—A lo mejor no llueve allí donde voy.
—¿Es un lugar soleado?
—Creo que sí —dijo, triste pero sin querer que él lo viera—. Es muy posible.
—Bueno —dijo Emmett—, ¡qué cono! No me hace mucha gracia la lluvia.
Laura miró hacia arriba. Emmett sonreía.
—¿Tienes sitio para unas cuantas guitarras?
Karen llamó a Toronto desde la habitación de un hotel en Santa Mónica.
Se sorprendió al escuchar la voz de Gavin. Parecía cansada y vacilante. Mayor, quizá. A lo mejor las cosas no iban muy bien en el apartamento a la orilla del lago.
—Supongo que es mucho esperar que hayas entrado en razón.
—No, no lo he hecho de la manera que esperas.
—Karen, sabes que si vuelves a casa te favorecerá en cualquier disputa por la custodia. Al huir, sólo te estás perjudicando.
—Dentro de poco va a dejar de ser un problema.
—Dios mío —dijo Gavin—. Ojalá pudiera entenderte.
—Creo que ya no es posible.
—¿Por qué te molestas en llamar? ¿Quieres regodearte?
Se sintió herida. Fue breve pero amargo…, un reflejo de cómo habían sido las cosas.
—Quizá sólo lo haya hecho para oír tu voz… o para despedirme.
—No estés tan segura de que es la última vez que escuchas mi voz. Soy muy capaz de contratar detectives. Puede que ya lo haya hecho.
—Me parece que da lo mismo.
—¿Está Michael contigo?
—Sí.
—Estás corriendo un grave riesgo…, estás destruyendo su futuro.
Pero Karen no se lo creyó. Gavin había perdido la capacidad de intimidarla. Había algo familiar en la manera de hablar de su marido, algo que reconocía en su voz; y se percató de repente que era su padre, que era la voz de Willis Fauve la que se repetía en Gavin. Pero estaba viciada y carecía de poder… Karen había dejado atrás todas aquellas voces.
—¿Crees en la rueda? —dijo Karen.
—¿Que si creo en qué?
—Las cosas cambian, pero ¿a mejor? —dijo—. ¿Existe la posibilidad? ¿Puede una rueda ir cuesta arriba?
—Estás loca —dijo Gavin.
—Bueno, es posible.
—Puedo hacer que te manden una citación. Deberías darte cuenta. Te estás metiendo en una infinidad de problemas. Te…
Pero aquello ya era historia.
Karen alzó la vista y vio que Michael la miraba.
Michael sabía que su padre estaba al teléfono.
Karen le miró desde el otro extremo de la habitación, dudó un segundo y luego le ofreció el auricular.
—¿Quieres hablar?
Michael se lo pensó.
«Mi hogar», pensó. «El apartamento a la orilla del lago».
Eran dos lugares diferentes.
Michael negó con la cabeza.
—Dile…
—¿Qué?
—Dile que gracias, pero que estoy bien. Dile que me estoy buscando. Dile… —Un largo silencio, y luego Michael esbozó una sonrisa—. Dile que a lo mejor voy a verle algún día.
Karen asintió con aire de gravedad.
—¿Algo más?
—Despídete de él.