Y huyó.
Cogió a su madre y a su tía y se marcharon serpenteando por los pasillos secretos del plenum todo lo rápido que pudo llevarles.
Luz blanca y oscuridad parpadeante y un movimiento incesante…Karen no podía hacer otra cosa más que seguirle.
Sintió que Michael iba un paso por delante y Laura uno por detrás, como eslabones en la cadena, y que el Hombre Gris les pisaba los talones como un mal augurio, la sombra de un nubarrón.
No podía calcular la distancia que recorrían. No había palabras para aquellas distancias. El mundo… los mundos… se habían convertido en una bruma, un paisaje mezclado demasiado difuso para que el ojo lo comprendiera. Se sintió desorientada, ingrávida, perdida en un espacio intermedio indefinido, en una neblina de ubicaciones. Sintió que llegaba al límite.
Cerró los ojos y se agarró con todas su fuerzas. Pero era agotador. No sólo era el esfuerzo de Michael, sino el de Laura y el suyo. Sobre todo, era agotador porque llevaba sin poner en práctica su talento desde la niñez; sin Michael no lo habría logrado. Sentía una fatiga que trascendía lo físico; era un agotamiento de posibilidades, y le lastraba como si fuese un ancla.
Pensó que era como correr detrás de Michael en los grandes almacenes. Zambullirse imprudentemente en lo desconocido por pasillos y ángulos que ni siquiera se había atrevido a imaginar, irrumpir a través de puertas prohibidas. Pero en esa ocasión era Michael, gracias a su talento o intuición, quien corría. De vez en cuando se paraban el tiempo suficiente para vislumbrar un paisaje, algún lugar real y extraño, una arboleda o una calle atestada, y Karen pensaba: Encontrará un lugar… algún sitio al que el Hombre Gris no pueda seguirnos. Pero el Hombre Gris no les daba tregua (podía sentirle) y Karen cada vez estaba más cansada. Lo peor era que empezaba a sospechar (y era una intuición lúgubre e inoportuna) que, de algún modo, les estaban guiando como si fueran ganado; que la huida de Michael era desesperada; que no elegía del todo pasar por aquellos mundos medio vislumbrados y cada vez más oscuros. «Es demasiado para él», pensó.
Se aferró a la mano de su hijo como si fuese lo único real de aquel caos, y pensó:
«Oh, Michael, lo siento…».
El cansancio la entumecía, la distancia era insoportable.
Alzó la vista sin poder hacer nada y vio una luna fría que surcaba un cielo negro, a mundos y mundos de distancia del suyo.
Y dio un traspié.
Cayó al suelo. Fue algo prosaico. Durante un instante, sintió tanta vergüenza como miedo. La mano de Michael se le escapó y se sintió aislada, sola de repente. Pero Michael estaba con ella y le instaba a que se levantase; Laura la ayudaba.
«¡Conozco este lugar!», pensó Karen.
Se había resbalado en la humedad adoquinada del callejón. Era una noche oscura, una noche invernal, con una luna avejentada y gris en el triste cielo negro. Más allá de la entrada del callejón vio casas tiznadas de hollín de estilo Tudor con hielo que colgaba de los aleros. Del mar soplaba un viento crudo.
Aquí siempre hace frío, les había dicho Tim.
Era uno de sus lugares, un pueblo industrial enclaustrado a la orilla del mar, y Karen ya había estado allí… una vez durante su niñez y a menudo en sueños.
A lo mejor formaba parte del Novus Ordo y era una población portuaria de aquel lugar, o tal vez fuera un mundo análogo y sin relación entre sí. Pero allí era donde habían conocido al Hombre Gris y sentía que era un lugar donde el poder de Walker debía de ser considerable. Fue allí donde Walker había comenzado a conjurar los hechizos complejos que casi les habían atrapado (si no llega a ser por Michael).
Por lo tanto, era un lugar peligroso.
Michael le tiró de la mano.
—Date prisa —le dijo, pero Karen no pudo; la caída había acabado con sus fuerzas. Miró a Michael con impotencia y comprendió que no hacía falta explicar nada; su hijo lo había sentido al tocarla. Los ojos de Michael se abrieron mucho y luego volvieron a cerrarse.
—Vete sin mí —consiguió decir Karen.
Laura la rodeó con un brazo.
—Yo me quedo. Michael, márchate. A lo mejor puedes alejarle…
—Corre —dijo Karen—. Da lo mismo, corre.
Pero quedó claro que era demasiado tarde, porque el Hombre Gris estaba allí con ellos y su silueta se veía en la entrada del callejón, y el viento marino le salpicaba la espalda.
Durante un largo rato, nadie se movió.
—Vete —dijo entre dientes Karen. Al hacerlo sintió un mareo, también provocado por su inutilidad y el silencio de Michael: era como si le viera aturdido en medio de los raíles mientras se acercaba un tren. Y no podía hacer nada… no podía hacer nada para salvarle—. Michael, vete —dijo, pero ya era inútil, porque el Hombre Gris extendió la mano y Karen vio su mirada estúpida, implacable y calculadora; y al tenderla, la mano pareció refulgir con electricidad oscura, con extraños relámpagos ultravioletas.
Michael no cedió terreno.
Quería salir corriendo. No, algo más que eso. No es que sólo quisiese salir corriendo. Era un impulso tan profundo que superaba al miedo, era una necesidad imperiosa de correr… y aun así supo sin pensar en ello que, si lo intentaba, le fallarían las piernas y los músculos se le agarrotarían.
Miró al Hombre Gris y sintió el lamento de su propio terror, una nota tan aguda que no podía captarla ningún oído humano, aunque le recorría todo el cuerpo.
Sin embargo, no dio un paso atrás.
Porque su madre estaba allí, Laura estaba allí… y porque no había donde huir. Había agotado las posibilidades. Una última maraña de las ataduras mágicas le había llevado hasta allí, y allí se libraría la batalla final… si es que podía considerarse «batalla».
Michael, lúcido en la vorágine de su propio miedo, captó la seguridad absoluta de la mirada de Walker.
Se acordó de la niña de la playa, a la que Walker había arrojado al caos como si fuese un trapo.
«Pero yo no soy esa niña», pensó mientras Walker se acercaba otro paso. «Soy más poderoso».
¿Acaso no lo había demostrado? ¿Acaso no se había fugado de la cárcel mágica del Novus Ordo?
Pero aquello era distinto.
El Hombre Gris era un asesino, un destructor; lo llevaba en la sangre. Michael no contaba con esas cualidades.
Walker, la feroz máquina letal, dio otro paso adelante. Todo parecía un cuadro vivo: Karen que trataba de ponerse en pie, Laura con la espalda contra la fría pared de ladrillo del callejón. Las farolas amarillas parpadeaban y zumbaban; la luna brillaba y permanecía completamente inmóvil.
Michael se acordó de lo que le había dicho a Wiilis una vez. Podría hacer que atravesaras el suelo… podría hacerlo. ¿Podría? ¿Podría hacérselo al Hombre Gris, a Walker? No… no era probable… pero se puso derecho e invocó una pizca de su poder.
«Tengo que hacerlo», pensó.
Fue un gesto y no sirvió de nada. El Hombre Gris sonrió.
«Un hechizo más», pensó Walker. «Un truco más». Los magos le habían enseñado un truco que nunca había tenido que usar, y que quizás tampoco tenía por qué usar en ese momento; no obstante, el muchacho seguía siendo una incógnita en algunos aspectos, un vehícuio de fuerzas inesperadas. Por lo tanto, empleó el hechizo.
Walker sonrió y su rostro cambió.
Más que un cambio físico, fue una cuestión de sugestión, una fascinación. El cambio fue sutil pero nítido y Walker vio el efecto en los ojos de Michael, la impresión y el terror súbito.
Walker se acercó con su nuevo rostro. Sonreía de manera abierta y auténtica. Se sentía al borde de su realización personal. Estaba a punto de recuperar lo que había perdido, a punto de estar completo.
Miró a Michael con algo parecido al amor.
—He venido a buscarte —dijo.
Michael presenció la transformación sin comprenderla. Tenía todos los circuitos sobrecargados y sólo conseguía percibir la figura, que había sido el Hombre Gris… pero que ahora era su padre, Gavin White, el padre de Michael que tendía los brazos y repetía aquellas palabras…
—He venido a buscarte.
He venido a buscarte.
«Sí. Por favor, Dios mío. Llévame a casa».
«Papá, estoy agotado».
Pero no era su papá.
Era un fantasma, un monstruo. Era el Hombre Gris.
El Hombre Gris arremetió con una mano y Michael vio que desaparecía la máscara, vio a Walker como si fuera un cuadro viejo detrás de la pátina descascarillada de aquella imagen. Michael alzó una mano para defenderse (o, al menos, rechazar a la criatura) pero se había llevado una fuerte impresión; le había extraído su poder; estaba vacío como una taza. Walker fue a abrazarle y la taza se llenó de terror.
«No vas a quedarte con él», pensó Karen mientras miraba.
No fue más que eso, un pensamiento, apenas expresado. Pero resonó en su cabeza. Todo iba a cámara lenta, como un ballet terrible; Laura acurrucada a un lado con gesto de terror impotente, Michael aturdido e inmóvil, el Hombre Gris acercándose centímetro a centímetro, en lenta trayectoria, como algo letal que cayera del cielo. Y Karen, sola a la luz estéril de la farola, que pensaba para sí:
«Eres la mayor y la responsable».
Papá tenía razón en eso. Sólo en eso, había acertado de pleno. Era su obligación; le correspondía a ella. Era la labor que había asumido en los grandes almacenes atestados en las Navidades de hace un millón de años. También era su punto débil, y así la habían seducido. Pensó en Bebé, el muñeco que le había dado aquel hombre letal. Tu primogénito. Era el punto débil que habían utilizado para atraparla, mediante las imágenes oscilantes de Michael por los oscuros pasillos de la fortaleza del Novus Ordo. Tal vez no fuera sólo un punto débil.
Quizá fuera una especie de virtud.
Miró al Hombre Gris. Se acercaba a Michael, y su hijo había alzado una mano, pero entre ellos sucedió algo y Michael abrió los ojos espeluznado. Karen no pudo ver la máscara que Walker había adoptado (era un hechizo privado y particular), pero sintió el cambio en Michael, en su repentina debilidad. Lo vio en la sonrisa amplia e impaciente de Walker.
«No vas a quedarte con él», pensó.
Es posible que lo dijese en voz alta, porque Walker dio una curiosa media vuelta; frenó su trayectoria y seguía acercándose a Michael, pero miraba a Karen.
Karen pensó que había algo raro en su mirada; no encontró el gesto mortífero y embotado que se esperaba, sino algo espontáneo, algo más antiguo y profundo. Una mezcla de sorpresa y curiosidad, una evaluación: ¿Qué tienes para mí? Como si ella le estuviese regalando algo. Michael negó con la cabeza, como si se hubiese roto un breve hechizo. Sin pensárselo, Karen dio dos rápidos pasos hacia delante y fue a abrazar a Walker… al menos para frenarlo. «Te crees que no puedo hacerlo, pero sí puedo». Fue un impulso demasiado rápido y certero como para expresarlo con palabras. Se limitó a tender los brazos a Walker igual que Walker lo había hecho con Michael… había tendido los brazos y lo había abrazado de un modo que no podía definir.
Pero también fue un abrazo de verdad. Olió al Hombre Gris, y olía a frío, como aquel callejón. Era un aroma de callejón, vacío y oscuro, a manchas de gasolina y a mampostería vieja y a edificios abandonados en las noches de invierno. Tuvo la sensación curiosa y repentina de que Walker estaba completamente vacío, que si apretaba con suficiente fuerza se desmenuzaría en sus manos.
Vio que Michael se apartaba hasta pegar el cuello de la camiseta a la pared. Su hijo seguía aturdido y movía la cabeza en un gesto negativo.
Y Karen sintió que el Hombre Gris se estremecía… reunía fuerzas y las redirigía. Karen cerró los ojos.
De inmediato percibió lo que Michael llamaba las puertas y ángulos del mundo… un despliegue de posibilidades que, a la vez, estaba allí y no estaba, y cómo podía moverse por él. Y también sintió los lugares caóticos, los mundos no creados y los muertos y entrópicos.
Walker la rodeó con los brazos. Ya era un abrazo de verdad, un abrazo mutuo.
Karen escuchó la voz débil de Michael.
—¿Mamá?
Karen comprendió lo que Walker pretendía… y lo que ella debía hacer.
Se apartó hasta que sólo se tocaron sus manos, y les recorrió una corriente eléctrica cálida. Walker esbozó una sonrisa. Karen sintió la fuerza hiriente de su desdén, y pensó: «Yo también conozco esos lugares».
—No vas a quedarte con él —dijo.
Walker dudó un instante.
Karen le miró fijamente a los ojos vacíos y grises.
«Un empujoncito», pensó, «hacia esta abertura… un agujero en el mundo justo detrás de él, y hacia las ráfagas y silbidos del remolino del caos».
Sintió la frialdad del portal, mayor que la de aquel callejón invernal.
Se lanzó hacia delante y empujó a Walker con todas sus fuerzas. El Hombre Gris cayó hacia atrás… y su imagen se le quedó grabada como un sueño: el Hombre Gris, Walker —su tío destrozado—, que se salía del tiempo por completo; el último gesto de su rostro… que no fue de sorpresa ni de miedo sino de algo que Karen identificó, en aquel instante ingrávido, como gratitud… como si le hubiese regalado algo, o le hubiese devuelto una posesión robada y muy valiosa.
Karen parpadeó, dio un grito ahogado y cayó detrás de él.
¡Qué frío! Caos y entropía salvaje y una nada muerta y aleatoria: así era el agujero que había abierto para él, y Karen no logró sujetarse para no caer detrás…
Pero sintió manos sobre ella, manos cálidas que la sujetaron bruscamente… y la puerta titiló y se cerró… y no quedó nada más que el callejón, esa noche invernal en concreto, la luna cenicienta y Michael y Laura, que lloraban con ella.