Capítulo 25

1

—No podemos escondernos y ni siquiera tengo claro que podamos huir —dijo Laura.

Pero Michael era más optimista.

—Moverse viene bien. Al menos, creo que nos hará ganar algo de tiempo.

Así que fueron haciendo autostop por la ancha autopista que iba de Ville Acadienne y las encrucijadas del Norte Urbano, callados por el asombro que les producían los bosques y las bandadas de aves, la magnitud del país al que habían llegado. El conductor dijo que era de los poblados chickashaw, que iba a visitar a su familia y que podían acompañarle hasta su destino si querían. Por lo tanto, viajaron hacia el norte aquella noche y parte del día siguiente, y cuando Laura admitió que no tenían dinero (o nada que sirviera allí) el conductor les invitó a desayunar en una cafetería de carretera. Les habría llevado más lejos, pero ellos se negaron; ya había hecho mucho por ellos.

Caminaron durante toda una tarde. Al anochecer, llamaron a la puerta de una vieja granja de piedra y pidieron que les dejaran pasar la noche. La mujer que respondió (una mujer bonita con una falda de campesina y unas gafas gruesas sin montura) dijo que podían quedarse en el pajar y que les podía dar las sobras de la cena y que se alegraba de que hubiera mejorado el tiempo.

A solas, con una bombilla pelada y lo que parecía un festín de pan, queso y sidra con algo de alcohol, hablaron del futuro.

—Tenemos que volver a algún lugar donde sirva nuestro dinero —dijo Laura—. Al menos durante un tiempo.

Michael había estado dándole vueltas al asunto.

—Pronto —dijo—. Pero por ahora estamos bien aquí.

—Vendrá a por nosotros —dijo Laura.

—Es posible.

Laura echó un vistazo a su alrededor.

—Bueno. Al menos es un lugar bastante acogedor. —Observó a Michael con curiosidad—. ¿Has estado aquí antes?

Y Michael les habló de la mancomunidad, de la manera que la había imaginado en sueños, de las ciudades y los bosques, las máquinas voladoras y las autopistas y los ferrocarriles. Les habló del tipo de lugar que era; cómo había soñado con él y luego lo había convertido en algo real al soñarlo, y después había escapado de la cárcel al soñar con él. Quiso decirles lo que significaba para él, pero no encontró palabras; sólo podía enumerar sus características y esperar que lo entendieran.

Era posible que lo hicieran. Vio el modo en que le miraba Laura, su intensidad, y se preguntó si ella no había soñado con aquel lugar… de manera tenue, lejana, como una puerta que no había conseguido abrir.

Karen se sentó a escuchar la musicalidad de la voz de Michael después de que se hubieran cancelado los hechizos de la cárcel. Volvió a preguntarse si no había crecido unos cinco centímetros. Tal vez fuera un efecto de la luz o de la perspectiva, pero hubiera jurado que era más alto, y en su voz había algo, cierta firmeza, que le resultaba nuevo.

La sombra, al menos, de la mayoría de edad. Y de repente se dio cuenta de que Michael se había pasado su decimosexto cumpleaños en la cárcel del Novus Ordo.

Se sintió muy afectada al percatarse.

Después de un rato, Michael fue a sentarse en la ancha ventana del pajar y se puso a reconocer la meseta que se extendía hacia la oscuridad, en guardia, mientras Laura y Karen susurraban entre el heno. Karen pensó que, dado que habían llegado tan lejos, era posible pensar cosas impensables… e incluso decirlas. Se encontró contándole a Laura lo que había estado pensando, sobre Michael, sobre el fracaso de ella como madre.

—Lo que me duele es que no pude salvarle. Me he tirado toda su vida mirándole y pensando que no le haría lo que papá nos hizo a nosotros… que no le dejaría llevar esa vida, pero me estaba engañando.

Pensó en la rueda. Quizá no le hubiese pegado nunca, pero era una influencia tan dañina como la de Willis.

«Sometemos a nuestros hijos», pensó con tristeza. «Y nuestros hijos, sometidos, someten a sus hijos; y la rueda sigue su ciclo y genera vidas destrozadas».

—Pero sí le has salvado —dijo Laura.

Karen negó con la cabeza.

—Hablo en serio —dijo Laura—. Hemos conseguido llegar tan lejos gracias a Michael, a su talento, a la fuerza del mismo. Pero no se trata de una casualidad o un misterio. Quizá cualquiera de nosotros podría haber sido como él, pero llevamos cadenas…, tenérnoslas inhibiciones que Willis nos infundió a golpes. Creo que la única razón por la cual Michael sea diferente es que no lleva a cuestas todo ese dolor. Nadie le ha atemorizado. A lo mejor no le has preparado para esto (joder, ¿quién habría podido?), pero no has hecho que tenga miedo de lo que es. Y por eso no pudieron encerrarlo.

»Y eso tiene su valor —insistió Laura—. Importa. Tú lo querías, y eso no es malo. Puede que sea lo único que importa. Lo querías y le has fortalecido.

»Quizá», pensó Karen. «Pero…».

Pero se estaba quedando dormida y dejó atrás el pajar y el aire fresco y la silueta de la viga y la polea vieja del granero contra el cielo estrellado. Se echó por encima de los hombros la manta de lana prestada y dejó que sus pensamientos vagaran sin rumbo fijo.

«Me gustaría creer lo que ha dicho Laura», pensó. Era una idea agradable, el mundo como lugar donde se va hacia arriba, o al menos existe la posibilidad de una mejoría. Pero era igual de probable que existiese una especie de ley natural de conservación del sufrimiento. El dolor no desaparece, sólo se transforma en otro tipo de dolor.

Si había salvado a Michael del miedo, a lo mejor lo había conseguido integrando ese miedo en su interior. Estaba claro que tenía miedo. No sólo era el miedo evidente, sino toda una cuadrilla de miedos: miedos de madre, porque su hijo corría peligro, y también otros miedos, incluido el temor final e inevitable: que Michael se hubiese separado de ella de manera trascendente, que le hubiese perdido, que se hubiese convertido en un adulto, en una criatura independiente, que toda aquella violencia hubiera cercenado los últimos vínculos sanguíneos y afectivos. Que no pudiese hacer nada más para ayudarle.

Que ya no le importara a su hijo. Sin duda, eso sería lo peor.

Pero habían encontrado un momento de paz en aquel curioso lugar, la América que Michael había localizado, y por fin dejó llevarse por el sueño, arrullada por el ruido del viento y el ulular de un búho que había anidado en los travesaños del techo.

2

Por la mañana, Michael se despertó con la mejilla pegada a la paja y vio que algunos rayos de sol se filtraban entre los maderos del pajar, y por un instante sólo pensó en que estaba allí, en el mundo que había empezado a imaginarse en la vieja casa adosada de Polger Valley. En un lugar seguro. Y esa sensación de seguridad era tan agradable que se tapó con ella como si fuera una manta y casi vuelve a quedarse dormido.

Y entonces se acordó.

Se acordó de Walker; se acordó de la cárcel de piedra del Novus Ordo, y se sentó a pensar.

«¿Cómo huimos? ¿Adónde huimos?». Eran las únicas preguntas que tenía que plantearse.

Tenía claro que los perseguirían, o que ya los estaban persiguiendo, y que su período de gracia duraría días en el mejor de los casos. Tim había dicho que los matarían y Michael lo creía a pies juntillas.

Pero no quería marcharse antes de lo necesario. Aquél era un sector diminuto y rural del mundo que había imaginado en Polger Valley, pero era real; tangible, vasto, complejo e indefiniblemente familiar. Se sentía como en casa.

«Casa» y «hogar» se habían convertido en palabras confusas y Michael se mostraba reacio a utilizarlas, aún en sus pensamientos íntimos, pero eran las palabras que no hacían más que rondarle por la cabeza. Un hogar, un lugar en que vivir, un lugar para salir adelante.

Quizá.

Quizá.

Quizá.

Quizá en algún momento. Quizá pronto…

Pero recogió la gorra de los Blue Jays y la camiseta limpia y caminó hasta la autopista seguido de su madre y de Laura, en una mañana fría en que la escarcha se desprendía de las matas de melón casaba que se alineaban junto a la vieja pared de piedra. Michael no presentía nada más que la posibilidad de un día cálido y un viaje a las poblaciones con mercado del norte (caminaba sin pensar en nada, y tarareaba contento al sol), cuando, de pronto, el aire se llenó de una especie de electricidad acre; y delante de él un espacio del tamaño de un hombre pareció oscurecerse y después cobrar forma. Era el Hombre Gris, Walker, tan inevitable como el tiempo y tan real como las piedras; estaba allí de pie y clavó la vista en ellos, con un gesto algo más viejo y enojado en el rostro, y tendió las grandes manos hacia Michael, con los ojos ingenuos abiertos de par en par.