Capítulo 24

1

El cardenal Palestrina siguió a Carl Neumann al interior de la celda vacía.

Su vacuidad era espeluznante y en el rostro de Neumann vio reflejada esa impresión, una incomprensión entumecida. Neumann parecía haber sufrido una gran pérdida, como si allí se le hubiese muerto un niño. Timothy Fauve, el colaboracionista, estaba inmóvil en un rincón y echaba miradas furtivas a Neumann del mismo modo que un ratón de campo al descubierto miraría a un gavilán en vuelo. Durante un largo rato, no habló nadie.

Al final fue Neumann quien rompió el silencio, con una acción más que con una palabra. En un solo movimiento se volvió hacia el homúnculo, que lo había seguido por aquellos pasillos largos hasta la habitación, y dio una patada de lleno a la desgraciada criatura en las costillas. Rodó por el suelo unos cuantos metros y acabó recostado sin fuerzas contra una pared. Parecía muerto.

El cardenal Palestrina se dio la vuelta.

Pensó que era el fin. Se acabó el Proyecto Plenum y el arma secreta. Todos aquellos esfuerzos y represiones se habían quedado en nada. Quedaba el colaboracionista (Tim, el hombre encogido junto a la pared) pero Neumann le había explicado que no era muy poderoso; que su talento era una magia limitada y desagradable que abría puertas estrechas a lugares horrendos y marginales; que el alcoholismo y la drogadicción habían hecho mella en su capacidad ya inferior de por sí.

Y estaba Walker… pero a Walker le habían herido con una operación torpe de neurocirugía, le habían vaciado hasta convertirle en poco más que un sabueso psíquico pasivo, una máquina de cazar. Luego el Proyecto había tocado a su fin y probablemente se llevara por delante la carrera de Neumann; habría censura, una jubilación forzosa.

«Y a largo plazo, ¿qué más podría significar aquello?», pensó Palestrina. Se había perdido irrevocablemente una posible ventaja en la guerra; se había debilitado la alianza con los americanos; años de afianzamiento y derramamiento de sangre y compromiso.

Aquello era un desastre. Había sucedido algo terrible.

Pero el cardenal Palestrina sintió el martilleo de su corazón, y era una especie de vértigo… un triunfo indirecto: aunque pareciera raro, era como si el diablo se hubiera llevado una paliza allí y en ese momento.

2

Un mago afligido le había contado a Walker lo que había sucedido en la celda de contención, y éste fue a toda prisa en busca de Neumann. Al acercarse al pasillo, sintió en su interior la ruptura de los hechizos fundamentales del IID, tan evidente y significativo como un agujero en una pared.

Neumann alzó la vista en cuanto entró. Al ver la mirada de Neumann, Walker comprendió la trascendencia de la fuga.

«Pero yo los traje de vuelta», pensó con ardor Walker. «Yo cumplí con mi parte. Era un contrato (aunque no fue verbal ni por escrito) y yo lo cumplí. Se me tiene que pagar».

Pero el gesto de Neumann arrasó sus certidumbres.

«A lo mejor es demasiado tarde», pensó por vez primera. «A lo mejor no me van a devolver… lo que me quitaron. Lo que perdí».

Se tocó la cicatriz que le corría paralela al ojo en un gesto inconsciente.

—No es el fin —decía Neumann. Se dirigía a Palestrina y en su voz se percibía un tonillo suplicante—. Podemos volver a empezar. Empezar por lo básico.

El cardenal Palestrina negó con la cabeza.

—Habla de años, de generaciones.

—¡No necesariamente!

—Por desgracia, nuestras necesidades son más inmediatas —dijo Palestrina.

—¡Necesidades! —gritó Neumann—. ¡Nunca le importaron lo más mínimo! Oh, lo fingía y decía las palabras adecuadas. Necesidad estratégica, punto de vista global… Pero no le importaba nada, ¿verdad? Salvo esa estupidez jesuítica y mojigata, el puto orden moral

Pero Palestrina se limitó a darse la vuelta y salir de la habitación.

Las manos de Neumann se doblaron y retorcieron en vano. Walker pensó que parecía un perro herido.

—Papista de los cojones —susurró Neumann.

Walker dio un paso adelante. La cabeza le iba a mil por hora. Habían pasado muchas cosas, y apenas entendía nada.

«Complétame», quiso decir. «Ése era el trato. Me lo prometiste».

Pero el rostro de Neumann le dijo que no serviría de nada.

—¿Quiere que los encuentre? —se limitó a decir.

Neumann centró una mirada vacía y penetrante en Walker.

—Sí.

—¿Y que los mate?

Walker no podía ofrecer nada más. Eso era todo. Comprendía lo frágiles que habían sido los hechizos de retención, cuánto tiempo habían tardado en idearlos… más de dos décadas desde el día en que había ofrecido tres regalos a tres niños, que en realidad eran potentes ataduras mágicas. Además, era un edificio que no podría reconstruirse… sin duda, no en vida de Neumann.

—Son peligrosos —dijo Neumann, y Walker supuso que a la vez realizaba los mismos cálculos relacionados con pérdidas y venganzas; la furia y el odio de Neumann se aceleraban como una máquina, la máquina que había dirigido aquel edificio durante tantos años—. Saben que estamos aquí y eso podría suponer un problema. —Dio un suspiro—. Sí, mátalos.

Walker miró a Timothy Fauve, que los miraba boquiabierto desde su posición contra la pared.

—¿Qué hago con éste?

—Empieza por él.

3

Tim vio que se le acercaba el Hombre Gris.

Su indignación fue instantánea.

«No me lo merezco», pensó. «No he hecho nada para merecérmelo».

Dios, y ¿cuántos kilómetros había recorrido para llegar allí desde que salió veinte años antes de la casa de Polger Valley? ¿Cuántos putos trabajos de esclavo y días sin comer y noches en alguna interestatal empapada por la lluvia haciendo autostop para ir de Detroit a Chicago, y luego a Des Moines y al puto Points West? ¿Cuántas botellas vacías, cuántas venas maltratadas? ¿Cuántas huidas torpes a través de mundos echados a perder como (y por fin lo admitía) aquél? ¿Y para qué?

¿Para entregar a sus hermanas para que las matasen? ¿Y para que lo matasen a él por las molestias que se había tomado?

No. Oh, no.

Miró a los ojos al Hombre Gris, con los puños crispados.

—¡Confiaba en ti! —dijo.

Walker no se rio.

«¡A mi hogar!», quiso decir Tim. «¡Vine a mi hogar! ¡Me enseñaste reinos, imperios! ¡Me debes todo eso!».

Y mientras, Walker tendió la mano.

Tim permaneció erguido. Percibió lo que Walker estaba a punto de hacer, presintió la apertura de los muros del mundo a su alrededor. Miró a Walker a los ojos, pero lo reconoció; no había más que una sombra.

Walker lo tocó. Era el fin.

—Que te den por culo —dijo Tim—. Nunca fuiste mi padre.

Y cayó dando tumbos al caos… y únicamente quedó su eco para que resonara en aquellos muros viejos de piedra.