Karen no tenía claro cuánto tiempo había pasado.
Se despertaba, se dormía y volvía a despertarse, pero lo hacía durante poco tiempo y no del todo. Cuando por fin volvió en sí, estaba en una habitación mayor que la que recordaba; había sillas de madera de aspecto anticuado y una sola puerta… y no estaba sola.
Laura también estaba allí, parpadeando ante la luz. Y Michael. Sintió un torrente de gratitud. Estaban juntos. Al menos tenían eso.
Tim también estaba allí.
Se sentó (había estado tumbada en el frío suelo) y se abrió paso hasta una de las sillas. Michael, al hacer lo mismo, le lanzó una mirada, una especie de «estoy bien» y eso era bueno. Laura se puso en pie con esfuerzo.
—Pronto os sentiréis mejor —dijo Tim, que ya estaba de pie y cuya expresión era de tranquilidad y de paciencia infinita.
Al principio Karen no logró entender lo que quería decir. Era como un mensaje de otro planeta, un idioma extraño. ¿Pronto se sentirían mejor? ¿Estaba loco?
—Estabas al tanto… Formabas parte de esto —dijo Laura.
Tim no lo negó. Karen le miró boquiabierta. Bueno, puede que fuera capaz de aquello. Era posible.
—Si necesitáis algo, decídmelo. Si tenéis hambre o sed… Aquí no tenéis por qué sufrir.
Laura le lanzó una mirada indignada. Karen esperaba una especie de arrebato por su parte. Pero lo único que dijo fue; «vete», y su voz sonó monótona y lejana.
—Volveré luego —dijo Tim. Se fue por la única puerta de la habitación. Y Karen comprendió, sin tener que pensar en ello, que no sería capaz de seguirle, que la puerta le estaba vedada, que aquello era una cárcel y que no dejarían que se fuese ninguno de ellos.
No les habían pegado ni intimidado ni torturado; sólo confinado. Karen intentó explicar cómo la habían engañado con la imagen falsa de Michael, pero éste empezó a parecer avergonzado y Karen se calló, porque su hijo no era responsable y no quería que pensase que lo era. Michael se deshizo en disculpas.
—Sólo quería averiguar en qué nos estábamos metiendo. Vine porque quería ahorrarle las molestias a Laura.
—Si no hubieses ido, me habrían utilizado a mí de cebo —dijo Laura—. Michael, te agradezco lo que hiciste. Fue valiente.
—Fue estúpido.
—Pero no podíamos haberlo previsto. En cualquier caso, ahora tenemos que pensar en salir de aquí.
—No podemos —dijo Michael.
—No lo sabes.
La mirada de Michael era vacía, cínica.
—Seguro que podéis percibirlo. En esta habitación hay más de cuatro paredes. Creo que es una especie de hechizo.
Como podríamos escaparnos de cualquier jaula comente, han construido una especial.
Laura abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla. Michael decía la verdad e incluso Karen pudo sentir el embotamiento, la represión. No podían mirar más que arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha. En cierto modo, resultaba irónico; Karen llevaba muchos años queriendo sentir aquella normalidad absoluta, estar anclada con esa firmeza a un tiempo y a un espacio. Allí lo estaba. Pero no era un ancla, sino una correa; una cadena.
Se refugió en un rincón y pensó en Tim.
Habían confiado en él porque era de su familia, pero Karen supuso que la familia nunca había significado gran cosa para él. A lo mejor no había motivo para que significase algo. Willis formaba parte de la familia, con el corte de pelo a lo marine y los grandes puños. Jeanne formaba parte de la familia y era la que le acogía en su seno y le ponía una bolsa de hielo sobre los cardenales. Aquellos momentos (Timmy amoratado y acurrucado en el regazo de su madre) eran los únicos instantes tiernos que Karen recordaba entre Timmy y su madre, y supuso que allí podía haber alguna relación, una pista que explicase la maldad obstinada de Tim. He sido malo y me han pegado por ello: ésta es mi recompensa.
«A lo mejor no le importa que le odiemos», pensó Karen. Quería el odio y a cambio recibiría una recompensa del Hombre Gris o de los magos anónimos que les habían confinado allí. Se preguntó qué le habían prometido, pero apenas importaba. Los reinos de la Tierra. Un pisapapeles.
«Tim se ha convertido en lo que Willis siempre temió», pensó. Así que, en última instancia, era culpa de Willis… aquel era el fruto de su amor asustado.
Pero la pregunta la persiguió.
«¿Yo lo habría hecho mejor?».
Sólo había querido proteger a Michael y eso era lo mismo que había querido Willis, protegerlos… o eso había dicho. Pero no bastó y lo había admitido. No vale una mierda.
«Intentó protegernos mediante el miedo y yo intenté proteger a Michael con la ignorancia», pensó. «Y aquí estamos. Las cosas no pueden ir peor. Le he herido tanto como Willis hirió a Tim. Y aquí estamos».
Pensó que la rueda seguía girando y no iba a mejor; quizá aquello fuera lo más terrible de todo, que pese a todos sus esfuerzos e intenciones, al final no era mucho mejor que Willis Fauve.
El cardenal Palestrina fue en silencio hacia la puerta abierta de la celda acompañado por Carl Neumann.
—Nos oirán —dijo.
—No pueden —dijo Neumann, y su voz resonó por el pasillo—. Aquí no nos ven ni nos oyen. Forma parte del hechizo. Mire; usted sí puede mirarlos. Adelante, Su Eminencia.
El cardenal Palestrina dio un paso adelante a regañadientes.
Se sintió como un voyeur, como un mirón. No había barrera visible ni cristal tranquilizador, sólo aire entre él y aquellas tres personas. Y magia. Pero la magia era intangible.
Estaban dormidos.
Había esteras sencillas en el suelo y mantas para que se protegieran del frío subterráneo, ya que aquel era uno de los niveles inferiores del Instituto. Las dos mujeres de mediana edad y el adolescente dormían con gestos inquietos. El cardenal Palestrina pensó que era comprensible. Habían pasado por mucho. Secuestrados, retenidos contra su voluntad…
—¿Ha hablado con ellos? —dijo Palestrina.
Neumann negó con la cabeza.
—Sólo un poco con el muchacho, cuando llegó. Estamos empleando al hermano para vencer la resistencia y hacer que se acostumbren al cautiverio.
—Ah, el hermano. ¿Hablan con él?
—De mala gana. Es su único contacto.
—El chaval —dijo el cardenal Palestrina.
—Sí. Él es el que importa.
—No parece gran cosa.
—No se le nota —dijo Neumann.
Un chaval corriente con un atuendo raro. Costaba imaginarse que atravesaba mundos. El cardenal Palestrina, que se consideraba crédulo (y un modelo de fe) había descubierto desde su llegada a América que su mente pedestre se mostraba reacia ante los milagros.
Le costaba aún más imaginar que el chaval fuera un arma eficaz contra los ejércitos islámicos, y se lo dijo a Neumann.
—Pero el potencial es enorme —dijo Neumann—. Tiene que comprenderlo… es la pureza de su interior. Todos los demás están limitados de algún modo. Son seres incompletos, comprometidos por las circunstancias, o los genes, o su miedo… o como Walker, lisiado por culpa de una torpe operación. En comparación, el muchacho es esencia destilada. Sencilla y potente. Puede trasladarse a los países árabes o llevar allí a sus ejércitos.
—Seguramente no se preste a ello.
—Lo hará cuando acabemos con él —dijo Neumann.
La cirugía.
«La cauterización del alma», pensó el cardenal Palestrina.
El corte sutil.
—¿Le hicieron ustedes lo mismo al que colabora, al hermano? ¿También le han operado?
—No —dijo Neumann con toda tranquilidad—. No, a Tim no… no hizo falta.
—Os van a sacar pronto de aquí —dijo Tim.
Se suponía que era una buena noticia. Karen detestaba aquella habitación, su estrechez, el aseo descubierto en la esquina… y el atontamiento penetrante que sentía allí, en la cárcel mágica. Pero pensó que seguramente no les trasladarían a un lugar mejor. No lo harían a menos que pudieran contenerles de igual manera o les hubiesen vuelto inofensivos para ellos. El futuro no le hacía ninguna gracia. La magia la afectaba como si fuera un sedante o un tranquilizante potente; si no, habría estado demasiado asustada para pensar siquiera.
—No estará tan mal —dijo Tim.
Llevaba ropa limpia, de aspecto algo anticuado, con un corte extraño, con aspecto de tweed Victoriano. Probablemente fuera lo que llevaba allí la gente. Había algo exasperante en su aspecto; la cabeza ladeada y los ojos cuidadosamente inexpresivos, el aire paciente. Como si él fuera el único que soportaba penalidades.
—¿Qué te han ofrecido? —dijo Laura desde el otro lado de la habitación, tras ponerse en pie vestida con la misma ropa de los últimos tres días—. No hago más que preguntármelo. ¿Por qué harías algo así?
Tim pareció ofendido, ofendido aunque paciente.
—¿Por qué hace la gente las cosas? A lo mejor no me quedó más remedio. Pensad en ello. A lo mejor los motivos son evidentes. Cuando os hablé de este lugar hablaba en serio. Es un hogar, al menos para mí. Y podría serlo para vosotros si le dierais una oportunidad. El hogar es algo importante —dijo de todo corazón.
—Los reinos de la Tierra —dijo Karen, sorprendiéndose.
Tim se volvió para mirarla, asombrado.
—Un pisapapeles —dijo ella—. Me acuerdo.
—No sé de qué me hablas.
—Sí lo sabes. Eso es lo que te han ofrecido. —Aun sedada y alejada de ella misma, logró decirlo. Le había estado dando vueltas—. Eso es lo que te han ofrecido. Un lugar que gobernar. Un reino. Eso te entusiasmaba. —Karen negó con la cabeza—. Mejor que papá. Oh, Timmy, nunca has tenido demasiada imaginación. Te tomabas todo demasiado en serio.
Increíblemente, Tim se había sonrojado.
—Haces que parezca un cuento de hadas —dijo Tim, tras erguirse—. Pero es que lo es. Vivimos vidas de cuento de hadas y a estas alturas deberíais asumirlo.
—¿Les creíste? —dijo Laura—. ¿Crees que a esta gente… a la gente que nos ha metido aquí… le importa lo que te pase?
—Sí les importa. Tiene que importarles. —Era su vanidad lo que estaba en juego—. Ya veréis. No les conocéis. No…
—Sé que son capaces de esto. —Se refería a aquella habitación, a su prisión—. ¡No les importas nada! —Se mostró desdeñosa y le reprendió—. Sólo querían a Michael.
—Haces como si supieras algo, pero no tienes ni puta idea —dijo Tim.
Ya no se mostraba paciente.
—Y ahora que lo tienen, tú no importas —insistió Laura—. No eres nada. El modelo del año pasado.
—A todos —dijo Tim vehemente—, nos quieren a todos. Él no es distinto. ¿Por qué va a ser especial? Es como los demás.
Hizo un gesto desdeñoso a Michael, que estaba sentado en una silla, impasible, observando. Michael se había pasado impávido la mayor parte de los tres últimos días. Karen pensaba que era el hechizo que les afectaba así a todos.
Pero se levantó. Miró a Tim desde el otro lado de la habitación y, por primera vez, Karen se percató de que eran más o menos iguales: Michael era tan alto como su tío. Durante un instante consiguió parecer más alto.
Tim, sorprendido por segunda vez ese día, clavó la mirada en su sobrino.
Michael se la devolvió.
—Estás equivocado —dijo—. Soy distinto.
Karen se preguntó qué era aquello que se veía en el rostro de Tim. ¿Miedo? ¿Era posible?
El aire se llenó súbitamente de electricidad.
El cardenal Palestrina estaba en el despacho de Neumann cuando el homúnculo irrumpió por la puerta.
La criatura dio un salto hacia el escritorio de Neumann y le susurró algo al oído. Con una mezcla de fascinación y repugnancia, Palestrina vio cómo se crispaban los rasgos simiescos de la criatura. Pero aquel gesto no se parecía en nada a una sonrisa.
El cardenal Palestrina había estado acabando el informe que presentaría a la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios. Había decidido, a su pesar, que su conclusión sería positiva; que sugeriría una investigación conjunta entre Europa y América acerca del muchacho ultraterreno; que las posibilidades estratégicas tenían más peso que las consideraciones éticas. Al día siguiente presentaría el informe en el consulado y sería enviado vía Marconi al Vaticano. Todo lo demás vendría a continuación. Neumann conseguiría dinero y prestigio; con el tiempo, ejércitos fantasmales.
Pero Carl Neumann se levantó con brusquedad, con los puños crispados y los labios tirantes.
«¿Qué sucede? Dios mío… ¿ahora qué pasa?».
—En la celda está sucediendo algo imprevisto —dijo Neumann con hermetismo.