El brusco repiqueteo del teléfono despertó al cardenal Palestrina al amanecer. Desorientado, llevó el auricular a tientas hasta su oreja. La operadora del hotel anunció a Carl Neumann.
—Páseme la llamada —dijo cansinamente Palestrina.
La voz de Neumann al otro lado de la central telefónica era estridente, penetrante.
—Está sucediendo —decía—. Tiene que venir lo antes posible.
Palestrina se sentó.
—¿Tan pronto?
—Ahora mismo, Su Eminencia. A la vez que hablo.
—¿El muchacho?
—El muchacho. Y no sólo él.
«Le han arrancado de la nada», pensó Palestrina aturdido. «De un mundo que está más allá de las fronteras de este mundo». A su manera, era una especie de milagro.
—De acuerdo —dijo—. Voy para allá.
—Magnífico —dijo Neumann.
El cardenal Palestrina se vistió a toda prisa y se enfundó un grueso abrigo de piel mientras salía de la habitación. Paró en el vestíbulo del hotel para comprar un café en una taza de cartón parafinado (tan caliente que se escaldó los labios) y luego llamó un taxi desde la acera helada.
Laura no sabía cuándo o cómo se había separado de su hermana.
No debería de haber sido posible. Las palabras se repetían en su cabeza como un disco rallado: no es posible. Estaban juntas…, le daba la mano a Karen. Era como aquella vez en Pittsburgh, cuando habían seguido a Tim a lo que ella suponía ahora que era un rincón remoto del Novus Ordo. Iban cogidas de la mano, como niños.
Después de llegar allí habían avanzado por la nieve hasta los portones negros de hierro de aquel feo edificio, bajo las largas sombras matinales a través del patio. Karen decía que Michael estaba dentro. Laura no podía percibirlo pero aceptó la palabra de su hermana.
«Tenemos que encontrarlo y marcharnos», pensó. «Porque podemos hacerlo: podemos salir de aquí cuando nos plazca».
Era una idea tranquilizadora.
Pero si eso era cierto, ¿por qué no había vuelto Michael? ¿Cómo habían conseguido retenerle?
Era una pregunta a la que no se podía responder.
«Sigue adelante», pensó. Recorrió pasillos entrelazados, pasillos parecidos a las raíces de un árbol antiguo e inmenso que se hundían en la tierra. El aire estaba viciado y olía a anestésico con un aroma empalagoso por encima, como de dientes de ajo. Giró y giró y giró en la luz tenue. Se volvió algo automático.
Y entonces se detuvo y buscó a Karen, pero Karen no iba con ella.
La pérdida la inquietó, pero no tanto como debería haberlo hecho. A pesar de ello siguió adelante… no es que fuera sin rumbo, pero no podía definir ningún objetivo. Sólo sucedía. Era como si fuera sonámbula. Tenía sueño. Se sentía sedada. Laura se dijo que era eso; era como estar bajo los efectos de alguna droga, no de un psícotrópico ni un estimulante, sino de un narcótico, algo almibarado y potente, tal y como se imaginaba que era el opio.
«Por aquí se va a la Ciudad Esmeralda… a través del campo de adormideras», pensó mientras avanzaba por las baldosas monótonas y antisépticas.
El pasillo se estrechó hasta que sólo fue un poco más ancho que su cuerpo.
En algún lugar sonaba una campana. Laura pensó que era una alarma, que se había producido algún tipo de situación de emergencia. Pero no hizo caso y siguió adelante.
Y entonces llegó al final del pasillo y no había más que una habitación, una última calle cortada sin ventanas que se veía con dificultad a través de un arco final; y Laura pensó que eso debía ser lo que quería, y que allí era donde tenía que ir. Cruzó la estrecha puerta y vio a una mujer. La mujer tenía un aspecto tan corriente que Laura se llevó una sorpresa. Era una mujer normal de mediana edad con ropa que le resultaba familiar, Levi's y una blusa suelta, una ropa tal vez demasiado informal para su edad. Tenía algunas canas y en la cara se vislumbraba un gesto de dolor, una mezcla de perplejidad y nostalgia. «Esta mujer debe de haberse perdido», pensó Laura. Pero dio un segundo paso en la habitación (y la mujer también) y se dio cuenta de que la pared del fondo era un espejo y de que aquella mujer triste de mediana edad era ella. De pronto se le aflojaron las rodillas. «¡No soy yo!», pensó. «¡Yo no soy ésa,, no soy así! Soy la más bonita… y, por cierto, ¿qué hago aquí? ¿Dónde está todo el mundo?». ¿Dónde estaba Karen? ¿Y Michael?
Quiso darse la vuelta pero no pudo. En cambio, dio otro paso adelante (y también lo hizo su triste y perplejo reflejo) y se giró y vio horrorizada que las paredes laterales también eran espejos, y que estaban unos frente a otros en un ángulo inclinado, con lo que al instante hubo más imágenes de sí misma de las que podía tolerar, una infinidad, multiplicadas en los oscuros pasillos de espejos y todas ellas la miraban con la misma expresión atónita. Quería marcharse… pero, misteriosamente, estaba demasiado débil para moverse; la puerta estaba muy lejos.
«No nos pueden retener aquí», pensó, y buscó a tientas una salida secreta, un camino que la devolviera a San Francisco y a la luz del sol, una puerta escondida o una ventana privada.
Pero no había ninguna. Ni puertas, ni ventanas ni ángulos. Sólo los espejos, como pozos, que tiraban de ella hacia abajo. Sintió una oleada de terror claustrofóbico y vio a la mujer del espejo que la devolvía la mirada con los ojos de par en par y la boca abierta en un grito; se había dado cuenta de una vez por todas que estaba atrapada, que no había salida y que allí no había nadie más que ella.
El cardenal Palestrina se reunió con Carl Neumann en el despacho de éste en el Instituto de Investigación para la Defensa.
La habitación estaba atestada. Había un hombre que el cardenal Palestrina identificó como un burócrata del gobierno (el superior de Neumann), tres de los videntes del Instituto, criaturas enanas en batas de algodón baratas, y dos de los hombres a los que Neumann llamaba científicos y Palestrina prefería denominar magos; los hombres que habían conjurado los hechizos de las ataduras.
En la habitación era patente la sensación de entusiasmo, y sobre todo se veía en Neumann. Era su triunfo, la satisfacción que se había postergado demasiadas décadas. Se había ruborizado y sus ojos se paseaban a toda velocidad por la habitación como si estuviera memorizando todos los detalles de aquel día, la gente presente, sus expresiones. Miró a Palestrina y luego se acercó a él.
—¿Ya está aquí el muchacho? —dijo Palestrina.
—Le tenemos retenido desde hace horas —sonrió Neumann—. Y parece que el muchacho ha atraído a los demás. Como abejas a la miel. Todo marcha bien.
—¿Cuándo podemos verle?
—Pronto. Estamos esperando aquí hasta que todo esté listo. Llevamos veinte años preparando hechizos y obligaciones mágicas… y todo está llegando a su apogeo aquí y ahora. Dios, se puede percibir en el ambiente.
El cardenal Palestrina se imaginó que podía. El aire olía raro, como si lo hubieran pasado por una máquina enorme y caliente.
—Esperamos que los videntes nos lo confirmen —dijo Neumann.
Los videntes (las tres criaturas enanas cuyos rasgos apretados y nudosos delataban su condición de homúnculos) estaban sentados con la mirada perdida. Neumann dijo que había uno para cada uno de los tres (Karen, Laura y Michael) y que cada uno estaba unido a su sujeto. Una de las criaturas bostezóy se estiró mientras lo observaba el cardenal Palestrina, y el gesto le pareció tan bestial… tan simiesco… que Palestrina tuvo que reprimir un escalofrío.
El homúnculo le dedicó una sonrisa animal desde el otro lado de la habitación.
—¿Pero pueden retenerlos? —le dijo Palestrina a Neumann.
—Con toda seguridad. Este edificio es una jaula; ha sido diseñado para serlo. Desde la primera fuga hemos estudiado el problema y diseñado lo que creemos que es una barrera impenetrable. No es una barrera física, ¿comprende?
—Una cárcel mágica —dijo Palestrina.
—Eso es.
—¿Puede calcularlo con tanta precisión?
—Creemos que sí.
—Se dice, y por favor, no se lo tome a mal, que a los americanos se les dan muy bien las ciencias blasfemas.
Neumann se sentía magnánimo.
—Es cierto —dijo—, eche un vistazo a su alrededor.
El cardenal Palestrina se sirvió una segunda taza de café del termo del rincón. Si tomaba demasiado le afectaría al estómago, pero sentía que necesitaba estar bien atento. Allí estaban sucediendo muchas cosas.
Se suponía que cosas buenas. Palestrina pensó que, al fin y al cabo, costaba desestimar los argumentos de Neumann. Su amoralidad era inconfundible, pero los americanos comprendían la importancia de los acontecimientos en Oriente Próximo. En resumidas cuentas, un arma es un arma. Muerte, engaño, inocencia devastada: ¿la guerra no significaba eso? El Vaticano había enviado al cardenal Palestrina para que evaluara el arma secreta de Neumann y su utilidad en la guerra. También su posición en el orden moral… pero tal vez fuera irrelevante a fin de cuentas, un lujo que Occidente podía permitirse. ¿Es una espada más humana que una bala, una bala más devota que una bomba? De Sicilia llegaban malas noticias; lo bastante malas, quizá, para pasar por alto algún remilgo relacionado con los medios y los fines.
Pero era imposible mirar a los homúnculos sonrientes y a los magos de batas blancas sin sentir un leve escalofrío de desasosiego.
—Suponiendo que retenga a estas personas… ¿puede garantizar su utilidad? —dijo Palestrina tras encontrar a Neumann.
A Neumann pareció molestarle la distracción.
—Se les puede revisar para que sean útiles.
«Estas palabras», pensó Palestrina. «Palabras frías, tajantes y espeluznantes. ¡Revisar!».
—Se refiere a la cirugía.
—Evidentemente, se trata de algo delicado, pero contamos con medios más sofisticados que cuando intervinimos a Walker. Tratamos de capturar una facultad de la imaginación. Es como una mariposa poco común y fabulosa: el truco consiste en contenerla sin matarla ni lisiarla. Por suerte, ciertas funciones neuronales se pueden localizar, al menos en términos generales. Si se aplica el bisturí correcto en el lugar adecuado, se puede separar la voluntad de la imaginación, se puede cauterizar una sin destruir la otra. Podemos hacer que trabajen para nosotros.
—Pero ustedes necesitan al muchacho… no a los demás.
Neumann miró la hora.
—¿Qué quiere que le diga?
—Dígame la verdad.
Palestrina se sorprendió al escuchar el tono autoritario de su propia voz.
—No estamos en un confesionario —dijo Neumann.
—Les operará… Afinará sus procedimientos quirúrgicos. (Yo también conozco estas palabras, pensó). Les mutilará y luego los usará o los matará, según le convenga.
—Mire, no me termina de gustar su tono… —dijo Neumann. Se calló y recuperó la compostura. El cardenal Palestrina sintió parte de su poder: el legado de Roma, el antiguo imperio, la Vieja Europa y todo lo que eso conllevaba. Neumann tomó aliento y empezó de nuevo—: Su Eminencia, todo eso es discutible…o debería serlo. Este Upo de actividades llevan aparejado cierto nivel de crueldad. Todos estamos al tanto.
«Crueldad y culpa», pensó Palestrina. Equivalía a Neumann diciendo: Aquí tiene usted su parte.
En ese momento se abrió la puerta y entró Walker. El cardenal Palestrina se apartó de aquel hombre con un estremecimiento. Como de costumbre, Walker llevaba el atuendo gris y el sombrero flexible gris y miraba a Neumann con una expectación extrañamente intensa, como si le hubiese prometido algo, un regalo, la respuesta a una pregunta.
Neumann, tras consultar a sus videntes, se dio la vuelta y sonrió.
—Casi ha acabado… Sólo faltan unos minutos.
Los homúnculos se intercambiaron unas cuantas sonrisas.
Karen no era consciente de que había perdido a su hermana o, si lo sabía, no era suficiente para hacerle dudar. Tenía la mente puesta en Michael.
Lo había visto.
Fue poco después de entrar en el edificio. El silencio de aquellos pasillos largos de piedra era opresivo y ella no quería romperlo; sólo se escuchaban sus pisadas contra las feas baldosas verdades… y las de Laura, hasta que desaparecieron. Se movía con seguridad y decisión, aunque no hubiese estado antes allí, como si contase con un sentido innato de la orientación, un mapa celular. Michael estaba allí, en algún lugar. Lo sabía; su presencia empapaba el edificio; el aire estaba lleno de él. Estaba muy cerca.
Y entonces lo vio. Lo vio al final del pasillo, donde se bifurcaba en forma de Y desigual a izquierda y derecha. Al verlo, dio un grito ahogado y titubeó. Michael parecía estar extrañamente lejos, una imagen vista a través del extremo incorrecto de un telescopio. Pero era Michael. No había manera de confundir la figura desgarbada, la camiseta que llevaba por fuera del pantalón y la gorra de béisbol. La miraba, pero no parecía reconocerla; y de repente, y exasperantemente, volvió a desaparecer al retroceder hacia la izquierda.
Karen dio un traspié, se levantó y comenzó a correr.
Se acordaba de la historia que le había contado a su hermana, cómo la anciana se llevaba a Michael en el cochecito y cómo la había perseguido. Pensó que aquella carrera debía de haber sido igual, pero por algún motivo no lo era; en ella no había placer ni alivio, sólo estaba decidida a no dejarse vencer.
El pasillo volvió a retorcerse y lo siguió en una larga espiral descendente. No podía calcular la distancia que había recorrido o lo que le quedaba por delante. En su cabeza sólo tenía la imagen de Michael.
Y en ese momento el pasillo se hizo recto y volvió a verle… más lejos aún, para su desgracia.
—¡Michael! —gritó y su voz le sonó extraña, tan espeluznante, en aquel pasillo sin puertas y en penumbra, como un disparo—. ¡Michael…!
Pero huía… huía de ella.
Karen jadeó y echó a correr. Sintió una especie de pánico sumergido, algo que sería pánico si pudiera pensar con más claridad. Lo fundamental, lo único que importaba en ese momento, era no perderle de vista.
Corrió todo lo que pudo. De vez en cuando, Michael se detenía, volvía la vista y Karen estaba demasiado lejos como para ver el gesto de su cara, pero tenía miedo de que fuera una especie de sonrisa burlona, una manera de atraerla con una seña. Era cruel y no podía entenderlo. ¿Por qué se comportaba así? ¿En qué pensaba?
No le quedaba más remedio que continuar.
Cuando no pudo seguir corriendo se apoyó en una pared de piedra. Sintió la pared fría contra su hombro pero no podía moverse, sólo acurrucarse de lo que le dolían sus maltrechos pulmones. Al final alzó la mirada y volvió a ver a Michael; estaba más cerca pero seguía sin poder verle claramente la cara. Karen avanzó tambaleándose y le vio que se hacía a un lado a través de un arco. Era la única puerta que había visto en el laberinto, y se acercó con cuidado. Entendía que algo iba mal, que las cosas habían ido mal en un aspecto fundamental, un aspecto que no había previsto. Pero Michael volvía a estar allí (lo veía claramente a través de la puerta vacía), a solas en una pequeña habitación y la miraba impasible mientras la esperaba. Karen hizo un ruidito con la garganta y entró, tendiendo los brazos.
Pero no era Michael.
Parpadeó ante la imagen, que no quería enfocarse. Sintió terror al ver, de repente, que no era Michael sino algo del tamaño de Michael, pero de plástico liso y sin poros, y que lo reconocía: era Bebé, era el muñeco que el Hombre Gris le había dado tanto tiempo atrás, inflado de manera grotesca y mirándola con sus ojos de porcelana azul.
Karen se mordió el pulpejo de la mano y retrocedió un paso.
Y en ese momento Bebé también desapareció y apareció una imagen final (una impresión fugaz) de una criatura arrugada y encogida que se reía como una loca… y luego no quedó más que espacio vacío, la visión se dispersó como humo y se quedó sola en la habitación.
Se dio la vuelta para marcharse, pero estaba cansada. No había estado tan cansada en toda su vida, y sus pies no quisieron obedecerla, así que se sentó en el suelo frío de piedra y recogió las manos en su regazo y cerró los ojos… sólo un minuto.
—Ya está —dijo Neumann.
El cardenal Palestrina escuchó los aplausos.