Capítulo 20

—A lo mejor se ha ido a dar un paseo —dijo Laura.

Lo que al menos era plausible. El estado de la maleta abierta dejaba claro que Michael se había vestido antes de marcharse, con lo que Karen pensó que era una posibilidad. Tal vez se hubiera escabullido poco después de amanecer. Puede que volviera.

Era una idea tranquilizadora y al final de un cuarto de hora casi se había convencido de ello, y en ese momento se dio cuenta de que la puerta de la habitación seguía cerrada con llave y, lo que era peor, de que la cadena seguía puesta… desde dentro.

Luego no había salido de la habitación. No en aquel mundo.

Le resultó extraño que fuera posible permanecer tranquila ante aquella revelación. Señaló con el dedo la cadena a Laura, que dijo «maldita sea» y marcó un aluvión de números en el teléfono. Era el teléfono que había dejado Tim.

—Habitación 251 —dijo Laura bastante tensa, y luego, tras una larga pausa—: Fauve… Timothy Fauve… ¿Que él qué? Oh, Dios mío… No. No, no pasa nada. Gracias.

Se oyó un traqueteo en el auricular.

—Se ha marchado —interpretó Karen.

—Se ha ido del hotel esta mañana. ¡Maldita sea!

Así que tanto Michael como Tim habían desaparecido.

«Lo tienen», pensó Laura. «Sólo le querían a él y ya lo tienen. Eso es lo que significa».

Pero Michael, como mucho, sólo llevaba unas pocas horas desaparecido. Apenas había pasado tiempo. Quiso alcanzarle… dar la vuelta al reloj hasta que estuviera en la habitación y pudiera agarrarlo y abrazarlo, sujetarlo fuerte para que nadie pudiese llevárselo.

—En una ocasión, cuando Michael no tenía más que dos años (un par de días después de su cumpleaños), me lo llevé de compras en un cochecito. Fuimos al centro y, como casi estábamos en Navidades, las tiendas estaban a reventar. Me incliné sobre una estantería y le di la espalda. Buscaba un jabón aromático que solía enviar todos los años a mamá (le encantaba) pero no les quedaban, y yo me puse a rebuscar entre el género. Se me metió en la cabeza que debía haber una, que debía estar detrás de algo, y me pasé hurgando un buen rato, mientras la multitud pasaba junto a mí. Pero no tenían lo que quería. Al final, alce la vista y busqué el cochecito, pero había desaparecido. Con Michael. Y no me dejé llevar por el pánico; sólo me quedé helada. Era como si todo se hubiera ido a pique. Me dio un mareo, pero fui muy sistemática. Le llamé a voces, pregunté a la gente. «¿Han visto un cochecito… un cochecito de flores amarillas?». Y me abrí camino por el pasillo. Y a continuación lo vi. Fue como si tuviera un radar: percibí el carrito en medio de la multitud. Estaba bastante lejos, junto a las escaleras mecánicas. El corazón empezó a latirme con fuerza y salí corriendo hacia allí. Me puse a empujar a la gente… me daba igual. Fue como una carrera de cien metros vallas.

»Y cuando llegué allí me encontré a una anciana perturbada que paseaba a Michael. Había visto el cochecito y lo había agarrado, pensando que volvía a estar en 1925 o algo así. Hice que apartara las manos de la barra y se me quedó mirando, y en aquella mirada había tanta confusión y dolor que no pude enfadarme. Cinco segundos antes estaba dispuesta a destrozarla, pero me limité a decir “ya le cuido yo”, y ella respondió; “Oh. Muy bien, muchas gracias”, y deambuló escaleras mecánicas abajo.

»Pero lo que recuerdo es la carrera, ver el carrito y salir a toda velocidad tras él. No importaba nada que no fuera llegar allí. Nunca había corrido así, en toda mi vida. Ojalá…

De pronto, la voz se le entrecortó.

—Ojalá pudiera correr así de nuevo.

—Tal vez puedas. Tal vez tengas que hacerlo —dijo Laura con dulzura.

Karen miró a su hermana e intentó entender lo que eso significaba.

—Puede que se fuera por su cuenta o es posible que se lo hayan llevado —dijo Laura—, en cualquier caso… creo que no nos queda más remedio que seguirle.

—¿Seguirle adónde?

—El lugar más evidente sería el mundo del que nos habló Tim. El Novus Ordo. No obstante, eso no es muy específico. Tenemos que saber dónde fue… tenemos que sentirlo.

—¿Tú sabes hacer eso?

—No. ¡Quiero hacerlo! Lo he estado intentando, pero es como tratar de seguir humo… puedo sentirlo pero desaparece en el aire —centró su atención en Karen—. A lo mejor puedes hacerlo tú.

«Eso es absurdo», pensó Karen. «No tengo ningún talento». Y así se lo dijo a su hermana.

—Karen, no es así —dijo Laura—. Sé que has intentado llevar cierto tipo de vida, y que ha pasado mucho tiempo, pero hace muchos años eras tan poderosa como yo…

—¡Éramos niñas!

—Eso no cambia nada.

—¡Claro que lo cambia!

—Puede que te convenzas con eso, pero nunca ha sido más que una mentira. Karen, ¿comprendes lo que te digo? Porque es importante. Si no lo intentas al menos… puede que le perdamos. El Hombre Gris vence. A lo mejor no volvemos a verle.

«Mi primogénito», pensó Karen. «¡Michael! Pero no puedo. Laura está equivocada. Ha pasado demasiado tiempo».

Pero se sentó observada por su hermana en la silenciosa habitación de hotel y no pudo pensar en otra cosa que no fuera aquella carrera detrás del cochecito y en Michael perdido en el gentío. Entonces lo había encontrado. Y se había sentido fenomenal… al correr.

«¿Michael?», pensó. ¿Estaba ahí fuera? ¿Era posible alcanzarle, encontrarle?

Sintió una descarga eléctrica leve y brusca… una especie de mareo, como si la habitación se hubiese desvanecido alrededor de ella.

Pero aquello estaba mal. Lo sabía con toda seguridad. Sería malo que volviera a admitirlo en su vida, que cediera a estas alturas y que hiciera lo incorrecto. Pensó en Willis Fauve. Se imaginó su rostro y tenía el mismo aspecto que veinte años atrás, el pelo aún moreno cortado a cepillo, los ojos como nubarrones bajo cejas espesas. Era algo malo y peligroso.

«Pero Willis sólo estaba asustado», pensó Karen. Willis tenía miedo y al final había perdido a sus hijos: todos se habían alejado de su vida. Y ahora Karen tenía miedo y Michael había desaparecido. A lo mejor era así como funcionaba y era algo inevitable, como el giro de una rueda.

Todos aquellos pensamientos se le pasaron por la cabeza en un instante.

«Pero está ahí fuera», pensó.

Era innegable.

«Está ahí fuera y tal vez Laura tenga razón: a lo mejor puedo encontrarle».

Así que cerró los ojos y apartó a Willis de su cabeza de una vez por todas y se abrió de un modo que casi había olvidado.

«Sólo tienes que mirar. Ahí fuera hay mundos, igual que hay pétalos en una flor», pensó.

¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez? ¿Un cuarto de siglo? Pero era fácil y tal vez aquél fuera el secreto esencial que se había estado ocultando a sí misma durante todos esos años… lo fácil que resultaba.

Y Karen pensó en todo lo que se le había olvidado.

La energía le recorrió todo el cuerpo. Pensó en puertas y ventanas, como un prisma, como mirar a un calidoscopio y ver cómo cambia y varía con cada movimiento de muñeca. Cada fragmento de cristal coloreado una puerta, cada puerta un mundo. Y a través de una de ellas encontraría a Michael. Lo vería desde lejos. Correría.

Había pasado por allí hacía poco tiempo.

Karen tenía entrecerrados los ojos pero vio una ciudad, un complejo siniestro de calles sinuosas y cubiertas de nieve en la que la pálida luz del sol se filtraba a través de los nubarrones y los caballos y los automóviles ruidosos exhalaban vaho.

Vio un edificio oscuro detrás de muros oscuros de piedra.

Por instinto, le tendió la mano a Laura.

—Dame la mano —susurró—. ¡Ahora! ¡No sé cuánto tiempo voy a poder seguir haciendo esto!

Sintió que los dedos de Laura se entrelazaban con los suyos.

Pensó que era tan sencillo como cruzar un umbral. Te movías (aunque no fuera un movimiento) en cierta dirección (aunque tampoco fuera exactamente una dirección). Por allí, por allí y por allí. Y luego…

Sintió en la piel el aire frío y cortante. Abrió los ojos y vio los muros de piedra, prosaicos y muy reales, frente a ella. Los muros eran altos e inexpugnables, pero podía sentir que Michael estaba detrás de ellos. Y tenía suerte. El gran portón de hierro estaba abierto.