Capítulo 2

1

A la mañana siguiente, Michael se saltó el desayuno.

—Directo a clase —dijo Karen—. Y directo a casa. ¿Vale? No quiero tener que preocuparme por ti.

—Directo a casa —dijo Michael, con brusquedad, pero con cierta seriedad subyacente, y puede que un poco de miedo.

Pero aquello era bueno, ¿no? Así sería prudente.

Se quedó junto a la ventana con la cortina corrida y vio a su hijo recorrer la calle del barrio residencial hasta que desapareció, por el cruce de Forsythe y Webster, donde el gran arce de los McBride mudaba la hoja.

El cartero dejó caer una carta por la ranura de la puerta: la carta era de Laura.

Karen se la llevó al centro, a su lado en el asiento del conductor del pequeño Honda Civic, al restaurante donde había aceptado ver a Gavin. Como él se retrasó (como era de esperar) sacó la carta del bolso y le dio vueltas en las manos un par de veces. El sobre era de un papel grueso y con tacto de tela, como vitela; el remite era un apartado de correos de Santa Mónica, California.

California. Le gustó el aspecto de la palabra. Emanaba calidez, seguridad, sol. Allí, en aquel restaurante de Toronto, todo el mundo iba vestido con grises y marrones otoñales, y la gente moderna del centro se dispersaba como hojas entre los espejos y baldosas. Cada vez que la puerta se abría de par en par, el aire frío le provocaba un hormigueo.

Abrió el sobre despacio, con un movimiento vacilante que era una mezcla de ansiedad y reticencia.

Querida Karen, comenzaba la carta.

Curvas amplias y tinta negra de pluma estilográfica. A medida que las leía, las palabras adoptaron la ronca voz de contralto de Laura.

He recibido tu carta y he estado dándole vueltas. Ya que me lo pides, y aunque sé que no es asunto mío, te doy mi opinión.

En primer lugar, siento de veras la ruptura con Gavin. ¿Sirve de consuelo decir que creo que haces lo correcto (aunque el divorcio no fuera, como dices, idea tuya)? A los nómadas no nos va la vida burguesa.

Sé que ha debido de ser un duro golpe. Y, por supuesto, está Michael. Dios mío, parece mentira que ya tenga quince años. Me gustaría ver a mi único sobrino. ¿Es tan guapo como parece en las fotos? (No le digas esto). Seguro que es un rompecorazones. ¿Qué tal se lo ha tomado?

Estoy convencida de que deberíamos ser algo más que parientes que sólo se escriben en Navidad. Me gustaría volver a veros.

Sí, hermana mayor. Todo esto son indirectas.

Escucha, Karen: en la radio ponen canciones antiguas y pienso en ti. «Deja que tu destino vuele con el viento». ¿Te acuerdas? Es mejor consejo de lo que crees.

Hablo en serio. A la tiíta Laura le vendría bien vuestra compañía.

Os podéis quedar una semana, un mes o lo que queráis. A corto plazo o de inmediato.

Si no puedes decir que sí, di: «a lo mejor». En cuanto me lo pidas te indico cómo llegar, pero responde, por favor.

Iba firmada con la letra inconfundible y desbordada de Laura. Al leerla, Karen sonrió a pesar de sus penurias.

Posdata, decía, bajo el último pliegue del folio.

La edad de los milagros no ha acabado.

Su sonrisa desapareció.

Alzó la vista y se encontró a Gavin de pie al otro lado de la mesa.

—Tienes un aspecto terrible —le dijo, y le echó una mirada altanera.

Ella suspiró. Era el tipo de entrada que parecía preferir en aquellos días.

—Bueno, tú no —le dijo—. Tienes un aspecto impecable. —Era verdad.

A Gavin le ponía nervioso la ropa. Estudiaba las columnas de moda en el Esquire con la misma solemnidad con la que un general planeaba una campaña militar. Era alto y el físico lo había desarrollado en el club de pádel que había frente a su oficina; olía a Brut y a antitranspirante.

—Te lo digo en serio —dijo, y tiró de la silla mientras seguía mirándola detenidamente—. ¿Duermes bien? Pareces cansada.

—Bueno, estoy… joder, sí, estoy cansada.

—No pretendía ofenderte.

—No —dijo ella—. Ya lo sé. —Era su manera de hablar. «Tregua», pensó Karen a la desesperada. Lo importante es que Michael corría peligro—. Hemos venido para hablar.

Para hablar. Pero no sonó nada bien, y en lugar de hacerlo pidieron la comida. Era un restaurante que Gavin conocía, cerca de su oficina. Él se sentía como en casa. Pidió una ensalada de marisco y una cerveza light. Karen pidió requesón y fruta. Gavin habló un poco del trabajo; Karen le contó qué tal le iba a Michael en el colegio. Karen pensó que estaban hablando y que eso era un buen comienzo, pero no hablaban; ella no mencionó al Hombre Gris.

Hubo un tiempo en que resultaba fácil hablar con Gavin. Se habían conocido en la universidad de Penn State, donde Karen iba un año por detrás que él en una licenciatura. Gavin estaba descontento; no era rebelde al azar, como se estilaba entonces, sino que buscaba la manera de inyectarle sentido a su vida. Era canadiense y había decidido volver a casa y estudiar Derecho. El Derecho, decía, era un punto de entrada en la vida de las personas. Ahí es donde podías ejercer influencia, marcar la diferencia, cambiar las cosas a mejor.

«Todos queremos cambiar el mundo», pensó Karen al tiempo que se acordaba de la canción de los Beatles, la que hacía poco habían utilizado en un anuncio de zapatillas Nike. Tal vez Nike fuera uno de los clientes de Gavin.

El divorcio seguía pendiente. Ellos estaban, según la terminología preferida de Gavin, «separados». «Separados» significaba que él la había dejado el pasado mayo para irse a vivir con su amante en el apartamento de ella, a la orilla de un lago. Había sido toda una sorpresa: tanto la separación como la amante. Gavin era igual de impecable engañando que vistiendo; Karen jamás había sospechado nada. Se lo contó una mañana mientras desayunaban. Las cosas no van bien entre nosotros. Ambos lo sabemos. Muy sereno. Me marcho… Sí, tengo a donde ir… Sí, hay otra mujer.

Karen odiaba todo aquello. Odiaba la infidelidad de Gavin y odiaba la sensación de que le hubieran definido el papel de esposa celosa.

«Bueno», dijo para sí, «a la mierda. Puedo estar tan tranquila como él».

Así que lo aceptó de buen grado, sin gritos y sin escenas dramáticas. En aquel momento se preguntaba si aquello no era más que otro tipo de rendición. Gavin, abogado, entendía la vida como si fuera un juego, un deporte de contacto que se jugaba a cara de perro, y con Karen había logrado algo parecido a un jaque mate. Como ella ocultaba sus sentimientos, él no se veía obligado a ocuparse de ellos.

A Karen la habían engañado y superado en el terreno táctico.

Se acabó. Se jugaba mucho y tenía que pensar con claridad. Había hecho una lista antes de salir de casa: Preguntas pendientes. Gavin insistía en comenzar con los trámites legales y ella sabía que no debía aceptar nada antes de ver a su abogado (en cuanto encontrase uno), pero quería sacar el tema de la casa.

Ella quería mudarse. Tenía que hacerlo. Además de que la casa contuviera lo que se habían convertido en recuerdos amargos, estaba el problema del Hombre Gris. Se sentía sola y vulnerable en la gran casa de las afueras; se sentía rodeada, sitiada. Era fundamental que se marcharan, por el bien de Michael… y se preguntó sí no debían marcharse de la ciudad. El problema era que no disponían de una fuente de ingresos. La semana pasada había ido a ver al orientador profesional y, cuando le pidió el currículo, Karen se vio obligada a admitir que no había trabajado fuera de casa desde que nació su hijo. El hombre le informó que sus posibilidades eran limitadas.

El dinero para gastos escaseaba y no quería volver a pedirle a Gavin. Ella suponía que, cuando se resolviera el divorcio, pagaría su manutención. Pero eso sucedería en el futuro.

Por eso había ideado un plan. Venderían la casa. Con su parte del dinero, Karen podría mudarse y hacer un curso de formación profesional, de programación o algo parecido. Y los pagos de manutención, cuando por fin llegaran, servirían para que Míchael y ella comieran.

Cuando lo elaboró en casa parecía un buen plan; en aquel momento, en el restaurante, no estaba tan segura. Gavin se embarcó en alguna historia de la empresa, de la política del bufete, y era interminable; el camarero se escabulló con el requesón a medio comer y lo sustituyó con un café. Karen se dio cuenta, presa del pánico, de que la comida estaba a punto de finalizar, se le había acabado el tiempo y le había faltado valor.

—La casa —dijo con brusquedad.

Gavin dio un sorbo de café y apoyó con cuidado un nudillo en el mentón.

—¿Qué pasa?

Ella explicó su plan con voz entrecortada. Él escuchó con el ceño fruncido. A Karen no le gustó el gesto. Era la mirada paciente, la mirada preocupada, la mirada que ella imaginaba que utilizaba con sus clientes. Karen la identificaba con la expresión de un Sí, pero: Sí, pero te va a costar más de lo que piensas. Sí, pero tendremos que ir a los tribunales.

—Es buena idea —dijo cuando Karen acabó—. Pero no es práctica.

Parecía muy seguro de sí mismo. La irrevocabilidad de la frase era aplastante. Karen murmuró algo acerca de los bienes gananciales, de las leyes de divorcio… la casa no sólo era de él…

—Ni tuya. —Apuró la taza—. Te lo expliqué hace años, Karen. La casa es una deducción fiscal para mi madre. La compró del patrimonio de papá. A ojos de la ley, somos inquilinos. La casa no nos pertenece a ninguno de los dos.

Karen tenía un recuerdo vago de aquello.

—Dijiste que no era más que un tecnicismo.

—Aun así.

Karen se irguió en el asiento, sorprendida de la decepción que sentía, de la profundidad de la frustración que se acumulaba en su interior.

—No me digas que es imposible. Podríamos encontrar alguna solución. —Pero aquello se parecía demasiado a suplicar—. Gavin… he hecho planes

—No es cosa mía. —Y añadió—: Así son las cosas. Pero a ti siempre te ha costado, ¿verdad? Afrontar la realidad nunca ha sido tu fuerte.

La taza de café se retorció en la mano de Karen. El café se derramó, y la taza chocó contra el plato. Ella se apartó de golpe de la mesa empapada.

—Por el amor de Dios —dijo Gavin con tirantez.

Siempre había odiado las escenas.

Ella se marchó aturdida en el coche.

En casa, pensó que tenía fiebre. Se sirvió un trago y se sentó con el cuaderno. La cabeza le bullía pero no se le ocurría nada, como un motor revolucionado en un coche inmóvil. Pasó páginas hasta encontrar una en blanco y escribió:

Querida Laura.

Era como una escritura automática, involuntaria, una conspiración entre el bolígrafo y los dedos. Se sorprendió al continuar:

Te acepto la invitación. Michael y yo llegaremos para cuando recibas esta carta. Nos alojaremos en aquel hotel de Santa Mónica. ¿Te acuerdas? El mismo de la última vez. Si no hay habitación, te dejaré un mensaje en recepción. Búscanos allí.

Te quiero

Y la firmó. Y la metió en un sobre, escribió la dirección, puso CORREO EXPRESO y lo llenó de sellos.

Lo echaría al buzón más tarde. O tal vez no. Pensó que probablemente no lo haría. Era una idea estúpida, una idea impetuosa; sólo estaba desilusionada por culpa de Gavin.

Estrujó el sobre.

—Maldita sea —dijo a continuación, lo desdobló y se lo metió en el bolso.

Fuera, estaba oscureciendo.

Se miró el reloj.

Eran las seis en punto pasadas. Michael llegaba tarde.

2

Michael salió de clase a las cuatro y cuarto y emprendió a solas la vuelta a casa.

Había eludido a Dan y a Valerie de camino a las taquillas. No quería compañía, ni que le llevaran en coche. Le apetecía ir solo.

Se preguntó, y no era la primera vez, si la soledad era su estado natural.

No era más que septiembre, pero el otoño ya se imponía. Vivía a seis largas manzanas del colegio y el camino más corto hacia casa lo llevaba por dos sinuosas calles residenciales y un sendero junto a una central eléctrica, que pasaba al lado de torres de alta tensión que emitían un zumbido agudo y enloquecido cada vez que refrescaba. En ese momento iba por allí y no se escuchaba zumbido alguno, sólo el sonido acallado de sus pies sobre la hierba parda del estío.

Le gustaba aquel lugar, lo aislado que estaba, los árboles, los prados agrestes y las altas torres de acero. A la izquierda, había casas en construcción con forma de caja, con vigas similares a costillas al aire; a la derecha, una vieja arboleda de arces. Por el centro discurría un prado ondulado de pastos que habían germinado en las bases de las torres eléctricas. Al caminar por allí, se sentía suspendido entre dos mundos: el colegio y su casa, las zonas urbanas y el campo.

Lo real y lo irreal.

Hundió las manos en los bolsillos de la cazadora y descansó un minuto apoyado en un tramo de valla Frost. Entre los árboles, una cigarra empezó a cantar. El viento, ya un viento otoñal, le alborotó el pelo.

Se sintió triste, pero no logró comprender el motivo.

La tristeza estaba relacionada con su madre y con el divorcio, una palabra que Michael acababa de admitir en su vocabulario. Sin duda, de algún modo también estaba relacionada con el Hombre Gris.

Pensó que lo peor era que no podía hablar con nadie del asunto. Sobre todo en casa y en aquellos días. No se podían decir ciertas cosas. Todo iba bien, hasta que alguien decía la palabra equivocada —literalmente una palabra, como «divorcio»— y entonces se producía un silencio gélido y comprendía que aquella cosa terrible, aquella obscenidad, jamás debía mencionarse de nuevo. A su madre no le podía decir «divorcio»: era tabú, una palabra prohibida.

Pensó que en la tele sería fácil. Ella le preguntaría qué tal estaba, él admitiría algo (culpa, dolor, daba igual… algo), tal vez lloraría un poco. Le serviría de válvula de escape. Y luego los títulos de crédito. Sin embargo, en el mundo real no era práctico.

Y el divorcio no era lo único. A Michael no le preocupaba demasiado la idea del divorcio; los padres de la mitad de sus amigos se habían divorciado. Era mucho más problemática la idea de que su padre viviera con otra persona, una mujer, una extraña… y que cambiara a su familia por ella. Era duro imaginarse la vida de su padre serpenteando como un río, en cuyo curso quedaban abandonados Michael y su madre, en el lago de un recodo o en una isla llena de maleza. Michael no estaba furioso (todavía no, al menos), pero estaba desconcertado. No sabía cómo reaccionar.

¿Le odiaba por marcharse?

No parecía posible.

¿Odiaba a su madre por echarle?

Ni siquiera era tolerable planteárselo.

Puede que no importara. Tal vez no le afectara. Era posible. Bien sabía Dios que tenía otros problemas.

Pero se acordó del momento de la semana anterior en que se había escabullido en el dormitorio de su madre, había abierto el cajón de arriba del escritorio y había copiado el número de teléfono que ella había escrito en la última página de la agenda… el número de la nueva casa del padre de Michael, el apartamento junto al lago que Michael nunca había visto.

Hacer algo así había resultado raro, sobre todo para no estar afectado por el tema.

Pero «divorcio» no era la única palabra tabú en la casa de Michael. El asunto del Hombre Gris era más misterioso e inquietante.

Michael le llamaba el Hombre Gris. El término se le había ocurrido cuando tenía seis años, cuando el Hombre Gris empezó a aparecérsele en sueños. Gris por el atuendo gris pizarra que siempre llevaba puesto; gris, también, porque parecía irradiar ese color en una especie de aura, un aura gris. Hasta su piel era blancuzca y pálida. Michael comprendió enseguida que cuando hablaba de aquellos sueños inquietaba a su madre, que con cualquier otra pesadilla conseguía un abrazo o el permiso para dormir con la luz dada, pero que el Hombre Gris sólo causaba miradas y negativas aterrorizadas. No, no existe nadie así. Y deja de preguntar.

Pero era mentira.

Sí existía. En el mundo, en el mundo real, un Hombre Gris auténtico.

Michael lo había visto por vez primera cuando tenía diez años. Cruzaban el país en coche y se habían parado en una gasolinera junto a la autopista, en algún lugar de Alberta. Era un día caluroso, llevaban las ventanillas bajadas y no había nada más que terreno vacío, el horizonte azul y la estación de servicio destartalada, con un viejo que echaba gasolina. Y a la sombra de la tienda de recuerdos hecha de madera, oculto entre los trastos y el polvo: el Hombre Gris. El Hombre Gris le lanzó una mirada desde debajo de un sombrero flexible, una mirada fija y atenta que Michael recordaba, con todo lujo de detalles, de sus sueños.

Aterrorizado, Michael miró a su madre, pero ella había visto al Hombre Gris al mismo tiempo y también estaba muerta de miedo. Podía verlo en la manera en que respiraba, con bocanadas pequeñas y tensas. Papá pagaba al empleado de la gasolinera y centraba la atención en la tarjeta de crédito que pasaba por la bacaladera en manos del viejo, a mundos de distancia. Michael abrió la boca para hablar pero su madre le tocó el brazo para avisarle. Como si fuera un mensaje: Tu padre no va a entenderlo. Y era cierto. Lo supo sin pensar en ello. Aquello era algo que compartía con su madre y sólo con su madre. Aquel miedo. Aquel misterio.

El Hombre Gris no se movió. Se limitó a mirar, y tenía un gesto tranquilo. Los ojos irradiaban una paciencia honda y terrorífica. Se quedó mirando mientras el padre de Michael arrancaba el coche, mientras se alejaban por la autopista. Esperaré, prometieron los ojos. Volveré. Y Michael le devolvió la mirada, arrodillado en el asiento trasero, hasta que el Hombre Gris y la gasolinera hubieron desaparecido en la calima.

El horizonte hizo que volviera a sentirse seguro. El Hombre Gris se había perdido en un océano de espacio: era como despertarse.

Sabía que era mejor no hacer preguntas. Lo que más le molestaba era ver a su madre tan asustada. El miedo le duró todo el día; la distancia no la tranquilizó. Y por eso puso cuidado en mantenerse en silencio. No quería empeorar las cosas.

—Estás muy callado, chaval —le dijo su padre—. ¿Seguro que estás bien?

—Sí.

No.

Estaba confuso. ¿Cómo se sentía de veras?

Evidentemente, asustado.

Pero había algo más: allí, en el prado de la central eléctrica, todos esos años después, lo recordó. Lo volvía a sentir.

¿Curiosidad? Esa era una palabra demasiado suave. Más bien…

«Fascinación».

La palabra se cernió en el aire frío de septiembre como un ave oscura.

Sobresaltado, Michael se dio la vuelta.

Durante un instante, el mundo parecía haberse desenfocado para enfocarse a continuación.

«Aquí debería de estar a salvo», pensó. Aquel era su terreno, su territorio. Sin duda no era un lugar para el Hombre Gris, que prefería merodear, rondar los callejones y las sombras. Pero el Hombre Gris estaba allí, a unos pocos metros, con el sombrero flexible calado para evitar el sol, el mismo hombre que Michael había visto en la gasolinera de Alberta cinco años atrás y que no parecía mayor, sino (a modo de broma amarga) a lo mejor un poco más gris.

Michael se sobresaltó, dio un paso atrás y sintió la valla contra la espalda.

El Hombre Gris habló.

—No tienes nada que temer. —La voz era ronca, vieja, pero profunda y tranquilizadora. Sonrió y esto hizo que el rostro anguloso diera menos miedo. Los ojos, pequeños en las almenas de las cejas y las mejillas, siguieron fijos. Una fina cicatriz le recorría la frente hasta la oreja y ascendía hasta la sombra del sombrero—. Sólo quiero hablar.

Michael reprimió las ganas de salir corriendo. Se dice que no hay que demostrar miedo ante los animales. ¿Se aplicaba la misma regla con las pesadillas?

—¿Vas a casa? —le preguntó el Hombre Gris—. ¿A casa con tu madre?

Michael dudó.

—Tu madre no habla mucho, ¿verdad? —dijo el Hombre Gris.

Michael extendió la mano y metió los dedos en los eslabones de la valla para estabilizarse. Se encontraba débil, desconcertado. Sentía las piernas temblorosas y distantes.

El Hombre Gris se puso delante de él. El Hombre Gris era alto y estaba tranquilo. El Hombre Gris le puso una mano sobre el hombro.

—Ven conmigo —le dijo el Hombre Gris.

La atención de Michael estaba clavada en la voz del Hombre Gris, en su alcance y cadencia; no era consciente del camino que habían tomado, ni de los lugares por los que pasaban. Cuando se le ocurrió mirar a su alrededor, ya habían dejado muy atrás la central eléctrica.

—Pareces diferente —dijo el Hombre Gris—. No eres como los demás. —La mano en el hombro de Michael era firme, paternal.

Las palabras trajeron consigo un parpadeo de temor.

—Por tu culpa —dijo Michael en todo acusador—. Tú…

—No es culpa mía. Pero podemos empezar por ahí. ¿Cómo me llamas?

—El Hombre Gris. —Era una tontería. Decirlo en voz alta en el aire frío de septiembre era pueril. Pero al Hombre Gris le hizo gracia y profirió una risotada indulgente.

—Tengo nombre. Bueno, tengo muchos nombres. A veces… —Bajó una pizca el volumen de su voz—. A veces me llaman Walker.

—Walker —repitió Michael.

—Sí, Walker. Caminante. Rastreador. Descubridor. Guarda.

«Como una canción», pensó ausente Michael.

—Lo importante es que sé cosas de ti. Las cosas de las que tu madre no quiere hablar.

—¿Qué cosas? —preguntó Michael a su pesar.

—Oh, todo tipo de cosas. Lo solo que te sientes. Lo distinto que te sientes. Cómo a veces te despiertas… te despiertas por la noche y has estado soñando, y tienes miedo porque sería muy fácil despertarse dentro de un sueño. Como si los sueños fueran reales, un lugar al que pudieras ir, tal vez un lugar que ya hayas visitado.

Y Michael asintió con la cabeza, y le resultó extraño no haberse sorprendido de que el Hombre Gris supiera todo aquello de él. Era como si hubiese dejado atrás el temor y la sorpresa y se hubiese internado en un territorio mucho más extraño.

«El territorio de los sonámbulos», pensó Michael.

Pasaron junto a casas a oscuras y árboles frágiles y callados. No soplaba el viento. No reconoció la barriada y por un instante se preguntó lo lejos que habían ido. Desde luego, no estaban cerca de casa. Cerca de casa no había ningún barrio como aquel.

—Nosotros no vamos a los lugares obvios —dijo el Hombre Gris, y Michael se sintió incluido en aquel nosotros: una fraternidad, un grupo de elegidos—. No caminamos por donde el resto de la gente. Tú ya lo sabes. En tu fuero interno… ya lo sabes.

Jamás había hablado de ello, y apenas había pensado en ello.

Pero sí, era verdad.

—Si quisieras, podrías salirte del mundo. —El Hombre Gris se detuvo, dobló la cintura y miró a los ojos a Michael—. El mundo tiene ángulos que los demás no ven. Esquinas y puertas y direcciones. Podrías salirte por un lateral y no te volverían a ver. Así.

Y el Hombre Gris se movió en una dirección que Michael sólo pudo intuir. No se alejó, sino que, de algún modo… fue más allá.

Y Michael dio un paso vacilante para seguirlo.

—Así —dijo el Hombre Gris, sonriente—. Así. Así.

Un paso tras otro.

Michael sintió que la electricidad le recorría el cuerpo, un cosquilleo energético. Lo mareaba. Pensó en aristas. En aristas y rincones y puertas. Una puerta en el aire.

Pudo ver el lugar donde estaba el Hombre Gris, una calle adoquinada y empinada, un severo horizonte azul y viejas chimeneas industriales, un leve aroma a sal y a pescado en el aire. No podía escuchar la voz del Hombre Gris pero vio que le hacía señas, un movimiento sutil pero inconfundible de su mano pálida. Por aquí. Por aquí.

«Sólo un paso», pensó Michael.

Aquel milagro silencioso quedaba a un paso de distancia.

—¡Michael!

El sonido vino de muy lejos, pero su atención flaqueó.

—¡Michael!

La voz se había acercado. A su pesar, con la sensación de haber perdido una oportunidad, titubeó y se apartó del Hombre Gris, de la calle adoquinada, del frío cielo azul.

El cielo que tenía delante era oscuro. Unas cuantas estrellas parpadeaban sobre la aureola azul en el oeste. Sí reconoció aquella barriada: casas antiguas y una tienda de ultramarinos de madera en la esquina, a casi dos kilómetros de casa y del colegio.

El Civíc de su madre estaba aparcado en el bordillo. La puerta se abrió y Karen quedó enmarcada en ella, sin resuello y asustada, y le hizo señas para que entrara. Era como el gesto que había hecho el Hombre Gris. Michael se preguntó cuánto había visto su madre.

Pero se dio la vuelta para mirar al Hombre Gris y había desaparecido… no había cielo azul ni calle adoquinada; sólo una cerca maltrecha y una losa agrietada en la acera.

«¡Qué raro!», pensó. «¡Qué raro! Estaba muy cerca».

Su madre lo metió en el coche de un tirón. Temblaba pero no estaba enfadada. Tras menear la cabeza, aún aturdido, se abrochó el cinturón de seguridad con un movimiento automático a la vez que Karen alejaba el coche del bordillo a toda velocidad.

—Nos marchamos —dijo ella entre dientes—. Nos marchamos esta misma noche.

—¿Nos marchamos?

—Vamos a California.

3

Karen paró en la casa el tiempo imprescindible para hacer un par de maletas, luego condujo hacia el norte hasta el aeropuerto y dejó el coche allí, en el aparcamiento. A saber cuándo volvería para recuperarlo. De todos modos, estrictamente hablando el Civic era de Gavin. Que se preocupara él.

Consiguió comprar dos billetes en un vuelo nocturno a Los Ángeles que salía un par de horas antes del alba. Pasaron la noche en la sala de espera y Michael se tumbó en un banco. Karen se cruzó de los brazos y lo observó. El aire acondicionado era implacable.

Pasada la medianoche se acordó de la carta del bolso, la que había escrito a Laura. Se puso en pie, tapó con el abrigo a su hijo dormido y fue a los servicios de la sala de espera. En el espejo, su cara se veía delgada y ojerosa, y las mejillas le sobresalían bajo la piel pálida. Era el rostro de una extraña, de una fugitiva.

Dictó la carta por teléfono a una agencia de télex. El telegrama cruzaría el continente antes que ellos.

Cuando llegó la hora de embarcar, tuvo que despertar a Michael. Le pesaban los ojos y se apoyó en ella por instinto. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo.

No quiso pensar en todo lo que había conducido para encontrarlo, ni en lo perdido que había parecido, en pie en aquella acera agrietada con un píe fuera del mundo… ni en la sombra que había visto detrás de él, alta y con una sonrisa paciente.

4

Michael durmió durante todo el largo viaje en avión. Se despertó una vez poco después del alba. Su madre estaba dormida, como la mayor parte del pasaje. Una auxiliar de vuelo de aspecto somnoliento recorrió el pasillo, le dedicó una sonrisa ausente y siguió adelante. El zumbido del avión le saturó la cabeza.

Miró por la ventana y vio el desierto. Supuso que era el desierto. Era un páramo complejo y ondulante, bañado por la luz de la mañana y sin más decoración que las sombras. No había senderos, era extraño y vacío, otro mundo. Cañones y arroyos; el lecho marino del Triásico.

«Lleno de ángulos ocultos y rincones peculiares», pensó Michael.

Sí quisieras, podrías salirte del mundo.

Y era verdad.

«Aristas», pensó Michael. «Aristas y rincones y puertas».