La capital del Novus Ordo era oscura y fría, y Michael no iba vestido adecuadamente.
Se había puesto dos camisas, pantalones vaqueros gruesos y se había enfundado una gorra de béisbol de los Blue Jays para taparse las puntas de las orejas, pero no bastaba. El viento hendía como un cuchillo aquellas calles estrechas y la nieve se le metía en las zapatillas.
La calle estaba desierta. Se preguntó si había toque de queda o sólo era el tiempo, pero allí también debía de ser tarde. Los edificios eran viejos y negros y las lámparas de sodio los iluminaban a intervalos extraños y variables. De vez en cuando pasaba algún automóvil grande y ruidoso, o un carro tirado por caballos. La nieve caía haciendo un ruido seco, como el de una criba. Michael sintió un escalofrío.
Pero estaba cerca y podía sentirlo. Algunas manzanas largas y estrechas más, luego a la derecha y después a la izquierda. No sabía de dónde le llegaba la información, pero era inmediata y precisa; había llegado hasta allí con ella fija en la mente.
Pero hacía muy mal tiempo, sí intentaba ir andando, llegaría hecho polvo. Así que se quedó en el escaso refugio que ofrecía una fachada gótica (en el cartel ponía RELOJES, MECANISMOS, REPARACIONES) e intentó parar algún coche.
Pasaron dos y el tercero se detuvo.
Era un enorme vehículo gris con un cilindro negro, un depósito de combustible o quizá una caldera, que sobresalía del capó. La puerta de la derecha se abrió y Michael entró deprisa.
En el interior de felpa del coche no hacía mucho más calor que en la calle, pero al menos evitaba el viento. Michael lanzó una mirada agradecida al conductor, que era un tipo de mediana edad ataviado con pieles de aspecto ruso y guantes gruesos. Se observaron durante un instante receloso hasta que el conductor hizo algo complicado con la palanca de cambios y el coche volvió a ponerse en marcha.
—Es tarde para estar en la calle —dijo el hombre.
Michael asintió.
—No lo tenía previsto.
—¿Te ha pillado la tormenta?
—Ajá.
—Podrías morirte si vas por ahí con esa ropa.
Michael pensó que el acento del hombre era extraño, una mezcla de neerlandés y francés. El tono era cauto y neutro.
—Bueno, ya sabe. —No había justificación posible para su ropa.
—¿Eres de fuera? —preguntó el hombre.
—Sí.
—¿Vas lejos?
—No mucho.
—Dame una dirección y te llevo.
Pero no tenía ninguna dirección. Michael dudó.
—No sé el número, pero podría indicarle cómo se va —le dijo.
—Con eso me vale —dijo el hombre.
En el coche se hizo el silencio durante un rato. Michael vio cómo un enorme quitanieves humeante los pasaba en un cruce con una luz azul que giraba en el techo. En lo alto, los cables zumbaban y se entrechocaban en la oscuridad. Los edificios del exterior eran estructuras altas y extrañas que se asemejaban a las fotografías de casas de estilo Tudor que había visto en los libros de geografía, y las ventanas de la planta baja eran escaparates de riendas. A continuación, había grandes edificios similares a almacenes y unas cuantas torres de hormigón o piedra con falsas columnas de mármol y gárgolas que lanzaban miradas lascivas desde las cornisas.
Tim había dicho que no era un buen lugar, pero tampoco tenía por qué ser malo.
Había dicho que era su hogar.
Pero Michael se estremeció sobre la tapicería fría y se reservó la opinión.
—A la izquierda —dijo, siguiendo su instinto—. Ahora a la derecha. Por aquí. Quizá a un par de manzanas…
La nueva calle era más ancha y la rodeaban altos edificios de obsidiana. En lo alto colgaba el cableado para los tranvías. El ruido que hacían las ruedas sobre la calle sugería que, bajo la nieve, seguramente hubiera adoquines. La sensación creciente de familiaridad emocionaba y preocupaba a Michael. ¿Cómo había sabido llegar? Era raro, pero lo había sabido. El instinto era fuerte, potente…
—¡Aquí! —dijo con brusquedad.
El coche se detuvo.
Hubo un instante de silencio, sin más ruido que el siseo de la nieve sobre el parabrisas.
El edificio era enorme. Había un muro de piedra que daba a un patio. Tallada sobre la puerta estaba la imagen severa de una pirámide y un solo ojo escrutador.
—Es un edificio del gobierno —observó el conductor.
Llegar hasta allí había sido la parte fácil.
Después de que su madre y Laura se durmieran, Michael había estado mucho tiempo despierto. Estaba tan despierto en aquella habitación de hotel de San Francisco que pensó que no se volvería a dormir jamás. Sus pensamientos iban a la velocidad de una máquina sobrecalentada. Pensó en Tim.
Pensó en que su tía Laura iba a acompañar a Tim al Novus Ordo.
Entendía lo que ella quería hacer. Tenía sentido. Desconfiaba de Tim y quería tener claro dónde se metían. Michael sabía que estaba asustada y su ofrecimiento probablemente fuera un gesto valiente.
Pero no tenía sentido. Cuanto más pensaba en ello, menos sentido tenía. Si era necesario un viaje de reconocimiento, ¿por qué ir con Tim? ¿Por que tenía que confiar en él hasta ese punto? Supuso que Laura no habría podido encontrar el lugar por sí sola… no tenía un gran talento y sólo había estado allí en una ocasión, hacía décadas, de niña.
«Pero yo puedo encontrarlo», pensó Michael. De hecho, ya lo sentía. Curiosamente, había sido capaz de percibirlo a través de Tim. A lo mejor era así como los localizaba el Hombre Gris, con aquella sensación leve pero discernible del camino tomado, de la presencia pasada. No era algo que pudiera describirse con palabras, pero lo sentía en aquella habitación de hotel de San Francisco.
También estaba el problema de la distancia física (era una ciudad al otro lado del continente) pero Michael había llegado a comprender que tampoco resultaba una barrera importante, que en el vórtice de posibilidades la distancia era tan mutable como el tiempo. Washington o Tijuana, París o Pekín; en realidad, daba lo mismo.
Se levantó a oscuras sin despertar a su madre ni a su tía Laura y se vistió con la ropa más gruesa que pudo encontrar.
«Ahora», pensó.
No había motivo para esperar. Laura tenía intención de marcharse al día siguiente, con lo que Michael iría antes y haría que el viaje de ella fuera innecesario. Se dijo que sólo iba a echar un vistazo, a hacerse mía idea del lugar y que luego volvería. Antes de que amaneciera. Por supuesto, no les gustaría ni les parecería bien, pero era el hombre de la casa y la responsabilidad recaía en él.
Dio medio paso de lado e hizo un cuarto de giro en una dirección que no pudo identificar. Casi daba miedo lo fácil que era. Y luego se encontró en una calle oscura con nieve hasta los tobillos, paró un coche para ir a un edificio que jamás había visto y siguió una fuerza tan imperiosa que se preguntó si había tenido elección.
Lo raro era que el edificio no estuviese mejor defendido.
Parecía una fortaleza, con portones de hierro y puestos de guardia, pero el gran patio estaba despejado y vacío. Michael se movió con timidez hacia la nevada, las intensas lámparas de vapores de sodio multiplicaron su sombra, y se estremeció de frío. Se detuvo y volvió la vista a través de la puerta abierta. El coche que le había llevado seguía allí, aparcado a la vez que se le enfriaba el motor, y a Michael le extrañó. Pero daba lo mismo. Siguió hacia el edificio principal, un enorme bloque de piedra y ladrillo con ventanas con forma de celda dispuestas al azar. A su alrededor nevaba mucho. Era como estar contenido en nieve, envuelto en ella. Ya no sentía tanto frío.
El instinto o la compulsión que sentía se había vuelto muy fuerte. Lo siguió hasta la puerta central hecha de hierro macizo de aquel edificio, que estaba entreabierta. Y aquello también era raro, pero Michael no le prestó atención. Una ráfaga de viento le metió nieve por el cuello y le empujó como si fuera una mano.
«Entra», parecía decir.
«De acuerdo», pensó Michael. «Ahí es donde voy. Ahí es donde quiero ir».
Entró en el edificio.
El pasillo estaba desierto. La mitad de los fluorescentes del techo estaban apagados o parpadeaban, y detrás de la puerta se había acumulado un nevero en miniatura. Después de pasar, Michael cerró la puerta de un empujón; el portazo resonó por el pasillo embaldosado como una palmada.
«¿Qué es este lugar?», pensó. «Mi hogar».
La palabra estaba ahí, en su mente, pero no era un pensamiento propio: era la palabra de Tim. Sonaba a la voz de Tim… o a la de Walker.
Michael negó con la cabeza y avanzó por el pasillo.
El pasillo olía a limpiahogar y a aislante calcinado. Algunas de las puertas estaban abiertas y otras no; las abiertas revelaban despachos oscuros y sin ventanas con escritorios metálicos de color gris. De vez en cuando el pasillo giraba a la izquierda o a la derecha o se bifurcaba en dos o tres direcciones distintas. No había números ni letreros de ayuda. Pese a todo Michael continuó mientras sentía en su interior la sensación de apremio y la seguía y se acercaba en círculos al corazón del edificio (como si tuviera un corazón real, cálido y palpitante) hacia lo que le estuviera esperando allí.
Se le ocurrió que debería tener miedo.
La nieve se le había fundido en la ropa. Llevaba el cabello, frío y húmedo, pegado al cuello. Tenía los pies adormecidos y las zapatillas hacían un ruido de goma húmeda con cada paso.
Pensó que debería tener miedo, porque nada era como debía ser.
Estaba claro que pasaba algo raro y él era el centro de ello; en cierto modo, todo él edificio vacío existía para que se sirviese de él.
Pero detenerse o darse la vuelta quedaba fuera de toda duda. Ni siquiera podía albergar la idea; ni se le pasó por la mente. Y eso tenía que haberle asustado más que cualquier otra cosa… pero en lugar de miedo sólo había un leve desasosiego. Sólo el perfil del miedo: como si el miedo hubiese sido enterrado, como si la nieve lo hubiese cubierto.
Cerró los ojos y caminó con suma confianza. Llegó a una escalera y bajó por ella, no supo decir cuánto, pero el aire era más cálido cuando se detuvo. Era un aire caliente, rancio y encerrado que secó la humedad de su ropa y le oprimió el pecho.
Llegó a una habitación. La habitación contaba con una gran puerta de acero, pero se abrió en silencio en cuanto Michael la tocó.
Michael entró.
En la habitación había una silla de madera; por lo demás, estaba vacía. En el techo refulgía una hilera de luces. Michael estaba solo en la habitación y se alegró al pensar que había llegado al centro del edificio.
Pero su sentido de la orientación desapareció de pronto y con él la inhibición con la que había sujetado su miedo. De repente sintió miedo, mucho miedo, un miedo profundo. Era como despertarse de una pesadilla. Sintió que el pánico bullía en su interior. ¿Qué hacía allí? ¿Qué era aquel lugar?
Se volvió hacia la puerta pero descubrió con un terror naciente que no podía moverse hasta allí. Lo intentó pero sencillamente no pudo; las piernas se negaron a funcionar; no logró levantar los pies. Ni siquiera pudo inclinarse hacia la puerta, ni logró dejarse caer en aquella dirección.
Se sintió igual que debía sentirse una persona atrapada en un edificio derrumbado: impotente y encerrado por completo. Quiso pedir ayuda a gritos pero tuvo miedo de llamar la atención. No obstante, ya había llamado la atención. ¿Por qué iba a estar allí, a menos que alguien le quisiera allí?
En la puerta hubo un movimiento y Michael se encogió en la silla de madera. Agarró su borde ingleteado y se quedó mirando con ojos desorbitados al pasillo inalcanzable.
Un hombre entró en la habitación.
Era el hombre del coche, el hombre que le había llevado hasta allí.
El hombre se acercó y sonrió. Parecía muy contento, y aquello era algo terrible en sí mismo: irradiaba alegría.
—Hola Michael —dijo—. Me llamo Carl Neumann.