Dejaron a Tim en una parada de autobuses y volvieron en coche al hotel. Ya habría tiempo para volver a hablar al día siguiente. Mientras tanto, tenían muchas cosas en que pensar.
Laura pidió la cena al servicio de habitaciones y Michael ocupó el butacón junto a la ventana, no hizo caso al sándwich de dos pisos y se puso a tocar acordes apenas audibles en la guitarra Gibson que le había acompañado por todo el país y más allá. Mientras escuchaba cómo su tía y su madre trataban de poner en orden todo aquello, a Michael le pareció bastante evidente que la aparición de Tim les había dejado de piedra. No se lo esperaban.
—No dice la verdad. Al menos, no toda.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Karen—. Es complicado saberlo.
—Lo será para ti. Yo siempre he sabido cuándo Timmy soltaba una trola.
—Ya no es un niño.
—Pero sigue siendo Tim.
La charla continuó por los mismos derroteros. Michael se acabó el sándwich y fue a buscar una Coca-Cola al vestíbulo.
—Depende de lo que quiera de nosotros, ¿no? —decía su madre cuando volvió.
—Quiere que vayamos con él a ese lugar, al Novus Ordo —dijo Laura.
—No ha dicho eso.
—Lo hará.
—A lo mejor deberíamos hacerle caso —dijo Michael.
Las dos mujeres se volvieron como si se hubieran olvidado de que estaba allí.
—Tal y como habláis de él, parece majo —dijo Michael tras dar otro sorbo de Coca-Cola. Vale, en casa no se llevaba bien con nadie, pero no es de extrañar, dadas las circunstancias. Y no cedió. Tenía el talento y lo siguió a donde lo llevase. No veo qué tiene de malo.
Laura negó con la cabeza.
—No lo conoces, Michael. No viviste con él. Odiaba a papá (y puede que a los demás) de una manera malsana. No creo que esa clase de odio pueda evaporarse.
—Al menos no tenía miedo.
—No tenía el mismo miedo que nosotros —dijo Laura.
«No tenía miedo de su talento, ni de usarlo», pensó para sí Michael. «No le sometieron a base de palizas y no se ha tirado todos estos años viviendo en un pueblo costero aislado». Seguro que eso valía para algo.
Pero se guardó su opinión.
Timothy Fauve volvió al hotel, un hotel de lujo cerca de la playa, en autobús. Abrió con la llave la puerta de la habitación y Walker estaba dentro y había tumbado su gran cuerpo en una de las camas. Tenía un brazo debajo de la cabeza y el sombrero flexible gris sobre el pecho. Alzó la vista al escuchar la puerta.
—Hola Tim.
Tim cerró la puerta con cuidado.
—No sabía que tuvieras llave.
—No la necesito.
Tim esbozó una sonrisa temblorosa. —Supongo que no.
Encendió la luz y se dejó caer en una silla. Walker quería algo. Si no, le estaba controlando. Observó a Walker en la penumbra de la habitación con una mezcla de gratitud e inquietud. Apreciaba a Walker, pero era muy exigente.
—¿Has hablado con ellos? —dijo el Hombre Gris.
—Sí.
—¿Te han creído?
—Pienso que sí. Creo que tienen algunas dudas, eso está claro. Pero se acabarán convenciendo.
—¿Y Michael?
—Creo que he despertado su interés.
—Eso es lo importante —dijo Walker.
—Pero no será fácil —aventuró Tim—. Te tienen miedo. Saben algunas cosas.
Walker se sentó.
—¿Qué cosas?
—Cómo mataste a Julia y a William.
—Ya te lo contamos —le recordó Walker.
—Desde luego. Pero tal y como lo describió Karen… parecía peor.
Walker se había puesto en pie y su presencia se hacía sentir en la habitación. Daba la espalda a la ventana y era una sombra que se cernía sobre Tim.
—Como comprenderás, no era mi intención —dijo Walker—. Tenían armas… y reaccioné de la única manera que me fue posible.
—Karen no mencionó ningún arma.
—Karen no estaba allí. —Walker parecía preocupado—. Ya hemos hablado de ello y admito que fue un error. Si pudiera haberío evitado, lo habría hecho, pero en aquel entonces me faltaba experiencia.
—Hubo algo más —dijo Tim. Se preguntó si era prudente seguir adelante, pero quería una respuesta—. Mencionaron a una niña en una playa de un pueblo californiano…
Walker frunció aún más el ceño.
—¿Son ellos los que tienen dudas o tú?
—Sólo te mantengo informado. Pensé que deberías saberlo.
—¿Pero te preocupa?
—Puede que un poco. Digamos que plantea una pregunta.
—¿Estabas en esa playa?
—No —dijo Tim con precipitación.
—No digo que alguna vez no haya hecho algo de lo que me arrepienta, pero aquel instante en la playa era crucial. Me estaba concentrando en Michael, y estaba muy cerca… Podría haber acabado en ese momento, podría haberle, llevado a casa. Lo hice en un acto reflejo… por instinto.
—Aun así —dijo Tim—. Sólo era una niña…
—Me pregunto lo que habrías hecho tú en la misma situación.
Tim bajó la cabeza.
—Sé lo que soy —dijo Walker—. Lo reconozco y lo acepto.
Puso su gran mano sobre el hombro de Tim.
—Si cometo un pecado, lo expío —dijo Walker—. ¿Te acuerdas cuando te encontré?
Pero era imposible olvidarlo. Se alojaba en un hotel de mala muerte del barrio de Mission —el mismo que sus hermanas habían visitado ese día— y no llegaba a los sesenta kilos. Cuando necesitaba dinero trabajaba como jornalero, y bebía Tokay y licor de melocotón y comía precocinados Kraft a solas en su habitación, y eso cuando se acordaba de comer. El día de cobro equivalía a bebida o a sexo barato o, muy de vez en cuando, a una cucharada de heroína muy cortada; Tim llevaba pinchándose, de manera irregular, desde el 74, cuando le inició un trabajador por turnos de Detroit. No obstante, en los últimos tiempos se colocaba con más frecuencia de lo que le gustaba (era el comienzo de un hábito que no podía permitirse) y se pasaba enfermo casi todo el tiempo; escatimaba los precocinados Kraft. Pesaba muy poco para alguien de su tamaño y eso no tardaría en afectar al trabajo que conseguía y sin ese goteo de dinero acabaría en la calle… durmiendo en la acera. Y aquello era terrible porque Tim había averiguado que, irónicamente, aquel era el mejor de los mundos posibles; en su momento había abierto muchas puertas, pero nunca daban a un lugar donde quisiera vivir. Sobre todo eran mundos fríos, horribles y limitados. Por lo tanto, fracasar allí era fracasar por completo.
Walker apareció más o menos en aquella época.
Walker había aparecido sin previo aviso, y Tim pensó que era como entrar en un sueño, como algo sacado de la niñez. Porque conocía a Walker desde mucho tiempo atrás. Walker había sido su amigo durante un tiempo, le había dado y enseñado cosas. Pero luego Tim había dejado de fiarse de él y se había pasado muchos años de un lado para otro, evitándole, porque cuando se ponía a pensar en ello tenía miedo… de lo que Walker podía querer de él. Y Walker se encontraba en aquella habitación destartalada con él, anciano pero con su imponente aspecto intacto, e irradiaba tranquilidad y consuelo. Tim se le quedó mirando y Walker dijo exactamente estas palabras: «Nunca te he olvidado». Y fue como si le dieran la bienvenida a casa.
—Los demás se han olvidado de ti —dijo Walker—. Pero yo no.
Tim, que llevaba tres largos días sin comer ni pincharse, empezó a llorar.
Walker lo llevó al Novus Ordo y logró desengancharle, resolver sus problemas y dejarle presentable.
—No necesitas la botella ni la aguja —le dijo Walker, y gracias a algún hechizo que Tim no pudo comprender, de repente fue así: había desaparecido aquella ansia, se había desvanecido por completo. Y se lo agradeció… sintió una gratitud sin reservas que jamás había experimentado antes. Era mejor que la cuchara.
Walker le mostró todo lo que podía ser de él. Walker lo llamaba «su legado».
—Para eso naciste. Imagínate un país, un país verde que se extiende kilómetros y kilómetros, con granjas y ciudades y cielos azules, y lo contemplas desde una cima, y es tuyo… te pertenece.
Un legado de tierras y poderes.
Los reinos de la Tierra.
—Si es que lo quieres —dijo Walker—. Si haces un trabajito para nosotros.
Incluso en ese momento, en la habitación de hotel de San Francisco, el recuerdo era brillante y lustroso como una piedra preciosa.
«Mi casa, mi hogar», pensó Tim. «Me ha prometido eso. A lo mejor, la expiación del accidente de la playa consistía en encontrarme y hacer que me recuperara».
Tenía sentido. Todo el mundo podía tener un accidente.
Pero…
—A veces pienso que deberíamos decirles la verdad —dijo Tim.
—Lo comparto —dijo Walker—. Pero sabes que no lo entenderían.
—No confían en ti. No… de la manera en que yo confío en ti.
—Por fortuna, no tienen que confiar en mí.
—Sólo queremos llevarlos a casa, ¿no? —dijo Tim—. Si fueran allí, reconocerían que es su hogar.
—Claro que sí —dijo Walker a la vez que se desvanecía un tanto, satisfecho, mientras doblaba una esquina oculta para salir del mundo—. Seguro que lo hacen.
—Mañana hablaré con ellos —dijo Tim—. Se me dará mejor.
El Hombre Gris sonrió y desapareció.
Tim (ya a solas) se había quedado tranquilo. Hacía lo correcto. Si no era lo correcto, era lo único que podía hacer. Si se paraba a pensarlo, tenía pocas alternativas.
Temía a Walker, pero también confiaba en él. En el tipo de relación que mantenían, era algo razonable. Era una relación de confianza.
Al fin y al cabo, Walker era lo más parecido a un padre que había tenido Tim.
Michael estuvo despierto mucho tiempo en el silencio triste de la habitación del hotel, sin otro ruido que las respiraciones débiles de su madre y de Laura en la oscuridad.
Le gustaba la oscuridad y estar despierto envuelto en ella. En todas aquellas habitaciones extrañas (desde Turquoise Beach a Polger Valley, pasando por San Francisco) lo único familiar había sido la oscuridad. Era lo que más se parecía a su hogar.
«Hogar», pensó. Tim había usado la palabra más de una vez.
Michael ya no estaba seguro de su significado.
¿Era su hogar una habitación oscura de hotel junto a una autopista del desierto, o aquel mundo lejano con el que a veces soñaba (el «mundo mejor» del que había hablado con la tía Laura)? Pensó en él, en los océanos y bosques que debían de ser como los de América varios siglos atrás… pero también estaba lleno de vida y había ciudades y mercados atestados. Carreteras, granjas y máquinas voladoras grandes y delicadas. Se preguntó si en aquel mundo existía una ciudad llamada San Francisco, y al pensar en ello, supo que la había, aunque no tan grande como aquella, y sus gentes sobre todo hablaban español y náhuatl. ¿Aquel era su hogar?
Tal vez.
Seguramente no era su hogar la casa del barrio residencial de Toronto donde había crecido. Ya no era más que un recuerdo, un recuerdo que se desvanecía, y que podría estar a millones de kilómetros de distancia.
Pero Tim había mencionado otro nombre.
Lo llamaba Novus Ordo. Michael pronunció las palabras para sí en voz baja, en la oscuridad.
De ahí es de donde venimos. Ahí es donde nos crearon.
Como Made in Japan o Made in Hong Kong.
«A lo mejor lo llevamos estampado en algún lugar», pensó Michael, divagando. «En un antojo o un tatuaje. Made in the Novus Ordo».
A lo mejor no era un lugar tan malo.
Sintió que avanzaba poco a poco por un pasillo lejano de posibilidades… por una puerta.
«Puertas y ángulos», pensó Michael medio dormido. Sólo estaba a un paso de allí. Pudo sentirlo y verlo. Era un lugar muy frío y vio una antigua y oscura ciudad industrial (no San Francisco, sino algún lugar del este), alquitranada bajo un cielo gris. Vio que salían llamas de las torres de las fábricas y un río oscuro que serpenteaba hacia el sur.
No era un lugar atractivo, pero Tim ya les había avisado. No era bueno ni malo. No era una utopía.
Pero era su hogar.
Repitió mentalmente la palabra hasta que perdió todo su significado.
«El hogar es el lugar al que perteneces, donde tienes un sitio, donde te comprenden, donde puedes hablar», pensó Michael.
Jamás había estado en nada parecido a un hogar.
A menos que Tim lo hubiese encontrado.