Llegaron a la frontera de California tres días después de salir de Pensilvania. Laura les trasladó a un mundo seco y caluroso donde las carreteras eran anchas, había poco tráfico y el horizonte siempre parecía estar un poco más cerca. Hicieron una parada en una cafetería de carretera, pero el menú del mostrador estaba en una escritura cursiva que parecía más persa que inglés (con lo que se suponía, entre otras cosas, que su dinero no les serviría). Así que Laura los devolvió a una interestatal y pararon en un Stuckey's de las afueras de Kingman, Arizona.
—No sabía que pudieras hacer todo esto —dijo Karen.
Su hermana se encogió de hombros.
—Ni yo.
—Se me ha ocurrido que podría llamar la atención —dijo Karen.
—A estas alturas no creo que importe. Ya la hemos llamado.
—Es cuestión de tiempo —dijo Karen—. ¿No tienes la misma sensación?
—Sí. Creo que tenemos que darnos prisa.
Karen pidió un sándwich de dos pisos y una Coca-Cola. Michael quiso una hamburguesa y Laura encargó una ensalada. Mientras esperaban, Karen extendió las manos sobre la amarillenta barra de mármol.
—Ahora las cosas parecen diferentes.
—Sé a lo que te refieres. Puedo hacer cosas que antes no lograba hacer.
—Porque es más urgente. Eso es lo que siento… el apremio.
La camarera trajo la comida. Karen miró a Michael, que a su vez se fijaba en su hamburguesa. La marea solar rompía contra los ventanales tintados. Todo estaba en calma, incluso el aire acondicionado.
«Paralizado», pensó Karen.
—Comed —les instó Laura—. Tenemos que seguir.
Era la primera vez que Karen iba a San Francisco.
Gavin había estado un par de veces en viaje de negocios y siempre decía que era una ciudad bonita. Y Karen pensó que lo era… pero desde lejos. Le gustaban las lomas y los viejos edificios blancos festoneados, y le gustaban las nubes bajas que llegaban desde el océano, pero una vez que entrabas en ella, era una ciudad como cualquier otra, con aceras atestadas y autobuses diesel y barriadas que tenías que evitar, como todas las demás.
Se registraron en el Ramada Inn de la calle Market. El recepcionista aceptó la Visa de Karen, que se preguntó cuánto tiempo podría seguir utilizándola. Era una cuenta que compartía con Gavin y como se había marchado, era probable que su marido cerrara el grifo.
Pero se tenían que preocupar de problemas más inmediatos.
Cada uno de ellos subió una de las tres voluminosas maletas un tramo de escaleras alfombradas hasta la segunda planta. La habitación era espaciosa y olía un poco a humedad, pero las sábanas estaban recién planchadas y las toallas limpias. El baño era un templo tapiado de espejos.
Laura sacó de la maleta la postal que Jeanne le había dado.
—Podríamos ir esta noche. No queda lejos.
Pero Karen negó con un firme gesto de cabeza.
—Ya es tarde. Estoy agotada.
—Bueno, seguramente no nos venga mal comer y descansar esta noche. En el vestíbulo hay una cafetería. ¿Nos apañamos con eso?
—Quiero ducharme y acostarme pronto —dijo Karen—. ¿Por qué no vais vosotros dos?
Laura dudó en la puerta.
—¿Seguro que no te pasa nada?
—Estoy bien. Necesito un poco de intimidad.
Michael pidió otra hamburguesa.
—Vas a matarte comiendo eso —dijo Laura—. Inflan al ganado de hormonas. Es repugnante.
Michael sonrió.
—¿Te has vuelto vegetariana de repente?
—Creo que si vas a comer carne, tienes que hacerlo de verdad. Filetones de vacas bien gordas. No muy lejos de aquí había un restaurante en el que te podías comer un bistec por un precio razonable. Me refiero a carne de verdad, no a cartílagos y proteínas vegetales.
—¿Vivías cerca de aquí?
—En Berkeley, pero fue hace mucho.
—En los sesenta —dijo Michael.
Laura sonrió para sí. Siempre sonaba raro cuando la gente decía «los sesenta», como si fuera un topónimo, una dirección.
—Sí, en los sesenta.
Michael le dio un buen bocado a la hamburguesa.
—¿Eras hippy?
—Ésa es una palabra estúpida, Michael. Siempre me lo ha parecido. Es el tipo de palabra propia de la revista Time.
—Bueno, ya sabes a qué me refiero.
Laura asintió de mala gana.
—Supongo que podría decirse que lo fui. Por lo menos, una hippy de Berkeley. A veces venía a Haight y bailaba en el Fillmore. Supongo que se me puede considerar hippy.
—Hace un par de años pusieron en la tele un programa que hablaba del tema. El verano del amor.
La sonrisa de Laura se desvaneció.
—El verano del amor no fue más que bombo publicitario. Fue el final de todo. Diez mil personas que trataban de vivir en el Panhandle. ¿Sabes en lo que se convirtió la calle Haight al final del supuesto verano del amor? Era donde iban un montón de adolescentes sin hogar a coger hepatitis o enfermedades venéreas. O a ser violadas o quedarse embarazadas. Fue un desastre… Todo el mundo decía que iba a marcharse.
—Como tú —dijo Michael muy serio.
—Sí.
—Te fuiste a Turquoise Beach.
—Bueno, acabé allí.
—¿Era parecido a esto… al menos cuando se estaba bien? ¿Se parecía Haight a Turquoise Beach?
Laura negó rotundamente con la cabeza.
—Haight era algo único. Estaba llena de idealistas, poetas y santos desquiciados; no soy capaz de expresar con palabras cómo era. Era como tener el mundo en tus manos. Turquoise Beach está bien, es lo mejor que pude encontrar. Pero va más despacio; le falta pasión. No hay… Pero se le entrecortó la voz. —No quería que te disgustases —dijo Michael. El hijo de su hermana estaba sentado frente a ella, con un aspecto propio de los ochenta, el pelo muy corto y una camiseta ceñida. Resultaba raro pensar que en 1967 no existía.
«Podría ser mío», pensó Laura de repente. «Podría haber tenido un hijo como él, y haberlo criado. En cambio, me marché al país de Nuncajamás… donde puedes ser joven eternamente. O casi. O hasta que te despiertas un día, canosa y menopáusica».
—Sé lo que se siente —dijo Michael, y hablaba en voz baja, casi para sí—. Entiendo lo que es buscar un mundo mejor… —Laura dejó el tenedor.
—Hazlo —dijo. Había perdido el apetito y recuperado la firmeza en la voz—. Hazlo, Michael. Pero busca bien, ¿vale? No abandones demasiado pronto.
Karen se duchó y luego se tumbó en una de las dos grandes camas gemelas del hotel. El colchón era duro (se había acostumbrado a las viejas camas de felpa de su casa) pero le gustaba. Tenía intención de pedir algo al servicio de habitaciones, pero descubrió que no le apetecía comer. Había subido las persianas, pero en el exterior sólo se veía el aparcamiento vacío.
Miró el teléfono.
Cogió el auricular y pensó que al final iba a llamar al servicio de habitaciones, pero cuando le respondió el operador del hotel, Karen pidió línea para llamar al exterior, y tal vez era eso lo que había querido hacer en todo momento; tal vez por eso les había dicho a Míchael y Laura que se fueran ellos.
Llamó a Toronto.
Era el número que Gavin le había dejado muchos meses atrás.
«Si responde la mujer, cuelgo», pensó.
A lo mejor Gavin no estaba. Había tres horas de diferencia, y en su casa sería la hora de cenar. Puede que Gavin estuviera cenando en el apartamento de su novia con vistas al lago. Tal vez nevara. A lo mejor tenían las cortinas abiertas y podían ver cómo la nieve caía sobre el lago en medio de la noche.
Esperó al cuarto timbrazo, y luego al quinto, y entonces estuvo a punto de colgar el auricular y soltarlo al instante, pero se escuchó un clic lejano y luego la voz de Gavin.
—¿Diga?
—Hola —dijo Karen sin aliento—. Soy yo.
—Joder, Karen… ¿dónde estás?
—Muy lejos. —Pero aquello le pareció una tontería—. En Estados Unidos —añadió. No quería que supiese el lugar exacto.
—¿Qué cono haces ahí?
—Tuvimos que marcharnos.
—¿Está Michael contigo?
—Claro que sí… por supuesto.
—Sabrás que has montado una buena, ¿no? Presenté una denuncia y tuve que dejar que la policía entrara en casa. Resultó extraño ver todas esas cajas de mudanza. Era como el Mary Celeste. Y me han llamado del colegio para preguntarme por Michael. Al menos le habrás metido en un colegio, ¿no?
—Michael está bien —dijo a la defensiva.
—¿Tienes alguna explicación racional para todo esto?
«Ninguna que entenderías», pensó Karen.
—La verdad es que no.
—¿Has tenido una especie de crisis? ¿Cogiste a Michael y os fuisteis? ¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Comprenderás que tiene muy mala pinta. Te podría perjudicar cuando se trate el asunto de la custodia.
Al principio, Karen no le entendió. ¿Custodia? Luego cayó en la cuenta.
—¡Gavin, eso es una locura!
—Está claro que no me lo esperaba. Es decir, reconozco que fui yo el que me marché, pero he hablado con Diane y nos parece que Michael necesita un ambiente doméstico más estable.
—¿Estable?
—Algo mejor que sacarle del colegio y arrastrarle por todo el país. —Y añadió con petulancia—: Ya sabes que llevo meses sin verle, y a lo mejor te crees que eso no tiene importancia para mí, pero soy su padre, por el amor de Dios.
Karen sintió un escalofrío. Se preguntó por qué había llamado. Se le había ocurrido que Gavin podía estar preocupado y había querido tranquilizarle.
—Dime donde estáis —dijo Gavin—. Mejor aún, dime cuándo volvéis.
—No puedes hacer eso —dijo Karen—. No puedes ponerte a dar órdenes.
—Eso no importa. Michael es lo que importa.
—No te puedes quedar con él.
—Quiero asegurar su bienestar. Su colegio. Su salud. Tendré que contarle a la policía que has llamado.
—¡Michael se encuentra bien!
Pero cuando lo dijo le pareció que mentía.
—A mí no me estás fallando. Le estás fallando a él.
—Michael está perfectamente.
—Sólo quiero una dirección o incluso un número de teléfono. ¿Está Michael? Déjame que hable con él. Yo…
Pero Karen colgó con fuerza el auricular.
Después de cenar Laura y Michael caminaron un par de manzanas por la calle Market. Era tarde y no era el barrio más aconsejable, pero la calle estaba atestada de gente. Un hombre de mediana edad con un mostacho a lo Salvador Dalí les pidió algo de dinero suelto y Laura le dio un cuarto de dólar.
—¡Que Dios te bendiga! —dijo contento.
Eso hizo que Laura volviera a pensar en la Haight, en sus días en Berkeley, en todo lo que había perdido desde entonces… poco a poco, sin darse cuenta.
Cuando volvieron a la habitación del hotel Karen ya dormía.
—Lávate —le dijo Laura a su sobrino—. Yo entraré la última.
Diez minutos después el baño era para ella. Se dio una ducha larga y pausada con el agua todo lo caliente que pudo aguantar; se lavó el pelo y se secó mientras el vapor desaparecía de los espejos.
La luz del baño era de una fluorescencia fría e implacable, y había espejos por todas partes.
«Soy vieja», pensó Laura.
«Mira a esa mujer del espejo. Se cree que es joven y se mueve como se movía cuando tenía veinte años. Se cree que es joven y bonita».
«Pero se engaña en las dos cosas».
«Mierda», pensó Laura. «No es más que la depresión y el cansancio del viaje y el miedo. Sólo tengo que entrecerrar los ojos y borrar las arrugas».
Las arrugas, las bolsas, las patas de gallo.
«Es demasiado tarde», pensó. «Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde… ya eres vieja».
La más bella del país.
Ni mucho menos.
Tarde para el amor y tarde para los niños. Había jugado demasiado antes de irse a la cama y todos los programas buenos de la tele se habían acabado y las luces estaban a punto de apagarse.
«Llorona», pensó. «Vergüenza tendría que darte».
Bueno, se sentía avergonzada.
«A la cama», se dijo. «A dormir. La gente tiene que reposar su belleza».
Cruzó la desvaída moqueta del hotel y escuchó el crujido de sus huesos frágiles en el silencio de la noche.
Por la mañana buscaron en la guía telefónica, pero no encontraron a ningún Timothy Fauve en la zona de la bahía.
—Eso no significa nada —dijo Laura—. A lo mejor está usando otro nombre. Puede ser cualquier cosa.
Pero Karen pensó que no era un buen augurio.
Después de desayunar fueron a la dirección del remite de la postal que Tim había enviado a casa de sus padres.
Era un hotel en el barrio de Mission. Era una pensión, no el tipo de hotel al que estaba acostumbrada Karen; un hotel destartalado, y junto a la entrada vivían vagabundos. Se llamaba Gravenhurst y el nombre figuraba en un cartel viejo y herrumbroso. Karen se lo quedó mirando consternada. No se podía imaginar entrando a un lugar así.
Pero siguió a Laura cuando subió los tres escalones de hormigón agrietado hacia la puerta, con Michael unos pasos por detrás.
El oscuro vestíbulo olía un poco a moho y a lúpulo seco. A la derecha había una barra, y a la izquierda estaba la recepción. Laura fue hasta allí y preguntó por Timothy Fauve. El recepcionista estaba muy gordo y parecía que no pestañeaba nunca. Echó una ojeada a Laura y le dijo que nunca había escuchado ese nombre.
—Estuvo en Navidades del año pasado —dijo Laura.
—Por aquí pasa mucha gente.
—¿Podría comprobarlo?
El hombre se la quedó mirando.
Laura abrió el bolso y sacó un billete de veinte dólares.
—Por favor —añadió.
Karen estaba impresionada. Ella no habría podido hacer nada parecido. Ni se le hubiese ocurrido.
El hombre dio un suspiro y hojeó un libro de registro enorme y obsoleto.
—Fauve, habitación 215 —dijo por fin—. Pero se marchó hace meses.
—¿Se acuerda de él? —dijo Laura.
—No hay nada de lo que acordarse. Era muy callado. Vino y se fue.
—¿Habló usted con él?
—Yo no hablo.
Laura pareció dudar.
—¿Está vacía esa habitación?
—En este momento no está ocupada —dijo el hombre.
—¿Podemos echar un vistazo?
—Es como cualquier otra habitación. Lleva vacía desde mayo, por culpa de una cañería rota.
—Sólo unos minutos. —Sacó otros diez dólares del bolso.
El hombre se los metió en el bolsillo de la camisa.
—Como quiera —dijo, y le pasó la llave.
Karen pensó que el hombre tenía razón. No había nada que ver. Sólo un largo y húmedo pasillo de estuco, una puerta de madera con una cerradura y un picaporte y una habitación vacía.
Era un cubículo del tamaño de una despensa. Había un aseo detrás de una puerta agrietada, con un lavabo pero sin ducha. Las paredes estaban cubiertas de escayola gris. La cañería rota había empapado la alfombra y el moho avanzaba hacia la puerta.
—¿Vivió aquí? —preguntó Michael.
—Al menos durante un tiempo —dijo Laura.
—No debía de irle muy bien.
—No sabemos por qué estaba aquí —dijo Laura—. La verdad es que no sabemos nada de él. Perdimos el contacto cuando se marchó de casa. Pero estuvo en esta habitación… Lo percibo.
Karen clavó la mirada en su hermana.
—Aquí han pasado cosas —dijo Laura—. Ha viajado desde aquí. Deja rastro.
—A otros mundos —dijo Karen.
—Sí.
Ella también intentó percibirlo. Habían pasado años desde la última vez que había creído posible aquello, pero ya no tenía sentido negarlo. Se concentró en el volumen vacío y desnudo de la habitación y trató de localizar magia en él.
No pasó nada.
«Ya no puedo hacerlo, si es que he podido en alguna ocasión», pensó.
—¿Sabes adónde iba? —dijo.
Laura dio un suspiro.
—No —respondió—. No lo sé.
Derrotados, cruzaron el vestíbulo en silencio. Laura dejó la llave en la recepción y el hombre ni siquiera levantó la vista. Al salir, Karen se protegió de la luz, repentinamente asustada.
Había un hombre apoyado en el coche.
Era un poco más alto que Karen y estaba muy delgado, pero iba más o menos bien vestido: una camisa blanca bien planchada y un par de Levi's nuevos. Tenía los ojos pequeños, sus labios esbozaban una sonrisa y llevaba las manos en los bolsillos. Alzó la vista y a la luz del sol se vio la palidez de su cara.
Por un momento, no consiguió reconocerle. Y cuando lo logró, sintió un mareo.
—¡Tim! —gritó Laura.
La sonrisa del hombre creció.
—¿Me buscabais? —dijo.