Karen encontró a Michael en su habitación, cruzado de piernas sobre la cama y respirando con dificultad. Alzó la vista con brusquedad cuando ella entró por la puerta.
—¿Michael? —Cerró la puerta buscando intimidad—. Michael, ¿qué pasa?
—Willis —dijo.
Michael le contó que había estado en las colinas al sur del pueblo, y que Willis le había recogido y traído en coche. Wiliis no había bebido pero estaba furioso. Willis le había acusado de practicar la brujería o de conjurar demonios o algo así… Willis había intentado pegarle.
Karen sintió un escalofrío repentino.
—¿Qué quieres decir con que lo intentó?
«Mi hijo», pensó. «Mi padre».
—No le dejé —dijo Michael.
—Michael, eso es ridículo… si hubiera querido pegarte, lo habría hecho.
—Se lo impedí.
Puede que Willis hubiera envejecido, pero seguía siendo fuerte y doblaba en tamaño a Michael.
—¿Cómo se lo has impedido?
Pero Michael no respondió, y Karen, al pensar en Michael y su padre a solas en el coche, creyó saberlo.
—Espera aquí —dijo.
Preguntó abajo, pero su padre aún no había entrado. Por eso salió por la puerta de atrás, al frío, a la vez que se enfundaba el suéter y respiraba vaho helado.
La puerta del garaje estaba abierta. Más que un garaje era un cobertizo, un establo en forma de caja y torcido que se apoyaba en el muro norte de la casa. El paso del tiempo había dejado agujeros y hendiduras. La luz invernal hacía que el interior quedara a oscuras.
Karen rodeó con cuidado los guardabarros cromados del Fairlane, junto a una pared repleta de aperos de jardín herrumbrosos.
—¿Papá?
No se escuchó respuesta alguna, pero en el coche parpadeó una luz: el cigarrillo de Willis cuando se volvió hacia ella.
—Papá —dijo—, tengo frío.
Abrió la puerta derecha del coche con un gesto cansino.
—¿Qué quieres?
—Hablar.
La puerta permaneció abierta.
Temblando ligeramente, Karen se deslizó dentro.
Willis estaba embutido en el asiento del conductor y se sujetaba la cabeza con un brazo mientras el otro lo tenía apoyado en el volante. El coche estaba lleno de humo de cigarrillo. En el salpicadero había un paquete arrugado de Camel.
Karen lo miró a la cara. Hacía falta cierto valor para fijar la vista sobre él. Había mirado a su padre muy pocas veces; había aprendido mucho tiempo atrás que era mejor no hacerlo. En sus recuerdos, él no era algo visible, sino una presencia, una voz, una orden estruendosa. Era algo esencial, como los rayos o los truenos… y tampoco te podías quedar mirando el tiempo.
Pero también era un anciano en un coche viejo.
—Has intentado pegar a Michael —le dijo Karen.
Willis exhaló humo y apagó el cigarrillo en el cenicero de la puerta.
—Ha ido a decírselo a su mami, ¿no?
—Le pregunté yo.
—¿Le has preguntado algo más?
—No… ¿Debería?
—Es posible. Por ejemplo, a lo mejor deberías preguntarle qué hacía esta tarde en las colinas.
No había manera de seguir evitando el tema.
—Papá, sé lo que hacía —dijo, después de aclararse la garganta.
Willis le lanzó una mirada sorprendida… y luego volvió la cabeza. Sus grandes manos aferraron con más fuerza el volante
—Solía pensar que tú eras diferente —dijo pasado un tiempo—. Pero no es así, ¿verdad? Eres como los otros dos.
Eso hizo que Karen quisiera gritarle. «Lo soy», quiso decir. «¡Soy distinta, tú me hiciste distinta! Soy como querías…; ¡Dios mío, mírame!». Pero alejó aquella idea y respiró hondo y despacio.
—Intenté criar a Michael para que fuera normal, de veras. Pero no puede seguir siendo lo que no es eternamente.
—Entonces, ¿qué es? ¿Has pensado en ello?
No, no lo había hecho, pero…
—Para eso hemos venido, para averiguar qué es Michael. Y qué somos nosotros.
Willis negó amargamente con la cabeza.
—Me amenazó. ¿Te ha contado eso? Me amenazó con soltarme en un pozo del Infierno. Y yo…
Pareció atascarse al recordar.
—¿Le creíste? —dijo Karen.
—¿Tú no le habrías creído?
—Papá, lo asustaste.
—Es igual que tu hermano, igual de respetuoso. Menos aún. Oh sí… con él has hecho un trabajo magnífico.
—Pero no le he pegado nunca —dijo Karen.
—Pues tendrías que haberlo hecho.
«No», pensó Karen. «Soy adulta. Sé que no tiene razón».
—A lo mejor Tim estaba en lo cierto —dijo.
Willis le lanzó una mirada furiosa.
—A lo mejor tendríamos que haberte odiado —dijo Karen—. Tal vez el problema es que nunca lo hicimos. Nos pegabas y te seguíamos queriendo. Era como amar a una piedra, pero lo hacíamos. Laura lo hacía, aunque no querrá admitirlo. Puede que incluso Tim, por lo menos cuando era pequeño. Pero ¿sabes una cosa? Si tuviera un vecino que tratara a sus hijos como tú nos tratabas, ¿sabes lo que haría? Llamaría a la policía.
A la vez que lo decía, pensaba en ello; le sorprendió tanto como pareció sorprenderle a Willis.
—¿Has venido para decirme esto? —dijo Willis.
—¡He venido para salvarle la vida a Michael!
Willis frunció el ceño.
—Papá, el Hombre Gris estuvo a punto de llevárselo. Y mató a una niña —dijo Karen.
Willis se estremeció.
—Por el amor de Dios. —Negó con la cabeza—. No me habéis dicho…
—¿Quién era Ben Williams? —dijo Karen—. ¿Quiénes eran nuestros padres? Papá, ¿lo sabes?
Pero no respondió. Se la quedó mirando y luego estiró la mano y cogió un segundo paquete de Camel de la guantera. Arrugó el celofán y lo tiró a las sombras de sus pies, sacó un cigarrillo del paquete, encendió una cerilla y dio una buena calada. Retuvo el humo un instante y luego dijo, con una docilidad que Karen no reconoció:
—¿Te lo ha contado tu madre?
Karen asintió.
—Joder —dijo Willis.
—Pero faltan las partes importantes. Papá, tenemos que saberlas.
Se quedó callado otro rato largo. Se fumó el cigarrillo hasta el filtro. Karen estaba a punto de abandonar y volver a la casa cuando Willis abrió su puerta de repente. La luz interior iluminó el coche con un fulgor repentino y brusco. Willis salió al hormigón.
Se remangó los vaqueros a la luz del garaje.
—Acompáñame —dijo.
La llevó hasta el dormitorio que compartía con su madre.
Era un lugar íntimo; Karen no había entrado ni siquiera para cambiar las sábanas. Pero reconoció el viejo tocador de roble, las cortinas de muselina que amarilleaban, el cuadro del velero en la pared. Llevaban toda la vida con aquellas cosas. Papá se inclinó sobre el cajón inferior del tocador, rebuscó un instante y luego sacó una fotografía antigua y parda, una que no había estado en la caja de zapatos de su madre.
Karen la cogió a la vez que en ella crecía la capacidad de asombro. Era una foto de un picnic de la iglesia. Hombres en mangas de camisa y con sombreros, mujeres con vestidos de tirantes hinchados, todos alineados rígidamente para la foto.
—Es ése —dijo Willis—. El segundo de la fila de atrás. Ése es Ben Williams.
Karen examinó aquella imagen desvaída y pequeña de su padre biológico.
Ben Williams era un hombre alto de ojos grandes y perplejos. Era de tez pálida y llevaba el pelo largo y despeinado. En una mano llevaba distraídamente una Biblia de piel.
—La mujer de al lado es su mujer —dijo Willis en tono apagado—. Esa rubia de ahí… no se la ve muy bien. Los niños están en el césped.
«Los niños», pensó Karen. «Laura y Tim y yo. Aquel día estábamos allí… antes de que todo cambiara».
Karen observó los ojos tristes del hombre de la fotografía.
—¿Murió?
—Sí. Murió.
Karen pensó en ello.
—Cuéntamelo —le dijo.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —dijo Willis.
No estaba ni mucho menos segura. Pero obligó a su cabeza a que asintiera.
—De acuerdo —dijo Willis.
—Bueno, siempre supimos que eran raros —dijo Willis.
»Tenían un aire peculiar. Los tomamos por desplazados por su acento y todo lo demás. El reverendo Dahlquist les dijo que había una iglesia ortodoxa griega en el centro de Burleigh, porque pensó que sería más de su gusto, pero dijeron que no, que la Asamblea era lo que querían. Eran simpáticos e iban a la iglesia y trataron de integrarse, y después de un tiempo nadie le dio muchas más vueltas al asunto.
»Hasta aquella noche.
(Karen, abre la ventana. A tu madre no le gusta que fume aquí dentro, pero lo necesito).
«Entiende que yo no estuve allí desde el principio, y que parte de esto me lo contó el reverendo Dahlquist. Resulta que la señora Williams se presentó en la casa del párroco una noche con sus tres hijos, mucho después de anochecer. Llamó a la puerta durante cinco minutos hasta que salió el reverendo con la camisa de dormir y le abrió la puerta. “Tenga, reverendo”, le dijo. “Cuídeme a los niños durante un tiempo, sólo esta noche, por favor”. El reverendo Dahlquist le preguntó por el motivo, pero la señora Williams no quiso decir nada. Al reverendo Dahlquist no le hizo ninguna gracia, pero luego me contó que acogió a los niños porque temía por ellos; estaba claro que la señora Williams tenía un susto de muerte. Supuso que Ben estaba muy furioso o borracho, o algo parecido. No era algo propio de Ben, pero en aquel lugar pasaba a veces. El reverendo dio de cenar a los niños y los metió en la cama. Él también se habría ido a la cama, pero no hacía más que pensar en el rostro de la señora Williams, en lo asustada que parecía, y al final empezó a preocuparse de que la pasase algo, de que Ben la hiciese daño si estaba tan desquiciado. Así que telefoneó a unos cuantos de los feligreses y sugirió que nos pasáramos a echar un vistazo a la casa de los Williams.
»Era tarde para ir en coche pero Charlie Dagostino y Curt Bloedell me recogieron en el gran Packard de Charlie. Los tres fuimos en coche a oscuras. Curt Bloedell llevaba un pequeño fusil de calibre 22 que usaba para matar ardillas, pero no creo que esperase utilizarlo. De hecho, no lo utilizó… aunque tal vez debería haberlo hecho.
»Llegamos a la casa de los Williams pasada la medianoche. La casa estaba a oscuras.
»Charlie adujo que debíamos volver a casa. Era evidente que no pasaba nada. Yo estaba de acuerdo, pero Curt Bloedell quería llamar y asegurarse; a Curt siempre le encantó meter la nariz en los asuntos de los demás. Discutimos y Charlie dijo por fin: “Vale, llamaremos de una santa vez, quiero volver a casa y meterme en la cama”. Así que los tres recorrimos juntos el camino de tablas.
»No era una casa grande sino una cabaña, una de esas chabolas que se ven en el campo. Tenía el tejado de cartón alquitranado y una estufa de carbón para el invierno, pero Ben la había dejado lo mejor posible y su esposa había llenado unas cuantas ruedas de camión con tierra del arroyo y había plantado campanillas y lirios del valle, que habían florecido. Sólo teníamos miedo de lo que Ben diría cuando lo despertásemos. Ninguno de nosotros se lo tomaba muy en serio y Curt dejó el fusil del 22 en el coche.
»Pero antes de que pudiéramos llamar, la puerta se abrió.
»Salió un hombre.
»Llevaba una gabardina y un sombrero grises. Parecía extranjero. En el umbral de aquella casa a oscuras sonrió de manera rara.
»Tal vez sepas de quién hablo.
»Y supongo que lo lógico habría sido que nos asustásemos o que al menos sospechásemos que había pasado algo. Pero lo raro es que no lo hicimos. Él nos miró uno a uno, a mí a Curt Bloedell y a Charile Dagostino (en ese orden) y se limitó a sonreír y a darnos las buenas noches en un tono más o menos infantil y luego fue hacia la carretera y desapareció en las sombras mientras mirábamos. No le preguntamos quién era ni qué hacía allí. Te juro que no sé por qué. Yo creo que nos hechizó de algún modo, aunque no pude decírselo a Curt ni a Charlie, y ellos tampoco sugirieron nada parecido. Pero en cuanto perdimos de vista a aquel hombre, todos negamos con la cabeza y empezamos a tener la sensación de que pasaba algo terrible. Y por primera vez sentimos miedo. Curt Bloedell no hacía más que murmurar “Jesús, oh, Jesús”, y Charlie quería meterse en el Packard y huir a casa. Pero yo dije que habíamos ido a ver cómo estaban los Williams y que lo haríamos, y a todos nos extrañó que estuviésemos hablando en voz alta en la puerta de la casa y que nadie nos escuchara. ¿Qué pasaba? Así que entré y busqué a tientas un Interruptor, porque sabía que hacía poco habían puesto la instalación eléctrica y que, por lo menos, habría luz. Encontré el interruptor y lo pulsé.
»Bueno, estaban muertos.
»En realidad, estaban peor que muertos, porque había miembros dispersos por toda la cabaña y otros faltaban. En el suelo había bolsas de viaje baratas y algo de ropa, como si hubieran estado haciendo las maletas cuando sucedió todo aquello. Y también había algunos juguetes de los niños. Y mucha sangre.
»No puedo describirlo mejor. Pero fue horrible.
»Recordarlo es horrible.
»Salí y vomité en una de las macetas. Curt Bloedell corrió hasta el Packard y sacó el calibre 22 y empezó a disparar al aire. Si Charlie y yo no le llegamos a detener, podría haberse herido. Sollozaba como un niño.
»Y yo no hacía más que pensar en los pobres niños.
»Habríamos llamado a la policía desde la cabaña si hubiera tenido teléfono, pero Ben no lo había instalado, así que volvimos a la casa del párroco (y es un milagro que nadie muriese en aquel trayecto) y le contamos al reverendo Dahlquist lo que había pasado, y fue él quien llamó a la policía.
»En el tiempo que transcurrió antes de que la policía fuera a hablar con nosotros, decidimos que no diríamos nada de los niños.
»Si el estado se hacía cargo de su custodia acabarían en un orfanato o a saber dónde, y pensamos que lo mejor era solucionarlo dentro de la iglesia; así podríamos vigilar más de cerca a los niños. Además, el reverendo Dahlquist y la esposa de Charlie Dagostino se habían enterado de la situación de Jeanne.
»Supongo que también te lo habrá contado, ¿no?
»Ya veo.
»La policía habló con nosotros y al principio se mostraron recelosos, pero Curt, Charlie y yo no habíamos podido hacer nada así, ni siquiera con el 22, y no estábamos manchados de sangre ni de nada. Les hablamos del hombre que habíamos visto y del aspecto de la casa. El reverendo Dahlquist les dijo que nos había mandado porque le preocupaba que Ben se hubiese emborrachado y estuviese pegando a su mujer. Y la policía, creo que porque no se les ocurría cómo o por qué había sucedido aquello, no pareció que quisiera seguir con las investigaciones. Para ellos no eran más que dos vagabundos muertos en extrañas circunstancias, y no había nada más que decir. Después de aquello, ninguno de los tres hablamos del tema.
»Y a pesar del tiempo que ha pasado… a veces sueño con aquello.
Karen no supo qué decir. Era demasiado espeluznante, demasiado horrible.
—No lo entiendo —dijo Willis—. No pretendo entenderlo. Pero sé lo que sentí la primera vez que vi a Timmy haciendo ese truquito. Estaba en el patio trasero de Constantinople una noche de verano y le rodeaban las luciérnagas. Vosotras estabais dentro y Jeanne se estaba dando un baño mientras yo vigilaba al niño. Tim perseguía las luciérnagas, corría por el jardín mientras se reía y trataba de cogerlas. Y, de repente, extendió su manita y dibujó un círculo en el aire. Y el círculo se llenó con la luz de las luciérnagas y en aquella luz aparecieron formas. Rostros y cuerpos…, seres con alas. Y podría haber sido cualquier cosa, pero yo pensé, y estaba seguro de ello, que Timmy había abierto una puerta al mismísimo infierno. Y sólo pude pensar en aquel hombre del sombrero gris y en sus ojos mirándonos a Charlie y a Curt Bloedell y a mí, y luego en la sangre y los cuerpos desmembrados de la cabaña.
»Cogí a Timmy y le pegué hasta que casi perdió el conocimiento.
Karen no dijo nada.
—No me reportó ninguna satisfacción —dijo Willis de plano—. Quería que le cogiese miedo. Si eso significaba que me tenía que temer, que así fuera. Independientemente de lo que Tim hubiera hecho, sabía adonde llevaba. Llevaba a aquella cabaña…, a aquellos cadáveres.
—Pero no sirvió de nada —dijo Karen en voz baja.
—Tim siempre se me opuso. —Willis se frotó la cara con su enorme mano callosa—. Me odiaba. Tú lo has dicho.
—Y cuando nos mudábamos era por el Hombre Gris.
—A lo mejor me lo encontraba por la calle, lo mencionabais alguno de vosotros o lo veía Jeanne. Y huíamos.
—Pero siempre nos encontraba.
—Con el tiempo.
—Deberías habernos avisado antes de marcharnos de casa —dijo Karen.
—Siempre pensé… parecía que iba a por Timmy. Y a veces pensé que era Timmy el que lo traía. Timmy no le tenía miedo. No sé todo lo que pasó después… A lo mejor Timmy tiene un trato con él. —Aplastó la colilla con la suela del zapato—. Durante años he creído que ese hombre era el diablo.
Karen comprendió que aquello era literal, que su padre procedía de una vieja tradición de fundamentalismo religioso, que era muy capaz de creer en un diablo que llevaba un viejo sombrero gris. Teniendo en cuenta lo que había visto, a lo mejor no estaba tan loco.
—¿Aún lo sigues creyendo? —dijo.
—No sé lo que creer.
Vio que su padre miraba por la ventana con aire taciturno. La luz vespertina se había desvanecido y el aire que corría sobre el alféizar estaba helado.
—Querías que tuviésemos miedo —dijo Karen, mientras veía cómo su padre fijaba la vista en el crepúsculo.
—Sí —dijo en tono apagado.
—Porque tú tenías miedo.
Pero Willis no respondió.