Michael comprendió que le correspondía a él ser el hombre de la casa, y por eso tenía que encargarse de la protección y de permanecer en guardia.
La rutina en la casa de los Fauve era que Willis se levantaba temprano y Jeanne le preparaba un desayuno opíparo. Luego Willis iba a trabajar media jornada o la jornada completa a la fábrica y Michael, su madre y su tía se atrevían a bajar. Nadie gritaba: «¡No hay moros en la costa!», ni nada parecido, pero era algo así; esperaban el portazo de la gran puerta principal y el ruido de los pies de Willis en el porche. El viejo Ford Fairlane salía traqueteando del garaje y la casa era segura.
La abuela Jeanne insistía en cocinar. Los desayunos eran colosales —cereales, tostadas, huevos, montañas de bacon— y Michael siempre se negaba a repetir. Sin embargo, aquella mañana dejó que su abuela se saliera con la suya sin protestar y se percató del modo distraído en que iba en círculos de la mesa a la encimera y de que Karen y Laura la miraban extrañadas: pasaba algo.
Apenas sentía curiosidad. Sabía por qué la tía Laura les había llevado allí y le agradecía que, probablemente, estuviese logrando algo. Entendía que era necesario solucionarlo todo desde el principio, pero ya se había hecho a la idea de que eso no era todo. Ni mucho menos. Porque seguía existiendo el problema del Hombre Gris.
El Hombre Gris podía encontrarlos en cualquier momento.
Michael se sirvió una buena ración de huevos revueltos mientras pensaba en ello.
La maniobra que habían llevado a cabo al salir de Turquoise Beach haría que el Hombre Gris perdiera el rastro, pero no para siempre. Los había seguido antes y los seguiría hasta allí. Sólo era cuestión de tiempo. Y la madre y la tía de Michael estaban preocupadas, con lo que a Michael le correspondía permanecer alerta.
La abuela Jeanne le recogió el plato y lo enjuagó bajo el grifo. Su madre le puso una mano sobre el hombro.
—¿Michael? Nos gustaría hablar en privado con la abuela Jeanne.
Michael asintió con la cabeza y se levantó. La abuela Jeanne no quiso mirarlo a la cara y fijó 3a vista en la espuma del fregadero. La tía Laura asintió una vez con solemnidad, telegrafiándole que aquello era importante y que lo mejor era que se fuera.
—Estaré fuera —dijo.
—Abrígate. —Su madre le revolvió el pelo distraídamente—. No te alejes de la casa.
Procuró no prometerlo.
Fuera, la temperatura seguía por debajo de cero pero el viento había amainado. Había salido el sol y fundía la nieve de las aceras; el aliento de Michael se alejaba en forma de vaho a la luz invernal.
Siguió la misma ruta que había recorrido el día anterior, por la avenida Riverside hasta salir del pueblo por el sur y subió la colina nevada hasta que vio ante él todo el mapa de Polger Valley. En lugares altos como aquel sentía mejor el poder.
En el pueblo, entre la gente, lo apagaban muchas otras sensaciones. Allí arriba podía escuchar el cántico, como una canción tranquila pero importante que sonaba en mía radio lejana. Lo sentía como un motor que zumbaba enterrado en la tierra.
Pensó en lo que había cambiado su vida todo aquello. Hacía no mucho, las principales preocupaciones habían sido los exámenes trimestrales y los problemas logísticos de disfrutar de la noche del sábado sin saber conducir. Todo aquello había desaparecido… se había desvanecido.
«Pero, en realidad, nunca fue así», pensó Michael. «Lo sabías. Lo sabías antes de que Emmett te colocase aquel día en Turquoise Beach. Lo sabías antes de que papá se marchase. Sabías que eras especial o, en cualquier caso, distinto: de algún modo, señalado».
Michael sintió el poder en su interior y supuso que siempre lo había sentido, pero no le había dado ningún nombre. Su inmensidad indescriptible le había intimidado, del mismo modo que alguien podría tener miedo a caer si viviera al borde de un desfiladero… pero también lo había adorado, en secreto, en silencio. Se acordó de las noches en que volvía de casa de un amigo, noches de invierno mucho más frías que aquellas en las que temblaba en una parka con demasiado relleno, en las que salían las estrellas y una aureola rodeaba la luna, en las que se quedaba a solas en una calle vacía de las afueras; sentía que el futuro se abría ante él y que su vida era una autopista ancha y despejada de posibilidades. Y no obedecía a ninguna razón, no había motivos para creer que era único o que su vida sería especial. Sólo aquella sensación de que el tiempo se abría como una flor para él.
«Aún se abre», pensó. Recordaba el sueño de la noche anterior, las ciudades y las praderas y los bosques que había visto. La visión le había llegado desde muy lejos. Se preguntó si podía alcanzarla… si sería capaz de conjurarla de nuevo. A lo mejor estaba demasiado lejos; tal vez estuviera fuera de su alcance y nunca fuera más real que sus sueños.
Pero lo había visto, y tenía la intuición de que era un lugar real. Tal vez pudiera encontrar el camino hasta allí… algún día, de algún modo. A lo mejor su vida iba en esa dirección.
A lo mejor.
Si podían encargarse del Hombre Gris.
«Walker», había dicho el Hombre Gris. Caminante, acechador, cazador, descubridor…
«Estuvo a punto de llevarme con él», pensó Michael. «El día antes de que nos fuéramos de Toronto. Me hipnotizó, o algo así, e hizo que lo siguiera fuera del mundo a través de una fea puerta trasera».
Recordaba el lugar al que había estado a punto de ir. Recordaba la sensación que le produjo, su sabor y su olor. Y a diferencia del mundo con el que había soñado la noche anterior, no quedaba lejos… Michael estaba seguro de poder encontrarlo de nuevo si quería.
Puede que algún día fuese necesario. A lo mejor les decía algo.
A hurtadillas, alzó las manos delante de él.
Se dijo que probablemente no fuera buena idea, pero pensó que era importante. Una pieza del rompecabezas. Era el paso que Laura o su madre nunca darían; era responsabilidad de Michael.
Formó un círculo con sus dedos.
Miró a través del círculo al pueblo de Polger Valley, en calma bajo un centímetro de nieve.
Sintió el poder en su interior… y miró de nuevo, esforzándose.
El pueblo cambió…
Se veía que era el mismo pueblo. Una vieja población siderúrgica en el Monongahela. En cierto modo, tal vez fuera más próspero. La fábrica era mayor, un enorme complejo de edificios negros como el carbón dispuestos en una hilera a la orilla del río. Había muelles atestados de extrañas barcazas de madera y en el río había mucho tráfico. Pero el pueblo también estaba más sucio y el cielo era negro; las casas pegadas a esta ladera eran chabolas de hojalata y cartón alquitranado. El suelo estaba nevado, pero la nieve tenía el color gris de la ceniza; los árboles eran altos, débiles y estaban pelados. Casi todo el tráfico que pasaba por el pie de la colina eran caballos y carros; el único camión que pasó sin prisa parecía anticuado y tenía forma de caja. A Michael le llegó un tufillo químico de azufre.
Echó un vistazo al otro lado del pueblo, a la comisaría y al tribunal, edificios feos de piedra gris a quinientos metros yendo por Riverside. Vio ondear la bandera en el tribunal y se percató de que no era una bandera estadounidense, ni ninguna que le sonase: era algo oscuro con un símbolo triangular.
«Es un mal lugar», pensó Michael.
Se percibía en el aire. Pobreza y magia maligna.
«Éste es su hogar», pensó Michael. «Aquí es donde vive Walker. A lo mejor no en este pueblo, pero es este mundo».
Sintió un escalofrío e hizo desaparecer la visión con un pestañeo. Dejó caer las manos junto a sus costados.
A lo mejor tenían que seguir a Walker hasta aquel lugar. Tal vez fuera su única opción. Podría reducirse a eso.
«Pero aún no», pensó Michael.
Se sintió sucio, mancillado; pese a lo breve del contacto, había sido todo un castigo.
«Todavía no, aún no estamos preparados… no somos lo bastante fuertes para ello», pensó a la vez que bajaba la colina hacia Polger Valley, que de repente parecía muy limpio.
Estaba a medio camino de casa e iba por Riverside, tras dejar atrás Kresge's y la ferretería, cuando Willis paró a su lado.
—Eh —dijo Willis.
Michael se detuvo en la acera agrietada y miró con cautela a su abuelo a través de la ventanilla bajada del Fairlane.
—Sube —dijo Willis.
—Quería andar —dijo Michael.
Pero Willis se estiró y abrió de un empujón la puerta del copiloto. Michael se encogió de hombros y se subió.
El coche estaba lleno de envoltorios de comida rápida y colillas, pero apenas olía a alcohol. Willis estaba sobrio.
Willis fue despacio por la calle mayor. Miraba a Michael de vez en cuando e intentó entablar una conversación en un par de ocasiones. Le preguntó qué tal le iba en el colegio. «Bien» le dijo Michael. ¿No le afectaba estar tanto tiempo fuera? No, Michael creía que podía sacar el curso. (Como si importase algo de aquello).
—¿Tu padre os ha dejado? —dijo Willis.
Michael dudó, y luego asintió.
—Menuda cabronada —dijo Willis.
—Supongo que tenía sus motivos.
—Todo el mundo tiene algún puto motivo —dijo Wilíis, y añadió al doblar por Montpelier—: Mira, sé de lo que huís.
Michael alzó la cabeza, desconcertado.
—Si seguís con lo que estáis haciendo, sólo podéis empeorar las cosas —prosiguió Willis.
—No sé a lo que te refieres.
—Sin embargo, yo creo que sí lo sabes. Creo que sabes exactamente a lo que me refiero. —Willis hablaba con una voz que le salía del fondo del pecho, casi para sí. Al acercarse a la casa, redujo marchas y frenó.
—Timmy también se iba por ahí. Se subía a las colinas o Dios sabe dónde. Y yo sabía lo que hacía, igual que sé lo que tú haces. Me lo olía. —Willis recorrió la entrada y se metió en el pequeño y oscuro garaje. Tiró del freno de mano y apagó el motor—. También me lo huelo contigo.
Michael trató de abrir la puerta pero Willis le cogió la muñeca. Willis apretaba con fuerza. Era viejo, pero tenía músculos fibrosos y fuertes.
—Es por tu propio bien —dijo—. Hazme caso. Eso fe trae. ¿Dónde está tu sentido común? Si vas y haces una puertecita al Infierno, él saldrá por ella.
—¿Qué sabes del tema? —dijo Michael.
—Más de lo que crees. No crees que sea muy listo, ¿verdad?
Michael sintió que aumentaba la furia de Willis. Se movió hacia la puerta, pero Willis le apretó la muñeca.
—¡Dios mío! —prosiguió Willis—. ¿Tu madre no te ha enseñado nada? A lo mejor lo ha hecho… a lo mejor te ha enseñado la hostia de cosas.
Michael se acordó de lo que Laura le había contado, de las palizas que Willis solía propinarles. Se dio cuenta de que era verdad, que Willis podía hacerlo, que era capaz. Willis emanaba furia como si fuera una luz roja brillante.
—Admítelo —dijo Willis—, estabas en las colinas abriendo puertas.
Michael lo negó con la cabeza. La mentira fue automática.
—No me jodas —bramó Willis—. Soy un buen cristiano y puedo oler al Diablo en la oscuridad.
Esto hizo que Michael pensara en el hedor a azufre del mundo de Walker.
—Yo no hago esas cosas —dijo.
Willis apretó más fuerte.
—No te permitiré que vuelvas a atraer a esa criatura sobre nosotros. Han pasado muchos años… y viví con aquello demasiado tiempo. —Se inclinó y el rostro quedó cerca del de Michael. La tenue luz invernal del garaje hacía que pareciera monstruoso—. Quiero que me confieses lo que has estado haciendo. Y luego quiero que me prometas que no lo volverás a hacer.
—Yo no…
—Una mierda —dijo Willis, y levantó la mano derecha para propinar un golpe.
Fue el gesto lo que enojó a Michael. Le enfureció, porque supuso que su madre y Laura habían visto aquella mano alzada de niñas, demasiado pequeñas para replicar con obras o palabras.
—¡De acuerdo! —dijo, y cuando Willis dudó Michael prosiguió—: ¡Sé hacerlo! ¿Estás satisfecho? ¡Podría salir de aquí y ni siquiera me verías marcharme! ¿Es eso lo que quieres?
Willis arrastró a Michael y con la otra mano le agarró del pelo. El tirón fue doloroso y a Michael se le saltaron las lágrimas.
—Ni se te ocurra —dijo Willis.
Su voz fue un estruendo de la maquinaria enérgica que tenía en el pecho.
—Prométemelo —dijo Willis—. Prométeme que no lo volverás a hacer.
Silencio.
Willis volvió a tirarle del pelo.
—¡Prométemelo!
—¡Que te den por culo! —dijo Michael.
Y la sorpresa impidió que Willis reaccionara.
—¡Podría hacerlo aquí! —dijo Michael entre dientes—. ¿Has pensado en ello? Podría hacerlo ahora. —Y era cierto. Aún sentía el poder dentro de él, agudo y cantarín—. Podría hacer que atravesaras el suelo tan deprisa que no te daría tiempo ni a pestañear… ¿Quieres que lo haga? —dijo sin pensar.
Willis se quedó sin habla.
—Suéltame —dijo Michael.
Milagrosamente, sintió que Willis aflojaba la presa.
Abrió la puerta de un tirón antes de que Willis pudiera pensárselo dos veces y se tambaleó sobre el hormigón grasiento.
—Estás perdido —dijo Willis desde la oscuridad del interior del coche—. Chaval…, estás condenado. —Pero no le quedaban muchas fuerzas.
Michael entró a toda prisa en la casa.
—No me gusta tener que contároslo —dijo su madre—. No puedo contároslo todo. No me lo sé todo, pero creo que puedo contaros lo que sé.
Pasaron varios segundos en el reloj de la cocina. Karen y Laura estaban sentadas tomando un café. Karen comprendía que lo mejor era el silencio, que su madre buscaba con la mirada una historia enterrada más allá de aquellas paredes.
«Nos está resultando duro a todos», pensó.
En privado, Karen tenía miedo. Las palabras pronunciadas en aquella habitación podían cambiar su vida.
«A partir de ahora el futuro es oscuro y extraño», pensó.
Dio otro sorbo de café y esperó. Detrás de las ventanas llenas de vaho, el sol matutino iluminaba el patio.
—Bueno —dijo su madre—. Cuando era joven conocí a Willis en Wheeling. Hace tanto tiempo que parece un cuento. La abuela Lucille trabajaba aquel año en el Cut & Curl y yo era cajera en el banco.
Se recostó y dio un suspiro.
—Conocí a Willis en la iglesia.
»Era una pequeña iglesia de la Asamblea de Dios, y hoy en día nos llamarían fundamentalistas. Para nosotros, no era más que la iglesia. Willis se lo tomaba muy en serio e iba a todos los oficios. Yo iba todos los domingos pero no solía echarles una mano ni asistir a las reuniones. Había un Grupo Juvenil que se reunía en el sótano, y yo iba a veces. Willis siempre estaba allí. Me conoció en el Grupo y tardó casi un año en reunir valor para pedirme salir. Puede parecer extraño, pero en aquellos tiempos las cosas eran distintas. La gente no se metía en la cama a la primera. Había un cortejo y luego venían las citas. Pero empezamos a salir enseguida y me gustó lo suficiente para que acabáramos casándonos.
»Cuando era más joven era diferente. No lo digo para excusar nada, pero quiero que comprendáis lo que pasó. Era un tipo divertido y contaba chistes. ¿Os lo podéis imaginar? Le gustaba bailar. Después de casarnos, un primo suyo le consiguió un empleo en una fábrica en Burleigh, y en ese momento fue cuando nos marchamos de Wheeling.
»Supongo que me resultó difícil estar lejos de la familia, en un pueblo forastero y vivir con un hombre, todo por primera vez. Ya sólo estar casada era algo muy diferente. Willis no siempre era tan amable o interesante como parecía cuando salíamos, pero eso es algo que más o menos te esperas. Además, también hacía muchas horas extra. Había días que apenas lo veía. Admito que a veces me sentía sola y, aunque hice algunos amigos, nunca fue como en Wheeling; siempre me resultó un lugar extraño.
»Queríamos hijos, sobre todo yo. Los queríamos especialmente porque la casa que alquilamos parecía muy vacía. No era una casa grande (en aquellos años Willis no ganaba mucho), pero lo parecía cuando yo la recorría a solas. Limpias, escuchas un poco la radio y se pasa el tiempo. Resultaba normal pensar en niños y en la compañía que supondrían, aunque sólo fuera uno. Los vecinos tenían hijos y la mujer, Ellen Conklin, me visitaba por las tardes y se tomaba una taza de café tras otra y se quejaba de la vida que llevaba. Tenían una mocosa que creo que se llamaba Emilia y que nunca la dejaba en paz. Era una niña mala de verdad. Pero, pese a todo, la envidiaba. Un hijo… sería algo. Pero no los tuvimos. Esperamos cinco años».
»No se me ocurrió ver a un médico ni nada. Pensaba que bastaba con esperar y que Dios decidiría si sucedía o no. Allí íbamos a una iglesia de la Asamblea y en una ocasión le pregunté al pastor por ello, en privado. Era joven, y se puso tan colorado que apenas pudo hablar. “Si Dios quiere”, dijo, exactamente con esas palabras. “Reza”, me dijo. Así que recé, pero no pasó nada.
»No sabía nada de la fertilidad ni de cómo funcionaba, salvo que el hombre y la mujer se acostaban y así sucedía todo. Me pregunté si hacíamos algo mal, porque en aquellos tiempos nadie hablaba del tema. No hablaba del tema nadie que conociera. Al final reuní valor para mencionarle a Ellen Conklin que no conseguíamos tener un hijo, y me dijo: “Caramba, Jeanne, pensé que lo hacíais adrede”. Y para mí fue una novedad que hubiera una manera de no tener hijos a propósito. Me resultó desconcertante… ¿por qué no iban a querer? Por supuesto, Ellen Conklin se partió de risa.
»Me dijo que fuera al médico, que podía ser yo o Willis, y que a lo mejor se podía solucionar.
»Vi al médico yo sola. Willis no fue y no quiso saber nada del tema. No era de esas cosas de las que Willis podía hablar. Por eso fui sola, y al final dio igual que Willis no fuera porque resultó que era yo… Era yo la que no podía tener hijos.
Paseó varías veces la mirada de Karen a Laura.
—¿Sabéis a lo que me refiero?
Karen temblaba y no decía palabra.
—¿Nos adoptasteis? —dijo Laura con frialdad. Y añadió—: He mirado en la Biblia de la familia, mamá… Sé que no estamos.
De pronto, Karen se sintió perdida, un barco con las amarras sueltas.
—No exactamente —dijo su madre—. Pero os contaré la historia. Lo que sé de ella.
—Formaban una extraña pareja —dijo su madre—. Llevaban yendo a la iglesia de la Asamblea casi dos años, y eran inmigrantes.
»Casi todos pensaban que eran desplazados, refugiados de lo que quedaba de Europa después de la guerra. Nadie podía ubicar exactamente de qué país habían huido. Hablaban un inglés bueno aunque algo extraño, como si se hubiese mezclado un acento neerlandés con uno francés. Se parecían. Él era alto y ella baja, pero tenían ojos similares.
»Llegaron al pueblo un día y se alojaron en una cabaña junto a la carretera de acceso. Era evidente que lo habían pasado mal. Dijeron que se apellidaban Williams, y la gente pensó que no tenían papeles y que habían entrado ilegalmente en el país; era posible.
»Pero no iban dando tumbos por la vida. El hombre —dijo que se llamaba Ben— no estaba cualificado pero era voluntarioso y trabajaba duro. A veces se le veía en la parte de atrás de la ferretería, barriendo o reponiendo las estanterías. La gente decía que no se quejaba nunca. Y tenía familia.
»Tres niños.
»El mayor tenía cuatro años. El menor era un recién nacido.
»Veo que sabéis lo que quiero decir. Pero esperad… no os adelantéis.
»La gente se compadecía de ellos porque parecían demacrados, perseguidos. En la Depresión se les podría haber confundido con delincuentes o vagabundos, pero aquella era una época próspera y no tenían nada de delincuentes. Además, en aquellos tiempos leíamos las historias terribles de la guerra; fue cuando salió a la luz la verdad de los campos de exterminio. No eran judíos, pero podían haber sido gitanos o polacos, o a saber qué. Ninguno de nosotros comprendía lo que había pasado en Europa y sólo sabíamos que habían perseguido y asesinado a muchas personas inocentes.
»Ben parecía tomarse la iglesia muy en serio. Sin embargo, no sé si se trataba de una convicción sincera o de la necesidad de encajar. A veces lo veía en la iglesia, dos o tres bancos delante de mí, en pie con el cantoral en la mano, y no cantaba, sino que sólo movía los labios. Tenía pinta de estar completamente perdido, igual que si vosotras o yo acabamos por error en una sinagoga y no nos podemos marchar por educación. Creo que el himno procesional era lo que más le gustaba. Cuando sonaba el órgano siempre cerraba los ojos y sonreía un poco. Siempre echaba dinero al cepillo, para un hombre en sus circunstancias, era muy generoso.
»Jamás pensé que abandonaría a sus hijos. Parecía que Burleigh le gustaba… y amaba a esos niños. Estaba claro.
»Pero ésta es la parte de la que no sé mucho. Willis nunca me habló de ella.
»Sólo sé que una noche pasó algo en la cabaña donde vivían. Willis recibió una llamada telefónica y fue con gente de la iglesia. Volvió muy pálido y tembloroso, pero jamás habló del tema. La gente dijo que habían ido un par de coches patrulla y circularon varios rumores, pero ninguno coincidía, con lo que no sé lo que pasó. Al final se supo que Ben y su mujer se habían marchado del pueblo, o que tal vez había asesinado a su esposa y había huido… pero yo nunca me lo creí.
»El pastor de nuestra iglesia se hizo cargo de los tres niños. A dos pueblos de distancia había un orfanato del condado, pero tenia muy mala fama… y aquellos niños no estaban inscritos en el registro; no tenían certificados de nacimiento ni de bautismo. En esa época, en aquel lugar, la gente ye tomaba esas cosas de manera más informal, y el pastor pensó en nosotros.
»Habló del tema con Willis.
»No sé si a Willis le hizo gracia la idea, pero sabía que yo quería hijos y que no podía tenerlos. A lo mejor le convenció el pastor o alguno de los diáconos. En cualquier caso, aceptó, y creo que fue muy valiente al hacerlo.
»Os trajo a los tres a casa.
—No me acuerdo de nada de eso —dijo Karen aturdida.
—Bueno —dijo su madre—, sólo tenías cuatro años… recién cumplidos. No es de extrañar. Y Laura aún andaba con pañales y Tim acababa de nacer.
—Al menos tiene sentido —dijo Laura—. Pone cierto orden.
—¿Sí?
—Debe de haber alguna explicación para que seamos como somos.
—Ni siquiera deberíais hablar del tema —dijo su madre.
—Pero lo estamos haciendo —dijo Laura—. ¿No es eso de lo que hemos estado hablando todo el rato? Mamá, por eso hemos venido.
Karen vio que su madre se levantaba e iba nerviosa al fregadero.
—A tu padre le daba miedo —dijo su madre en un susurro.
Se puso de cara a la ventana.
—Te vi hacerlo una vez. Me refiero a ti, Karen. Me acuerdo. No parecía que fuera tan malo. Me lo enseñaste, y estabas orgullosa de ello. Dibujaste un círculo en el aire y dentro de él apareció un lugar precioso; un lago, algunos árboles y una bandada de pájaros. Como una postal. Era precioso, algo similar a lo que un niño trataría de dibujar con lápices de colores. A mí no me dio miedo, no en ese momento. Supongo que luego sí, porque era un milagro e impone cuando piensas en lo que puede significar, pero estabas muy orgullosa de ello. A lo mejor alguien te había enseñado a hacerlo antes de que te adoptáramos. O puede que supieras. Cuando me calmé te dije que era bonito, pero que no volvieras a hacerlo y, sobre todo, que no se lo enseñases a papá… Sabía cómo se lo tomaría.
«¡Me acuerdo!», pensó Karen. Había pasado mucho tiempo, pero el recuerdo surgió de repente. Recordó cómo se había sentido al hacer aquel círculo, al percibir el poder en su interior… se había sentido orgullosa.
«¡Fue hace mucho tiempo!», pensó. «Era joven y podía escuchar aquella canción dentro de mí, aunque no quisiese. Ahora estoy agotada, vacía como una botella».
—Siempre era papá el que decidía cuándo nos mudábamos —dijo su madre.
—El Hombre Gris —dijo Laura.
Mamá asintió convulsivamente dándoles la espalda.
—Lo podéis llamar así. Lo vi en una ocasión, sólo una vez, antes de marcharnos de Pittsburgh. Tú estabas en el colegio, Karen. Tenía que hacer unas compras y Laura y Timmy iban conmigo en el tranvía. Y se subió al coche.
»Timmy le miró a los ojos… y pareció que los dos le reconocisteis. Yo también le miré.
»Supe que le pasaba algo. Me recordó a alguien que había sufrido alguna herida. De niños solíamos ver veteranos que habían sido gaseados en Francia y me recordó a ellos. Movía la cabeza de manera peculiar y bajo aquel sombrero flexible miraba con ojos extraños. Pensé que podía ser algo corto.
»Pero se sentó y fijó la mirada en los niños y vi que ellos también le miraban, y sonrió de manera horrible, y los ojos se le iluminaron con un gesto hambriento y terrible… y cuando vi que Tim le devolvía la sonrisa por poco me desmayo, y me sentí igual que tú te sentirías si vieras a tu hijo jugar con una serpiente de cascabel o algo parecido. Os cogí, toqué el timbre y nos bajamos en la siguiente parada… bueno, más bien salimos corriendo.
—¿Después de eso nos mudamos? —dijo Laura.
—Se lo conté a Willis… y sí, nos mudamos justo después de eso.
—¿Cada vez que nos mudábamos era por el Hombre Gris?
—Creo que sí. La mayoría de las veces. Willis nunca hablaba del tema.
—¿Nunca se lo preguntaste?
—Casi nunca. Y no quería responder.
«Nunca hablábamos», pensó Karen. «Nadie hablaba nunca».
—Me pregunto si Ben Williams sigue vivo. A lo mejor hay alguien en Burleigh que lo sabe… Mamá, ¿qué opinas?
—¿Estáis decididas a remover el pasado? —dijo su madre.
—No creo que tengamos elección.
—Bueno… Dudo de que seáis capaces de encontrar a alguien que pueda ayudaros. La mayor parte de los feligreses de la Asamblea debe de haberse dispersado. La fábrica cerró hace años. Unos cuantos hombres sabían lo que sucedió aquella noche cuando os arrebataron de Ben y de su esposa, pero no parecía probable que hablaran de ello. En un pueblo de cotillas, es lo único que la gente se callaba. ¿Y quién más queda?
—Papá —dijo Karen.
Laura la miró. Su madre la observó con evidente sorpresa.
—Tu padre jamás… —empezó su madre.
Pero en ese momento se escuchó el portazo y traqueteo de la puerta principal y Michael entró corriendo en la casa.