Capítulo 11

1

Aquella noche la casa estaba tranquila, pero Michael no podía dormirse.

Las ventanas oscuras de la tercera planta estaban cubiertas de nieve. La nieve, pensó, tenía que haberse fundido; era pronto para aquel tiempo. Pero había bajado la temperatura, la nieve había cuajado y el aire frío recorría el valle donde el Polger se encuentra con el Monongahela y azotaba las viejas calles pavimentadas.

Michael había pasado el día de exploración por el pueblo, yendo de norte a sur y viceversa. Había comprado un par de libros en rústica en un Kresge's de aspecto triste y se había parado para calentarse y tomar una taza de café en el pequeño McDonald's de la calle Riverside, pero el resto del tiempo se lo había pasado caminando. Había calculado que el pueblo era tan grande como Turquoise Beach, pero más viejo y sucio, y pobre de manera diferente. Michael comprendía que muchas de las personas de Turquoise Beach habían elegido ser pobres y vivían de ese modo para poder pintar, escribir o componer música, pero la pobreza de Polger Valley era un accidente imprevisto, un desastre tan tangible como un descarrilamiento.

Había ascendido una colina para ver toda la extensión cubierta de hollín del pueblo y el ancho meandro del Mon, la planta de laminación de acero y la autopista gris, las nubes que se acercaban al mismo tiempo que el invierno desde el cielo del noroeste. Allí de pie, enfundado en su abrigo grueso, Michael sintió el poder en su interior y le pareció más fuerte que nunca. Era como una corriente que ascendía de las entrañas de la tierra, de las antiguas vetas de carbón enterradas allí, ruinas carboníferas… era un río que corría a través de él. Comprendió que no procedía de él, sino que sólo era un vehículo; el poder era algo antiguo, eterno, fundamental. No tenía fin; por definición, era ilimitado. El propio Michael era el factor limitador.

«Puedo ir a cualquier lugar que me pueda imaginar», pensó. Los lugares que había visto eran lugares auténticos —igual de auténticos que Turquoise Beach— pero sólo se podía acceder a ellos si soñabas que estabas allí.

Mientras volvía a casa pensó en ello. Aquella noche soportó las miradas directas de Willis y pensó en ello. Se llevó sus ideas a la cama.

Se tumbó en el calor enclaustrado de la cama antigua con el edredón a la altura de la barbilla, mientras el viento lanzaba nieve contra la ventana.

«Somos lo que soñamos», pensó.

Habría cosas que siempre le estarían vedadas. Había mundos a los que no podría llegar, mundos que quedaban fuera de su alcance. Los percibió ahí fuera, en la tormenta de posibilidades, puertas tenues que no podía abrir. Eso le hizo pensar en lo que Laura había dicho de Turquoise Beach: Es lo mejor que pude encontrar. Quería un paraíso pero no pudo soñar con él… a lo mejor no creía del todo en él.

Supuso que Laura estaba al tanto de todo aquello y que comprendía que la ciudad costera bohemia y destartalada también era un testimonio de sus limitaciones.

Pero al menos lo había intentado. Michael pensó en su madre, que no lo había hecho, que fingía no tener el poder… y puede que fuera cierto, a lo mejor lo había perdido. A lo mejor se había atrofiado, como un músculo. Se había pasado la vida tratando de estar a la altura de las escasas expectativas de Willis Fauve, intentando vivir una vida «normal» que, si lo analizabas, resultaba tan efímera como el paraíso de Laura.

«Un mundo mejor», pensó Michael.

A lo mejor existía algo así.

A lo mejor podía encontrarlo.

Sintió que el sueño tiraba de él. También sintió el laberinto de posibilidades, los pasillos entrelazados del tiempo. Pensó que podía recorrer aquel laberinto, elegir un destino, buscarlo a tientas, seguir el tirón de la intuición… por allí, por allí y por allí.

Cerró los ojos y soñó con un lugar que no había visto antes.

Lo vio desde una altura inmensa y todo a la vez, un lugar donde había ciudades de colores brillantes entre praderas y bosques, con bisontes y bosques de secuoyas y ciudades concurridas donde se bifurcaban los ríos. Pensó en nombres. Se le vinieron a la cabeza espontáneamente, pero con la sensación de ser nombres reales, nombres de lugares: Adirondack, Nueva Inglaterra Libre, las Naciones de las Praderas. Vio una aeronave frágil que surcaba el cielo despejado; centró la atención y vio un mercado atestado de gente, pájaros que parloteaban en sus jaulas, acróbatas en una plaza pública, un hombre con plumas que compraba especias a una mujer con atuendo chino.

Y entonces volvió la cabeza sobre la almohada, se obligó a abrir los ojos y sólo vio el perfil oscuro de la habitación del desván y la nieve contra la ventana.

La visión había desaparecido.

«Duérmete», pensó Michael con nostalgia. «Ahora duérmete».

Se tumbó en la oscuridad y escuchó que Willis se movía por la casa, cerraba y comprobaba las puertas; tal vez se estuviera tomando un último trago tranquilizador antes de subir las escaleras hacia su sueño largo y tranquilo.

2

Laura compartía las camas gemelas de la habitación de huéspedes con su hermana, pero esa noche no podía dormirse.

Se sentó, echó un vistazo a la silueta inmóvil de Karen, se puso una bata por encima del camisón y fue al escritorio de niño del rincón de la habitación.

Años atrás había sido el escritorio de estudio de Karen y de ella. Era muy propio de su madre que lo hubiese conservado. Laura encendió la lámpara y parpadeó ante el círculo brillante de luz que formó.

La superficie del escritorio estaba vacía.

Metió la mano en el gran cajón inferior y sacó dos objetos voluminosos. Uno era la caja de zapatos que contenía las fotografías de su madre. El otro era una Biblia familiar inmensa y con encuadernación de piel.

«Aquí hay verdades enterradas», pensó Laura medio dormida.

En primer lugar, examinó las fotografías. En total, podía haber treinta o cuarenta. Las barajó y abrió en abanico como si fueran naipes y las ordenó minuciosamente en un orden cronológico aproximado.

Una de las fotos era muy antigua, una imagen fantasmal de la abuela Lucille con una niñita —que debía de ser mamá— y dos chicos mayores, el tío Duke y el tío Charlie. Charlie había muerto en Corea mucho tiempo atrás; el tío Duke había desaparecido tras el fracaso de su matrimonio. De la foto, Laura no pudo deducir nada extraordinario de aquellas personas. No eran más que Lucille Cousins y sus tres hijos en la barandilla de las cataratas del Niágara; en el dorso aparecía 1932 como fecha. Un día soleado aunque ventoso; todo el mundo tenía el pelo revuelto. Sonrisas alegres e insulsas.

«Esta gente es menos sobrenatural o misteriosa que el botón de una camisa», pensó Laura.

A lo mejor Jeanne había sacado de allí su sueño de normalidad perfecta, de aquella mujer sonriente, su madre, y de la satisfacción despreocupada de aquella mirada. El abuelo Cousins había muerto varios años después de hacer esta foto; la abuela Lucille había acabado dependiendo de la beneficencia. Ahí estaba aquella foto: el Edén del que su madre había sido expulsada.

«El poder, el talento especial, debe de haber venido de otro lugar», pensó Laura.

No había conocido a ningún miembro de la familia de su padre, salvo a la abuela Fauve, otra viuda. Laura recordaba a la abuela Fauve como una mujer enorme, obsesionada con una secta fundamentalista que hacía ventas por correo y que había descubierto en los programas radiofónicos de la WWVA en Wheeling. Bordaba dechados con pasajes extraños y amenazadores del Apocalipsis; sus librerías estaban repletas de panfletos con títulos como Aviso del cielo y Vivir en los últimos días. Laura, de niña, había mirado con mucha atención a su abuela y había estado muy atenta a aquellos ojos oscuros e impasibles… ojos espeluznantes a su manera; pero nunca había visto allí el poder, ni el reconocimiento que tanto había anhelado.

Papá no lo tenía. Mamá no lo tenía.

«Entonces somos casualidades. Mutantes. Monstruos», pensó.

Pero el poder era heredado… Michael lo había demostrado.

Hojeó a toda prisa las demás fotos. La imagen de Tim le llamó la atención, Tim que iba creciendo en aquellas fotos antiguas que parecían los fotogramas de una película muda. Parecía menos amedrentador de lo que recordaba. Se acordó de cómo solía intimidar a sus hermanas, aunque era el más pequeño; había algo en su voz, en su porte, o tal vez no fuera más que su empeño terco en hacer lo que tenían prohibido, en infringir no sólo una, sino todas las normas. Pero en las fotografías no era más que un niño. La cara redonda no parecía amenazadora, sino amenazada: de un niño asustado.

Había menos fotos de Tim de adolescente, pero en ellas Laura pudo detectar al menos una parte de su hosquedad inquietante. Llevaba una cazadora de cuero que ni siquiera las amenazas de Willis habían conseguido arrancarle.

«Una cazadora “que os den por culo”», pensó Laura, y sonrió. Miraba a la cámara con la barbilla en alto y los labios rígidos en una línea adusta. Miraba de manera fija con los ojos entrecerrados.

«¿Cuánto sabes?», pensó Laura al mirar a su hermano perdido.

El poder era muy intenso en él. Había continuado con los experimentos aún después de que Willis comenzara a pegarle… pero en privado, con cautela. Laura recordaba cómo Tim iba a las colinas o a algún camino solitario. Ella sospechaba que allí practicaba su talento asombroso, pero nunca se lo preguntó. Laura no era tan remilgada como su hermana mayor, pero siempre había tenido un poco de miedo de su poder, de las cosas que podría ver o conjurar. Karen creía lo que Willis le contaba; Laura no, pero era prudente; Tim…

«Tim nos odiaba a todos», pensó.

Guardó las fotografías y escondió la caja de zapatos una vez más.

Abrió la Biblia. Era una Biblia familiar muy antigua con páginas con renglones en el final en las que ponía NACIMIENTOS y MATRIMONIOS y DEFUNCIONES. La Biblia había pertenecido a la abuela Lucille y las páginas estaban rellenas con su caligrafía, letras onduladas escritas con pluma, y luego con la escritura a bolígrafo más suelta de su madre.

Laura se inclinó sobre las páginas quebradizas que tenían un aroma peculiar a polvo y papiro. Nacimientos de principios de siglo. Descubrió allí a su madre al lado de Duke y Charüe. Encontró a su prima Mary Ellen, la hija que tuvo Duke con una mujer llamada Barbara antes de que desapareciese. Había ramas misteriosas de la familia, gente a la que nunca había visto, nombres que no lograba recordar. Buscó su nombre, el de Karen y el de Tim. Pero no estaban allí.

El matrimonio de Karen sí figuraba —con Gavin White, Toronto, Canadá, 1970— pero no su nacimiento. Ninguno de ellos aparecía en el registro de natalicios.

De pronto, Laura se sintió mareada y sin aliento. Se sintió frágil, como si pudiese salir flotando por la ventana al cielo. «Si no nacimos, ¿cómo es que existimos?», pensó. Se acordó de los cuentos de hadas que solía leer en el enorme Libro Dorado ilustrado.

«Nos dieron el cambiazo», pensó. «Nos dejaron los duendes». Se acordó de los duendes de las ilustraciones, retorcidos y de cabezas gordas, con narices aguileñas y ojos siniestros y brillantes.

«Nos dejaron los duendes y ahora quieren recuperarnos», pensó.

Sintió un escalofrío y se ciñó la bata. Cerró la Biblia y la devolvió al cajón inferior y puso encima la caja de fotografías. Estaba a punto de cerrar el cajón cuando vio algo en la parte de atrás, un grupo de formas vagamente familiares, grises y cubiertas de polvo.

Abrió el cajón todo lo que le permitieron los rieles y metió la mano.

Eran tres cosas. Las sacó al círculo iluminado.

Un pisapapeles, empañado y opaco.

Un muñeco diminuto y penosamente sencillo.

Y un espejito barato de plástico.

«Lo recuerdo», pensó emocionada. «¡Lo recuerdo!».

Limpió con el pulgar una capa de polvo de la superficie del espejo y se miró en él. El cristal viejo estaba curvado y lleno de marcas. Le había tenido mucho cariño a aquel cacharro viejo. La más bella del país. ¿Quién había dicho eso?

«Otro recuerdo de cuento de hadas», pensó. «Otro recuerdo de libro ilustrado». Lo repitió para sí, en voz alta aunque comedida: la más bella del país.

«Ah… pero no lo soy».

Sus ojos la miraron con tristeza desde el fondo empañado del espejo.

La verdad es que había envejecido en aquella tranquila población californiana. Había envejecido casi sin darse cuenta: de manera misteriosa, sin esfuerzo.

«Antes era bella», pensó. «Era bella y joven y estaba empeñada en cambiar el mundo, o al menos en encontrar uno mejor». Se había visto atrapada en la ráfaga breve e intensa de idealismo de Berkeley, en eso a lo que se refería la gente cuando hablaban de los sesenta con añoranza. Y en su interior había ardido y lo seguiría más allá de las fronteras del mundo y jamás le fallaría.

«Pero soy vieja y me he pasado veinte años viendo el vaivén de las olas», pensó Laura. «Veinte años de té de escaramujo y poesía y niebla en invierno; veinte años de amor superficial y esporádico con Emmett. Veinte años colocada y en equilibrio, y volver a casa no me hará rejuvenecer».

El espejo le hizo sentirse muy triste.

Pero esas cosas, los juguetes, eran importantes. No podía recordar su procedencia, pero les rodeaba una aureola mágica. Por la mañana se los enseñaría a Karen.

Hasta entonces, los volvió a esconder en el cajón, apagó la luz y se fue a la cama. A oscuras escuchó cómo la nieve golpeaba la ventana, un ruido similar al de un tamiz, como el que hacía un reloj de arena —«veinte años», pensó, «¡Dios mío, veinte años!»— y observó la tenue luz de la luna hasta que comenzó a emborronarse y se llevó la mano al rostro y se percató, algo sorprendida, de que estaba llorando.

Aquella larga noche aún no había acabado cuando Michael se despertó, solo y desconsolado en la gran cama de la planta de arriba.

Cogió el reloj de pulsera de la mesilla y lo sostuvo contra la escasa luz de la calle que entraba por las ventanas viejas y polvorientas.

Las cuatro de la mañana y se sentía total y despiadadamente despierto, como si fuera mediodía.

Dio un suspiro, se levantó y se puso la ropa interior y los Levi's. Se quedó un momento junto a la ventana.

Ya no nevaba. Había estrellas más allá de los márgenes difusos de las nubes, viejas farolas en las callejuelas y ventanas con los postigos cerrados de aquella yerma ciudad carbonera. Su aliento formaba islas de vaho en el cristal. Su sueño de un mundo mejor se había evaporado por completo. Ni siquiera se acordaba de cómo era.

«Aquí no hay magia», pensó Michael. «No hay más que calles vacías». Sintió un escalofrío. Quería volver a casa.

Pensó que el problema de despertarse a las cuatro de la mañana era que te sentías como un crío. Vulnerable. Como si estuvieras a punto de llorar.

Michael no se había permitido pensar en ciertas cosas: que estaba harto de ser perseguido, de tener miedo, de dormir en camas extrañas en casas que no eran la suya.

Pero esos pensamientos eran propios de un chaval de diez años, y Michael se recordó severamente que no tenia diez años… pero a veces se sentía como si los tuviera.

—Mierda —dijo en voz alta.

Bajó las escaleras descalzo y de puntillas, dejando atrás los demás dormitorios, hasta llegar a la planta baja. Encendió la luz de la cocina y se sirvió un vaso de leche. El suelo embaldosado estaba frío.

Llevado por un impulso, se sacó la cartera del bolsillo derecho de los vaqueros.

Abrió el tarjetero.

Seguía allí… el número que había robado de la agenda de su madre, el teléfono de su padre en Toronto. Un garabato apresurado con bolígrafo azul en una hoja verde de bloc de notas.

En la cocina había un teléfono, un viejo teléfono negro de disco en la encimera al lado de los recetarios.

«¿Qué sentido tiene?», pensó Michael tras mirarlo. «¿Poner una conferencia, despertarlo a las cuatro de la mañana (o a su novia, por el amor de Dios) y hacer que se ponga para decir qué? Hola, papá. He estado unas cuantas semanas en California. Vi el funeral de Kennedy en la tele. Tendrías que haber venido».

Ya.

Pero el niño de diez años que llevaba dentro insistió.

«Mi hogar».

Una mierda. Allí no estaba su hogar. Sólo había una casa vacía, y su padre, que vivía en algún lugar que Michael nunca había visto con una mujer que él no conocía.

«No es verdad», dijo el niño de diez años. «Podrías volver. Podrías hacer que todo volviera a ir bien».

«Una mierda», pensó Michael. «Una mierda, una mierda».

¿Las cosas habían ido bien?

No tanto.

Pero marcó a su pesar. A medio vestir en la fría cocina, escuchó el zumbido y los traqueteos de las líneas de larga distancia… y luego un tono de llamada sordo y crispado.

—¿Diga?

La voz de su padre. Cansada, irritada.

Michael abrió la boca pero descubrió que le faltaban las palabras.

—¿Diga? ¿Se trata de una broma?

«Va a colgar», pensó Michael. Y tal vez fuera lo mejor. Pero susurró:

—¿Papá?

En las líneas procedentes de Canadá se hizo un largo silencio.

—¿Michael? —se escuchó luego—. ¿Eres tú?

Michael sintió un instante de pánico puro e infinito: No había nada que decir, nada que pudiera decir.

—Oye, Michael, me alegro de que hayas llamado. Escúchame. Me has tenido muy preo… nos has tenido muy preocupados.

Michael detectó el «nos» y le resultó amargo.

—Michael, ¿estás ahí?

—Sí —admitió.

—Dime desde dónde llamas.

«No», pensó Michael. «Eso sería un error».

—Bueno —dijo su padre—, ¿estás bien? ¿Cómo está tu madre?

—Sí. Estamos bien.

—¿Te ha explicado por qué te ha llevado con ella? A mí me parece que se comporta de manera muy rara.

«No sabes de la misa la media», pensó Michael.

—Sólo he llamado para escuchar tu voz —dijo.

«He llamado porque quiero volver a casa. Quiero tener una casa».

—Te lo agradezco. Escucha, sé que te ha debido resultar difícil comprenderlo. A lo mejor tú y yo no hemos hablado mucho del tema. Es posible que me eches la culpa del divorcio y de todo eso. Bueno, está bien. Tal vez merezca parte de esa culpa, pero también tienes que verlo desde mi punto de vista.

—Claro —dijo Michael. Pero eso no era lo que quería escuchar. Quería escuchar: Tu madre y tú tenéis que volver a casa; todo está arreglado, todo ha vuelto a la normalidad. Algo que tranquilizase al niño de diez años que llevaba dentro. Por supuesto, era imposible. El divorcio no desaparecería. El Hombre Gris no desaparecería.

—Dime dónde estáis —insistió su padre—. Joder, puedo ir a buscarte.

Y, de pronto, el niño de diez años cobró vida. ¡Sí! ¡Ven a buscarme! ¡Llévame a casa! ¡Ponme a salvo!

—Papá… —dijo.

Y de pronto se escuchó otra voz, más baja, somnolienta y femenina.

—¿Gavin? ¿Quién es?

«No tengo casa a la que volver», pensó Michael.

El niño de diez años se quedó mudo de la impresión.

—¿Michael? —dijo su padre—. ¿Sigues ahí?

—Me alegro de haber hablado contigo —dijo Michael—. A lo mejor te vuelvo a llamar.

—Michael…

Se obligó a colgar el teléfono.

Miró la hora.

Las cuatro y cuarto.