Su tía y su madre compartían un dormitorio en la segunda planta, pero Michael tenía la tercera planta de la casa vieja para él solo.
Le gustaba estar ahí arriba. Sus abuelos eran demasiado mayores para subir las escaleras, con lo que todo estaba cubierto con una capa fina de polvo asentado y todo era antiguo: supuso que eran muebles que habían estado transportando toda su vida. Michael estaba habituado a la casa de Toronto, a tina casa nueva llena de cosas nuevas, como si nada hubiese existido antes de 1985; la tercera planta de los Fauve suponía un marcado contraste.
Aquella primera noche, su abuela había subido las escaleras una vez, jadeando. Se disculpó por el desorden.
—Qué lío —dijo con tristeza—. Cuando se murió la bisabuela Lucille metimos aquí todas sus cosas. Esta es tu familia, Michael. ¿Ves? Éste era el escritorio de tapa corrediza de tu bisabuelo. Esa cama enorme y vieja pertenecía a mis padres…
La cama llevaba tanto tiempo en la habitación, y era tan grande, que las tablas del suelo se habían combado a su alrededor. Su madre había aireado las sábanas y la funda de la almohada, pero la cama conservaba el aroma característico, aunque no desagradable, del plumón y el paso del tiempo, de vidas enteras vividas entre sus sábanas. Tras dormir allí las últimas noches, a Michael le habría gustado poder hacer ventanas hacia el pasado, y no sólo a otros mundos, poder echar la vista atrás y descubrir el secreto de su rareza. Deseó que aquella cama vieja pudiera hablar.
Pasó mucho tiempo ahí arriba. Teniendo en cuenta la situación en la casa, lo mejor era estar solo. Y, de todos modos, le gustaba estarlo. A solas podía hacer que sus pensamientos vagaran sin rumbo fijo. Allí arriba no había nada que temer, el Hombre Gris no existía; sólo había habitaciones altas y viejas con cornisas, vidrieras que murmuraban y vistas del cielo invernal; sólo se escuchaba el goteo del agua en los radiadores. Allí tumbado, suspendido en el plumón y la historia, podía permitirse sentir (si bien poco a poco y con cuidado) la oleada de poder secreto de su interior, los engranajes de las posibilidades que giraban dentro de él; contemplar lo que había a un paso de distancia de Polger Valley y del tiempo; preguntarse si la tía Laura no tenía razón todos esos años atrás, si no existía un mundo mejor en algún lugar, un mundo bastante mejor y al que tal vez pudiera llegar. A lo mejor sólo estaba a un cuarto de paso de distancia, en un eje escondido… a lo mejor era una puerta que podía abrir si aprendía a hacerlo.
A menudo pensaba en ello.
Abajo, las cosas eran distintas. Una semana en aquella casa no había habituado a Michael a todo el silencio y las humillaciones.
Su abuela insistía en cocinar. Todas las noches él la ayudaba con las pesadas fuentes de porcelana: de la cocina diminuta al comedor pasaban, humeantes, platos con pollo y salsa, rosbif y patatas, pan de carne y guisantes cocidos. Jeanne Fauve tenía sobrepeso pero no estaba gorda; era el tipo de mujer nerviosa de metabolismo acelerado. No hacía más que moverse, aunque limitaba sus movimientos; no había gestos ampulosos, sino que se agitaba. Las manos se movían como aves y los ojos iban de un lado a otro como los de un pájaro. Llevaba el cabello peinado con tirabuzones blancos que fijaba a la cabeza. A Michael le caía más o menos bien y creía que él también le gustaba a ella; se le quedaba mirando cuando creía que él no se daba cuenta, pero si la miraba a los ojos, ella apartaba la vista.
Esa noche Michael le ayudó a llevar una olla con asado del horno. Todo estaba en su sitio: el mantel de hilo, la porcelana, la plata deslustrada. Todos estaban en sus sillas menos el abuelo de Michael. Michael se sentó en un extremo de la mesa. Tenía hambre y el asado olía muy bien, pero había aprendido a ser paciente. Puso las manos en el regazo. Se escuchó el tictac del reloj de la repisa de la chimenea. Su madre le susurró algo a la tía Laura.
Finalmente, Willis Fauve salió sin prisa del baño de abajo, donde se había lavado las manos. Michael pensó que Willis no era un hombre muy alto, pero su presencia se dejaba sentir en la habitación. Tenía grandes antebrazos, llevaba los pantalones de poliéster sujetos con un cinturón sobre la creciente barriga y una camisa blanca y almidonada con el cuello desabrochado. Llevaba el pelo cortado a lo marine y las cejas espesas hacían que pareciera que siempre estaba frunciendo el ceño. La mayoría de las veces era así. Sin duda, nunca parecía contento.
A veces se sentaba a la mesa borracho. No es que se le notara, y tampoco armaba escándalos, pero andaba inseguro y hablaba más de lo acostumbrado (sobre todo se quejaba de los vecinos). Se sentaba frente a Michael y el aliento acre flotaba a través de la mesa. Willis Fauve bebía cerveza. Decía que la cerveza era un alimento. Tenía valor alimenticio.
Esa noche, a Willis apenas se le notaba la borrachera. Michael pensaba en él como «Willis» porque no podía imaginarse llamándolo «abuelo». Michael estaba familiarizado con los abuelos gracias a la tele: eran hombres bondadosos y entrecanos vestidos con monos vaqueros con peto. Pero Willis no era bondadoso; ni siquiera era simpático. Había dejado bien claro que consideraba aquella visita una intrusión y que no estaría contento hasta recuperar su intimidad. A veces (si había bebido lo suficiente) llegaba a decirlo en voz alta.
Willis se sentó respirando con dificultad. Sin mirar a nadie, unió las manos en su regazo y cerró los ojos. Se suponía que Michael debía hacer lo mismo, pero los mantuvo abiertos.
—Señor —entonó Willis Fauve—, te damos gracias por los alimentos quenas creído oportuno poner ante nosotros. Amén.
Michael sintió que la atención de su abuelo se centraba en él mientras comía. Mantuvo la vista en el plato y manejó el cuchillo y el tenedor como un autómata, pero sintió que Willis lo observaba. Su abuela intentó entablar una conversación, de lo que había comprado, lo que le había dicho el peluquero, pero a nadie se le ocurrió nada que pudiera añadir y la charla se agotó. Michael prácticamente había limpiado el plato y esperaba el final de la comida cuando su abuelo dijo, en voz muy alta:
—¿Sabes cómo llamo yo a esas camisetas?
Se refería a la camiseta de Michael. El chico llevaba una camiseta de Talking Heads que se había traído de Toronto. Una camiseta negra con un dibujo rojiblanco. Nada espectacular, pero estaba más o menos orgulloso del aspecto que tenía con ella.
Nadie más que Willis quiso responder la pregunta.
—Las llamo camisetas «que os den por culo» —dijo Willis con viveza.
Michael se quedó mirando perplejo a su abuelo.
—Paso con el coche junto al instituto todas las mañanas y veo a los chavales —dijo Willis—. Veo lo que se ponen. ¿Sabes por qué se visten así? Es como si nos enseñaran el dedo corazón. Es un insulto. Significa «que os den por culo». Nos dicen eso con la ropa.
Michael había observado que Willis, que se quejaba de los tacos en la tele, se relajaba en ese aspecto cuando bebía.
—Michael se ha olvidado de cambiarse antes de cenar —dijo Karen.
Michael lanzó una mirada dura a su madre. Ella se la devolvió con una advertencia: No digas nada… ahora no.
—Una camiseta «que os den por culo» —repitió Willis.
—Michael —dijo Karen—, ve a cambiarte —cuando su hijo no se movió, añadió—: Por favor.
Michael se puso en pie de mal humor.
En las escaleras Michael se detuvo un instante para volver la vista hacia la mesa del comedor, al retablo silencioso de las mujeres que agachaban la cabeza arrepentidas, y Willis Fauve seguía mirándolo con el ceño fruncido. Se miraron a los ojos durante un instante.
Fue Willis quien apartó la vista.
—¿Le dejas que se vista así? —le dijo a la madre de Michael.
Michael siguió subiendo las escaleras.
—Una camiseta «que os den por culo» a mi mesa —se maravilló Willis.
Pero Michael comprendió la importancia de la queja de Willis,
«No es la camiseta», pensó. «Tú lo sabes y yo lo sé. No le tienes miedo a la camiseta».
En su habitación, Michael pensó en Willis y en el silencio de la mesa del comedor.
El desván tenía vistas a los tejados de Polger Valley, hacia el río y la fábrica. La fábrica dominaba el valle como un animal negro y agazapado. Los tiros de las chimeneas se veían negros y sin humo contra el crepúsculo gris oscuro. Michael tocó la ventana con la mano y los dedos se le helaron en el cristal.
«Nevará pronto», pensó.
Se dejó puesta la camiseta.
Por supuesto, no era la camiseta, sino el poder que llevaba dentro. Willis debía de haberlo sentido. Michael pensó en lo que Laura le había contado, en las indirectas que le había lanzado su madre. Comprendió que la camiseta carecía de importancia, que Willis podía haberse quejado de su corte de pelo, de las zapatillas, del modo en que sujetaba el tenedor. Lo que quería decir en realidad era lo siguiente: hay alguien nuevo bajo mi techo y no lo controlo y eso no me gusta.
Michael lo entendía porque la casa de Toronto había funcionado del mismo modo, aunque sin la amenaza implícita de violencia. Reconoció en Willis la sombra de los silencios crípticos de su madre. Había crecido con aquel silencio. La vacuidad de las palabras no pronunciadas. Con Wilíis no resultaba nuevo, pero era más llamativo y terrorífico.
Se preguntó si en las familias siempre sucedía lo mismo, si los miedos se pasaban de generación en generación, como el color del cabello o los ojos de una persona. A lo mejor era como una maldición, algo de lo que no podías escapar, algo que llevabas contigo quisieras o no.
Pero pensó que algunas cosas sí cambiaban. Wiilis dependía de su capacidad de asustar a la gente, y funcionaba: la madre de Michael le tenía miedo, y Laura también…
«Pero yo no», pensó Michael. «Yo no».
Se tumbó en la cama a la vez que anochecía y vio que una nevada tempranera empezaba a golpear la ventana. Sintió en su interior el temblor del poder, y pensó:
«Joder, estoy muy por encima de Willis Fauve. No me da miedo».
Cuando Karen entró a dar las buenas noches, Michael ya se había quedado dormido. Tumbado en la cama vieja, casi parecía que volvía a ser un niño. Como era de esperar, aún tenía puesta la camiseta. En lugar de despertarlo, lo tapó con el edredón y salió de puntillas.
Michael se movió lo suficiente para abrir un párpado. Y dijo algo extraño, en voz baja, desde lo más hondo de su sueño.
—No tengas miedo —dijo.
—No lo tendré —dijo Karen—. Duérmete. —Cerró la puerta con cuidado.
Pero s;'tenía miedo.
Tenía miedo del Hombre Gris y tenía miedo de su padre.
Le sorprendió la profundidad de su miedo. Tal vez fuera predecible, tal vez tenía que habérselo esperado. Al fin y al cabo, ¿qué había cambiado? Bueno, ahora era adulta, se había casado, había vivido por su cuenta. Esas cosas deberían marcar la diferencia. Pero no lo hacían, y a lo mejor no era de extrañar; a lo mejor aquellos vínculos —de madre a hijo, de padre a hija— eran permanentes, eternos. Cerca de Willis volvía a ser una niña, desventurada y sobrecogida. No era lo que Willis decía, sino la fuerza con que lo decía… la seguridad masculina absoluta que proyectaba. Las palabras eran como puertas que daban a un alto horno privado que Willis Fauve mantenía bien surtido de carbón en su interior; ella podía sentir el calor por medio de las palabras.
Al día siguiente, después de que Willis se fuera a trabajar, ayudó a su madre con la ropa sucia; por la tarde llevó la cesta de plástico de la colada a la segunda planta donde la esperaba Laura. Karen se sentó a doblar sábanas con su hermana en la habitación de huéspedes. El secador del sótano había dejado las sábanas calientes; el suavizante les había dado un leve y delicado aroma a lavanda.
—No estamos logrando nada —dijo Laura.
—Ya lo sé —dijo Karen. Aquella inmovilidad también la asustaba—. Es más complicado de lo que pensé.
—Es complicado porque nada ha cambiado. —Laura dio la vuelta a una sábana sobre la cama—. Todo el mundo es más viejo, pero nada es diferente. Hay quien dice que se no puede volver a casa, pero lo más terrible es que sí se puede; es demasiado fácil volver a caer en todos los viejos errores.
—¿Errores? —dijo Karen.
—Ya sabes a lo que me refiero. Él gobierna la casa. Ya viste cómo gritó a Michael en la cena. Y nosotras nos quedamos cruzadas de brazos, lo encajamos. Nadie desafía a Willis Fauve; no, señor… no en su terreno.
—Es que lo es. Es su terreno.
—¡Fue nuestro hogar durante veinte años, por el amor de Dios! Vivimos bajo este techo como reclusos; Tim era el único que decía lo que pensaba.
«Pero mira lo que le ha pasado a Tim», pensó Karen. Tim había desaparecido en el ancho mundo; por lo que la gente sabía de él, podría estar muerto. A lo mejor lo estaba. O algo peor. A lo mejor el Hombre Gris lo había encontrado.
Pero guardó aquella idea traicionera en un cajón del tocador junto a las sábanas limpias.
—Tim era más valiente que nosotras.
—Más valiente o más estúpido. O a lo mejor le gustaban los cardenales. Al menos se defendía.
Karen pensaba que Tim era como un perrillo asustado; cuanto más patadas le dabas, más intentaba morderte… hasta que consiguió cortar la soga a mordiscos y huyó. Tim, después de diecisiete años de aquella vida, había conseguido cortar la soga.
—A papá no le sacaremos nada —dijo Karen.
—Todavía no le hemos intentado sacar nada a nadie. —Laura alisó la sábana sobre el colchón y metió las dos almohadas viejas en las fluidas de flores—. Deberíamos hablar con mamá.
—No va a gustarle.
—Si esperamos a que le guste, nos tiraremos aquí otros veinte años —dijo Laura.
Aquello era innegable.
—Ahora —dijo Laura—. Tenemos que hablar con ella ahora.
Karen dudó y luego su reticencia le sorprendió.
—¿No te da miedo… lo que podría decir? ¿No piensas en lo que podría significar… enterarte?
Laura fue con ella hasta las escaleras. Estaba claro que eran hermanas. No había pasado el tiempo y volvían a ser niñas.
—Me da más miedo lo que podría suceder si no nos enteramos —dijo Laura.
De pronto, la casa pareció más fría.
Su madre estaba en la cocina secando los platos.
«La casa está llena de recuerdos», pensó Karen. Pero no era tanto la casa, sino el mobiliario, la distribución de las cosas. La cocina era igual que la cocina de cualquier otra casa en que habían vivido. Los azulejos se estaban descascarillando y los armarios estaban pintados de un amarillo sucio. En un perchero de madera había colgados paños de cocina y los platos se apilaban en un escurridor Kresge blanco. Tazas en ganchos, agarraderas con forma de gallos detrás de la tostadora, un dechado bordado a mano con un pasaje de los Proverbios. Era bien entrada la tarde y la ventana de la cocina mostraba un paisaje deprimente compuesto por el patio trasero con nieve en polvo, una ladera y el cielo despejado. Papá volvería a casa en un par de horas… o más, si hacía una parada en el bar.
Fue Laura la que tuvo el valor de decir:
—Mamá, tenemos que hablar.
Jeanne Fauve alzó la vista un instante.
—¿De qué?
—De los viejos tiempos.
Su madre se quedó quieta unos instantes, luego dejó el plato que había estado secando y se dio la vuelta para mirar a Laura. Tenía un gesto inescrutable, ilegible.
—Esperad aquí —dijo por fin, y salió de la habitación a toda prisa.
Karen se sentó a la mesa de la cocina con su hermana y se dedicó a dibujar con el dedo en la fórmica desportillada. ¿Cuántos años tenía aquella mesa? ¿Tantos como ella?
«Dios mío», pensó. «No hace falta que desenterremos el pasado: está aquí, a nuestro alrededor».
Su madre llegó con una caja de zapatos bajo el brazo. Se sentó a la mesa y levantó la tapa.
Dentro de la caja había fotos.
—Todas estas fotos son de los viejos tiempos —dijo su madre, y las volcó sobre la mesa.
Karen rebuscó en el montón. Las fotografías habían envejecido mal. Se acordó de las diversas cámaras que su madre solía tener: una Kodak Brownie, que había hecho la mayoría de aquellas fotos en blanco y negro satinadas; y luego una enorme cámara Polaroid de plástico, de esas en las que la fotografía salía sola y luego había que limpiarla con un conservante apestoso.
—Ten —dijo su madre—. La casa de Constantinople… ¿os acordáis?
Karen examinó la foto. Debió de haberla hecho su padre: en ella salía su madre junto al coche nuevo, un Rambler gris acero aparcado delante de la casa. Karen, Laura y Tim permanecían con desgana en segundo plano apoyados en la barandilla del porche.
«Tenemos pinta de estar muertos de aburrimiento», pensó Karen.
Debía de ser día de iglesia. Todo el mundo iba elegante; su madre llevaba puesto el casquete con el ridículo velo de malla negra, Karen y Laura vestidos blancos almidonados. Tim llevaba un traje negro con solapa. Tim siempre había odiado las solapas. Hacían que su rostro de niño se pareciera al de un cochinillo y le apretaba contra la barbilla la gordura infantil.
Durante un instante de vértigo, se acordó del sueño, del barranco de detrás de la casa, de la noche que habían pasado en un mundo lúgubre que había creado Tim. Y no sólo era un sueño. Era un recuerdo. Era tan auténtico como aquella fotografía.
«Si nos hubiésemos llevado la Kodak Brownie de mamá a través de la puerta, ahora tendríamos una foto; una foto de la extraña ciudad nocturna, una foto del Hombre Gris».
En su cabeza, el Hombre Gris dijo: Tu primogénito.
—Por lo general, fueron buenos tiempos —decía su madre—. Vuestro padre tenía trabajo fijo y creo que la vieja casa de Constantinople me gustaba más que ninguna otra en la que he vivido después. Más incluso que ésta.
—Entonces, ¿por qué os fuisteis? —dijo Laura.
Laura estaba centrada, atenta: Laura no se había dejado seducir por las fotografías.
—Bueno, ya sabes. ¿Te acuerdas de lo que solía deciros? Somos nómadas. Vamos de un lado a otro…
—Eso no es un motivo —dijo Laura.
Su madre dudó y luego volvió con decisión a las fotografías.
—Éste es el apartamento en el West End. Karen, aquel año estabas en quinto. Ésa fue tu fiesta de cumpleaños… ¿te acuerdas? Aquí es cuando nos mudamos a Bethel. Éste es Tim en el tranvía que iba al centro. Aquí estamos con la abuela Lucille en el viaje en barco que rodeaba la Punta, creo que fue en 1965 o en 1966, el verano que hubo tantas luciérnagas. Oh, y aquí estoy yo… qué delgada estaba entonces… en el funicular con tu padre. Ten…
—¿No tienes fotos de cuando éramos pequeños? —dijo Laura.
Su madre permaneció en silencio, con la vista clavada en el montón de fotografías.
—Parece algo raro que no haya fotos de nosotros de bebés —continuó Laura—. Y la manera en que nos mudábamos. Es decir, vivimos en la calle Constantinople, en Bethel, en el West End y en Duquesne. Y podíamos habernos quedado. En aquellos tiempos papá no bebía tanto. Y me acuerdo de cómo nos mudábamos. Empaquetábamos todo y nos íbamos de un día para otro, como si huyéramos, pero me acuerdo de que siempre dejabais el alquiler en un sobre blanco pegado al interior de la puerta. Huíamos, pero no por dinero.
—¿Para eso habéis vuelto, para remover todos los problemas del pasado? —dijo su madre con hosquedad.
—¿Tiene algo de malo que queramos comprenderlo?
—Es posible. A lo mejor nos marchábamos de aquellos lugares por un buen motivo.
—Ya somos mayores —dijo Laura—. Tenemos derecho a saberlo.
—Si os sirviera para algo, ¿no creéis que os lo habría contado? —dijo vehemente su madre—. Sólo era para protegeros… para que pudieseis vivir vidas normales.
«Vidas normales», pensó Karen. Se encontraba de espectadora pasiva del diálogo entre su madre y su hermana, y pensaba: «Yo no quería más que una vida normal. Una vida normal era lo que quería para Michael».
—No tenemos vidas normales —dijo Laura.
—¡Pero podríais tenerlas!
—No. No podemos. A lo mejor es por lo mismo que vosotros. —Laura cogió un puñado de fotografías viejas y endebles. Karen pensó que parecían hojas quebradizas—. ¿Está él aquí?
Su madre parecía atemorizada.
—¿Quién?
—Ya sabes quién. ¿Está él aquí? ¿Está mirando sobre el hombro de alguien? ¿Mira por la ventana al otro lado de la calle mientras papá encera el Rambler? ¿Por eso nos mudábamos todo el rato, porque nos encontró en la calle Constantinople y en Bethel y en Duquesne?
Karen aguantaba la respiración. Pensó en lo que Michael había dicho del Hombre Gris en la playa, en el modo en que había sacado a la niña del mundo con un gesto. Con su mirada.
—No deberíais hablar de él —dijo su madre con voz entrecortada—. Podría hacer que volviera. Trae mala suerte.
—Ya no importa —afirmó Laura—. No necesita suerte.
—Que Dios nos asista —dijo su madre. Se escuchó el tictac del reloj de la cocina y el viento contra el cristal de la ventana—. ¿Os ha encontrado? —añadió en voz baja.
—Encontró a Michael en Toronto —dijo Laura—. Nos encontró a los tres en California. No hay motivo para pensar que aquí no puede encontrarnos.
—Ha pasado mucho tiempo… creíamos que estabais a salvo.
—¿Sí? ¿Y Tim? ¿Está… a salvo?
—Rezo por Tim. —Su madre inclinó la cabeza—. Rezo por él igual que he rezado por vosotros todos estos años.
Laura pareció sorprendida. Abrió la boca y volvió a cerrarla.
Karen se encontró hablando.
—Tenemos que saber todo lo que haya que saber. —Las palabras rebosaron—. No sólo por nosotros, sino por el bien de Michael.
—Casi nos destroza —dijo su madre en voz baja—. ¿Lo comprendéis? Podría volver a destrozarnos… No puedo contaros nada que os sirva de ayuda.
—Por favor —dijo Karen.
Su madre parecía sufrir un dolor insoportable y, en aquel momento prolongado, parecía imposiblemente vieja. El vestido floreado de algodón le colgaba lánguido de los hombros. Fuera, el viento levantó un remolino de nieve.
—No puedo —dijo por fin—. Tratad de entenderlo. Nunca he hablado con nadie de esto. Es duro. A. lo mejor más adelante. Tengo que pensar…
Entonces, se escuchó un traqueteo y el portazo en la entrada principal de la casa. Una corriente de aire frío recorrió el suelo. Jeanne Fauve se levantó y serenó el gesto.
—Es vuestro padre —dijo, y devolvió las fotografías a la caja de zapatos—. Tengo que preparar la cena.