Sola en la cama, Karen White tuvo un sueño familiar.
Hay sueños que son cápsulas de la vida, que resumen algo y lo definen. El sueño de Karen era uno de esos: un cubo que sale a rebosar del pozo insondable del pasado.
En la parte más feliz de su vida el sueño se había repetido alguna que otra vez; últimamente, con todos los problemas, aparecía con más frecuencia.
El sueño nunca cambiaba. Es posible que todo fuera fruto de su imaginación… o tal vez hubiera sido real. Le recordaba un periodo de su vida en que la ilusión y la realidad eran más fluidas, cuando había menos certezas… un periodo aterrador.
Pasada la medianoche, después de que Gavin se hubiera ido para siempre y antes de que Michael hubiera vuelto a casa, volvió a tener el sueño.
En el sueño vuelve a ser una niña, y se despierta antes del alba en la habitación de la casa vieja de la calle Constantinople.
La habitación está a oscuras y es una noche estival. La ventana está abierta y a través del mosquitero repleto de motas fluye una brisa agradable. Llevada por un impulso, o atraída por algún ruido, se levanta, cruza la habitación descalza, sin hacer ruido, y descorre las cortinas con un suave silbido.
El aire le resulta agradable. Bosteza y pestañea, y luego se queda boquiabierta: Laura y Timmy están en el jardín.
Son sus hermanos pequeños. Karen tiene nueve años; le saca dos a Laura y cuatro a Tim. Se cree que es mayor: hay que ver lo infantiles que parecen andando de puntillas por la hierba alta salpicada de dientes de león a la luz de la luna. Pero es tarde. Es más de medianoche, aunque no ha amanecido aún. ¿Qué hacen ahí a esas horas?
Mientras les mira, ellos la ven en la ventana.
Laura, la más impetuosa, le señala con el dedo y Karen siente, de pronto, que es el centro de atención.
Tim, que cumplió cinco años en diciembre, le hace señas para que se marche. Venga, parece decir con las manos. No lo entiendes. Vuelve a dormir. Karen cree reconocer un gesto disgustado en su carita redonda y le dan ganas de ceder; no sabe si quiere tener que ver en lo que estén haciendo.
Pero Laura también le hace señas y sonríe.
—¡Eh! —la llama con voz quebrada, en una especie de susurro que se eleva hasta la ventana abierta—. ¡Eh, Karen! ¡Karen, ven!
Asustada, pero con la curiosidad despierta, Karen baja de puntillas las escaleras oscuras. Mamá y papá duermen. Su puerta está entreabierta y son presencias perceptibles en la oscuridad más cerrada de la habitación; más que verlos, puede sentirlos. Papá ronca; Karen ve la silueta de sus hombros, las gafas abandonadas en la mesilla de noche. Los ronquidos son fatigosos y masculinos.
«Como nos pille se va a poner furioso», piensa Karen.
Decide regañar a sus hermanos, sobre todo a Tim, que es el más travieso. Su padre dice que es malo por naturaleza. A los cinco años ya es un lector compulsivo. Devora los tebeos directamente en el estante de la tienda, porque papá no le deja comprarlos ni llevarlos a casa. El tendero siempre le grita cuando le pilla leyendo, pero a Tim, como es de esperar, le da lo mismo.
Karen cree que Tim es responsable de todo aquello.
En la casa de la calle Constantinople hay un jardín trasero del tamaño de un pañuelito que linda con un barranco. Es una vieja casa adosada en una calle empinada de Pittsburgh. De la fachada se filtra algo de luz. Más allá de la valla trasera y de sus volutas oxidadas de hierro, las luciérnagas bailan en el borde atrayente de la quebrada. Está oscuro, debería dar miedo —lo da—, pero Tim y Laura ya están haciendo palanca en la percha retorcida que cierra la alambrada vieja.
Les habían dicho que no fueran al barranco.
Sin aliento y sintiéndose frágil en su camisón, Karen alcanza a los niños. Quiere exigirles una explicación, devolverlos a la cama. Eres la mayor y la responsable, le había dicho papá. Tienes que cuidarlos. Pero Laura le pide silencio llevándose un dedo a los labios y esboza una sonrisa furtiva mientras Tim abre la puerta haciendo palanca.
Uno tras otro se alinean y recorren un sendero húmedo que se adentra en el bosque. Se orientan gracias a la luz de la luna y la intuición. Karen conjetura cuál es el camino y ve delante de ella la silueta pálida de Laura. Al caminar, se percata de que va descalza. La tierra húmeda le hace impresión en los pies y se roza las mejillas con hojas de árbol empapadas. La casa se aleja y con ella la cálida tranquilidad que ofrece, hasta que deja de ser visible detrás de ellos.
—Aquí —dice por fin Timmy, y la voz aguda tiene un extraño tono autoritario. Hay un claro en el bosque, un espacio lleno de hierbajos entre dos grupos de olmos. Se detienen y esperan.
La espera no parece extraña. Sienten electricidad en el aire y la tierra emite un zumbido. Karen puede ver las estrellas, oscurecidas por la luz de la ciudad, pero brillantes y palpitantes. En la maleza hay movimiento, y se dice a sí misma que son mapaches. Una cochinilla de la humedad le pasa por encima del pie.
—Hazlo —susurra Laura—. Ahora, Tim.
Tim ladea la cabeza hacia ella y asiente, y la luz hace que parezca adulto y se asemeje a un anciano marchito.
Alza una mano.
Durante un instante, Karen cree que juega a ser el director de una orquesta (es ese tipo de gesto, teatral y algo pueril), pero luego niega con la cabeza y mira con más atención.
Tim no dirige la orquesta. Karen tenía que habérselo imaginado.
Su mano irradia luz.
Con solemnidad, dibuja en el aire una gran U invertida. Es un arco, con cada uno de los pilares apoyados en el suelo cubierto de rocío, y la clave a la altura máxima a la que llega un niño de cinco años. La mano se mueve despacio y el rostro está contraído en una mueca de concentración intensa que sería cómica si no se estuviese produciendo un milagro. Cuando acaba el arco, el aire encerrado en él parece que se ondula.
Tim da un paso atrás y se enjuga la frente.
La fría luz se desvanece, pero la U invertida sigue allí: una cuña de oscuridad aún más tenebrosa.
—¿No te lo dije? —dice Tim dirigiéndose a Laura, y sin dedicar siquiera una ojeada a Karen. La voz infantil suena implacable—. Discúlpate.
—Lo siento —dice Laura. Pero no está arrepentida. Su voz deja traslucir que está fascinada—. ¿Podemos pasar? ¿De veras?
—¡No! —dice Karen de pronto, y su voz resuena en la noche. Sabe lo que es esto y sabe lo que diría papá. Han sido malos, muy malos—. ¡No os acerquéis!
Escucha cómo suena su propio terror.
Tim se la queda mirando con desprecio.
—Ni siquiera tendrías que estar aquí.
Eso la enfurece.
—¡Volved a la cama!
Ella tiene nueve años. Él tiene cinco, y no le hace caso.
—Vuelve tú a la cama —dice Tim.
La frialdad de la voz sorprende a Karen.
Laura pasea la mirada de uno a otro. Laura es la pequeña y, como Karen ha reconocido, la más guapa. Laura tiene ojos grandes y labios carnosos de niña.
Karen, a los nueve años, es algo pálida y tiene el rostro un poco estrecho. Su madre dice que tiene cara de preocuparse por todo.
Le llama «la pequeña doña angustias».
—Vamos todos —dice Laura con decisión—. Sólo un poco. —Cierra la manita sobre el brazo de Karen—. No muy lejos.
Y antes de que Karen pueda evitarlo, antes de que pueda pensárselo, atraviesan el arco.
Le cuesta comprenderlo. Un instante antes estaban en el barranco boscoso; ahora se encuentran en algún lugar duro y oscuro. Pisan adoquines y sus respiraciones resuenan en paredes cercanas. Un callejón. Horrorizada, Karen pestañea. Hay basura en cubos de acero. Una rata (está claro que es una rata y no un mapache) hurga en los desperdicios. Las farolas en la entrada del callejón proyectan sombras desagradables.
—El océano —le dice Laura a Tim—. Dijiste que podríamos ver el océano.
—Por aquí —dice su hermano.
El corazón de Karen le palpita contra las costillas.
«Es una locura» piensa. «¿Qué océano? No hay océano, vivimos en Píttsburgh. En Pennsylvanía».
Conserva un recuerdo vivido de la geografía que aprendió en la escuela. Las únicas extensiones de agua cerca de Pittsburgh son los ríos Allegheny y Monongahela, que se unen para formar el caudaloso Ohio. Ella ha viajado en barco; se acuerda de los viejos puentes de vigas de acero y de lo que la impresionaron. Allí no hay ningún océano.
Pero doblan una esquina y recorren una calle adoquinada que no reconoce. En el aire hay un olor penetrante a sal, algo glacial, ozono, y hay chillidos apagados que deben de ser de gaviotas que anidan.
La calle es tan extraña que ella cree que debía acordarse de ella. Los edificios son peculiares, estructuras de tres y cuatro pisos con el aspecto de las casas ilustradas a plumilla de sus cuentos, y las chimeneas de ladrillo forman la silueta de una dentadura incompleta contra el cielo nublado. (Pero ¿no había estrellas?). El viento es fresco o, más que fresco, frío, y ella no llevaba más que el camisón. Los talones descalzos se resbalan con lo que queda de una raspa de pescado entre los adoquines oscuros y se agarra al brazo de Laura.
Suben una colina.
De pronto, toda la ciudad se extiende ante ellos.
Karen está absolutamente desconcertada: aquello no es Píttsburgh.
No es Pittsburgh, pero sigue siendo una ciudad muy grande. En su mayor parte está compuesta del mismo tipo de arquitectura ornamentada en exceso, calles estrechas y sinuosas salpicadas de fábricas y factorías que son los únicos edificios iluminados, desde cuyas ventanas cubiertas de malla metálica se vierte una luz roja y amarilla de horno. Más lejos aún, donde se eleva el terreno, la ciudad parece más moderna. Puede ver edificios altos como los del centro (de Pittsburgh), pero estos son bloques tristes de obsidiana o inmuebles achaparrados y terrosos. En la azotea de uno de ellos hay un dirigible amarrado.
Pero el mar es más maravilloso que aquello.
Desde donde se encuentran, la calle desciende hacia los muelles. Hay almacenes de madera alineados en hileras, y dentro de las estructuras cavernosas Karen ve moverse a gente. En cierto modo, resulta tranquilizador ver gente allí. Sugiere normalidad, más o menos. Si pidiera ayuda, alguien la escucharía. Más allá de los almacenes, un largo embarcadero iluminado divide las aguas grasientas. Hay atracados unos cuantos barcos; algunos tienen altos mástiles de madera, otros no. Uno es inmenso, tan grande como un petrolero.
Lo extraño de la escena empieza a afectarla. Tiene la sensación de haberse alejado mucho de casa de algún modo. Está perdida; todos están perdidos. Piensa en el arco que Timmy dibujó en el aire oscuro del barranco, su única puerta… ¿Podrán encontrarla de nuevo o habrá desaparecido?
—Vale —dice Karen—. Ya lo hemos visto. Ya está. Ahora tenemos que volver a casa.
—Tiene miedo —le dice Timmy a Laura—. Ya te lo dije.
Pero Laura le dirige una mirada de comprensión.
—No… Karen tiene razón. Tenemos que volver. —Se estremece—. Hace frío.
—Aquí siempre hace frío.
Karen no se para a preguntarse qué quiere decir.
—Vámonos —dice.
Timmy suelta un suspiro exagerado, pero coopera al perder la votación. Se dan la vuelta. La estrecha callejuela, desde aquella dirección, parece nueva del todo. Karen siente en su interior que el nudo de pánico se ha apretado… ¿Y si se han perdido?
«No, ahí está el callejón», piensa. Tira más fuerte de Laura como para no perderla, y trata de dar la mano a Timmy. El chico se resiste un instante, pero luego cede.
Papá no se había equivocado al confiar en ella. Sabe cómo protegerlos.
Pero mientras se acercan a la entrada del callejón, un hombre sale de las sombras.
Les mira directamente. Es alto y lleva traje y sombrero grises. Parece corriente, como los hombres que ha visto en el tranvía yendo a trabajar. Pero hay algo en la intensidad de su mirada, en el modo en que sonríe, que amplifica el miedo de Karen. Una ráfaga de viento tira de su abrigo; unos pocos copos de nieve pasan arremolinados.
—Hola —dice—. ¿Qué tal?
Los niños se quedan quietos, paralizados. La voz del hombre resuena en la calle vacía.
Aún sonríe, y se acerca unos cuantos pasos como si tal cosa. A Karen se le ocurre que algo del rostro le resulta familiar; las arrugas, los ojos grandes… algo que no puede ubicar.
—Tenemos que volver —dice Timmy. Por vez primera, con una pizca de duda en la voz.
El hombre asiente con amabilidad.
—Lo sé. Todo el mundo tiene que volver a casa en algún momento, ¿no? Pero ¡mirad! Tengo regalos para vosotros.
El hombre introduce la mano en el abrigo. Timmy espera, atento pero sin temor.
«Conoce a este hombre. Ya ha estado aquí», piensa Karen.
Del fondo del abrigo, el hombre saca un pisapapeles de cristal, de esos que mueves y nieva en el interior, y se lo da a Tim.
Tim lo mira fijamente y se queda paralizado.
—Los reinos de la Tierra —dice el hombre.
Tim coge el regalo y lo sostiene con solemnidad.
El abrigo es mágico, insondable. El hombre sonriente vuelve a introducir la mano y (Voilà!, dice) saca un pequeño espejito de plástico rosa, de esos baratos que se pueden comprar en un mercadillo, y se lo ofrece a Laura.
—Venga —dice con delicadeza—. Un regalo para que nos conozcamos mejor.
Una parte de Karen quiere gritar no. Pero Laura, con el ceño fruncido, coge el regalo y lo mira.
—La más bella del país —dice el hombre con una sonrisa.
Y Karen se encoge de miedo, consciente de que es la siguiente.
El hombre la mira directamente. Es como los hombres de las series de la tele, como Eliot Ness en Los intocables; de facciones duras, aunque atractivo. La sonrisa es muy convincente, pero los ojos gris claro son fríos como la nieve y están vacíos como la calle.
De nuevo, mete la mano en el abrigo.
Esta vez: un muñeco.
Un muñeco desnudo de plástico del tamaño del pulgar de ella. No es gran cosa, pero, aunque parezca mentira, se siente atraída por él. El gesto del rostro modelado con tosquedad le llama la atención. Parece estar pidiendo ayuda.
Sin poder contenerse, agarra el muñeco y se lo mete en el bolsillo.
—Tu primogénito —dice el hombre en voz baja.
Las palabras disparan alarmas silenciosas dentro de ella. Es como despertarse de un sueño.
—Venga —dice, por fin toma el mando y agarra más fuerte los brazos rollizos de Timmy y de Laura—. Ahora —grita—. ¡Corred! ¡Vamos!
Se escabullen del hombre gris y entran en el callejón.
La oscuridad oculta el portal, pero Karen lo busca con una especie de sexto sentido. Al otro lado, huele la calidez de la noche húmeda en el barranco.
Cruza, tras empujar a Tim y a Laura delante de ella. El cielo a ese lado empieza a clarear.
—Tenemos que darnos prisa —dice—. ¡Subid la colina! ¡VAMOS!
Ni se plantean la desobediencia. Las prioridades diurnas han comenzado a imponerse. Los dos niños pequeños se adelantan a todo correr.
Karen se detiene un segundo para mirar atrás.
La puerta —la puerta de Tim— ha empezado a desaparecer. Se desvanece, y los bordes se difuminan. Pero durante un instante prolongado ve lo que hay al otro lado, la fría ciudad portuaria que huele a pescado, la entrada de la callejuela, el hombre gris que clava en ella su mirada. No se mueve para seguirlos. Sonríe de manera insulsa.
La imagen tiembla.
El hombre alza la mano y hace un gesto.
El portal explota como una burbuja, y Karen huye hacia la casa.
Ese fue el final del sueño. Se despertó temblando y alcanzó el reloj de la mesilla.
«00:45», anunciaron los brillantes dígitos.
Era la tercera noche consecutiva. El sueño nunca se le había presentado con la misma frecuencia o intensidad. Pensó que debía de significar algo, pero ¿qué?
«No. Los sueños no significan nada».
Se volvió deprisa hacia el lado de la cama de Gavin y extendió el brazo hacia él. Pero la cama, por supuesto, estaba vacía.
Llevaba vacía casi un mes.
Se sintió estúpida y avergonzada, avergonzada del deseo pasajero que había delatado su cuerpo. Pensó que corrían malos tiempos, pero que las cosas seguían en su sitio y no era el momento de alucinar. En silencio, recitó la letanía que se había inventado.
No es más que un sueño.
Los sueños no significan nada.
Y aunque no sea un sueño, sucedió hace mucho tiempo.
Era la una menos cuarto y Michael aún no había vuelto. Le habría oído entrar; siempre lo hacía. Bueno, era viernes por la noche… y ella no le había puesto hora. En el pasado no había sido necesario. Mike sólo tenía quince años, apenas tenía amigos y llevaba poco tiempo demostrando interés hacia las chicas. La eclosión era buena y Karen la había alentado, pues así distraía su atención del divorcio. Pero en ese momento se preguntaba si no suponía demasiada distracción.
—Doña Angustias —dijo en voz alta.
Se sentó y se enfundó una bata.
Al fin y al cabo, le iba a resultar imposible dormirse, al menos hasta que Mike volviera a casa. Tanteó con los pies hasta ponerse las zapatillas y se puso a andar arrastrando los pies por el suelo vacío del dormitorio. Gavin había insistido en poner suelos de madera vista. A Gavin le iba la austeridad elegante y el pino lustrado. Karen creía que le hubiera gustado más moqueta. La moqueta es cómoda y le gustaba la sensación que producía en los pies. Suavizaba las aristas duras de las cosas y era calentita.
«En la casa nueva tendremos moqueta», se dijo Karen con firmeza. «Joder, de pared a pared».
La mudanza era inevitable. Gavin le pasaba una asignación, pero apenas cubría sus gastos. Con independencia de la resolución del divorcio, Michael y ella necesitarían una casa nueva. Ella ya había iniciado un programa de empaquetado a la buena de Dios, y el dormitorio estaba repleto de cajas de la empresa de mudanzas Mayflower. Aborrecía sus formas, las pesadas moles alineadas a lo largo de la pared, el recordatorio acuciante de que su vida se podía venir abajo del todo y con gran rapidez.
Bajó, calentó leche y se hizo una taza de chocolate. Echó un poco más de leche en el cazo y luego encendió el quemador. A lo mejor Michael quería una taza.
Encendió una lámpara de pie y la televisión del austero salón de madera de pino.
A esas horas no había gran cosa en la tele. David Letterman metiéndose con algún invitado, un montón de películas antiguas. Se tumbó en el sofá con el mando a distancia y puso el canal de noticias.
En Oriente Medio habían puesto una bomba en un autobús, la huelga de funcionarios había alcanzado la segunda semana, un huracán amenazaba la costa del golfo; en otras palabras, lo de siempre. Apagó el sonido pero dejó puesta la televisión por el parpadeo, la ilusión tranquilizadora de una segunda presencia en la habitación. Miró el reloj del frontal del vídeo.
01:45.
Se ciñó el cinturón de la bata y sacó la libreta y un bolígrafo de la mesa lateral. Desde la marcha de Gavin escribía una especie de diario y cuaderno de notas: le permitía hablar con alguien, aunque fuera con ella misma.
El sueño otra vez, escribió.
Apretó el extremo mordisqueado del Bic contra los dientes y frunció el ceño.
No tiene sentido, escribió. O eso quiero creer. Pero vuelve con bastante frecuencia.
He tratado de pensar en lo que sucedía de verdad en aquellos tiempos. La casa antigua en Constantínople. Tuvo que haber sido en 1959, a lo mejor en 1960. No tengo recuerdos reales (a menos que el sueño sea un recuerdo). Pero me acuerdo de la casa, del dormitorio que compartí con Laura, de la habitación de Timmy, de la habitación de papá y mamá con el gran buró de madera y la alfombra afgana de la abuela Fauve. Las escaleras, el reloj de la repisa de la chimenea, la enorme televisión RCA Víctor.
Dudó, y luego escribió:
El muñeco.
Se preguntó si era un recuerdo o los restos del sueño.
—Bebé —susurró para sí. El muñeco se llamaba Bebé.
Recuerdo a papá mirando a Bebé. «¿De dónde lo has sacado, Karen?».
Los ojos grandes, y la barba de tres días en las mejillas.
«Me lo ha dado un hombre», le dije.
«¿Qué hombre? ¿Dónde?»
Nunca pude mentirle. Le conté lo de Timmy, el barranco, la puerta, la ciudad oscura.
Jamás lo he visto tan furioso. Esperé que me pegara, pero en vez de eso, salió a toda prisa hacia la habitación de Timmy.
Timmy chilló…
Se acordaba de haberse acurrucado en la cama mientras estrechaba a Bebé contra su cuerpo. Papá había dado una paliza a Tim con el cinturón y Tim había chillado. Pero el recuerdo era incompleto, diáfano; cuanto más se esforzaba en captarlo, más escurridizo se volvía.
«Vaya», pensó.
Poco después de aquello se marcharon de la calle Constantinople. Hizo memoria. Desde Constantinople se habían mudado al apartamento del West End. Eso es. Luego un año en Duquesne y después de eso vivieron en otra decena de casas.
«Somos como nómadas», le había dicho su madre en una ocasión. «No nos quedamos mucho tiempo en el mismo lugar».
Karen dejó el diario, más deprimida que nunca.
01:15, decía el reloj.
A la 01:23 escuchó la llave en la puerta principal. Cogió la taza, con la intención de parecer despreocupada; el chocolate estaba helado.
La puerta se cerró. Michael entró desde el vestíbulo.
—Llegas tarde —le dijo Karen, sin demostrar enfado.
—Ya. —Se quitó la desgastada cazadora de cuero con un encogimiento de hombros y la colgó en un gancho. Llevaba revuelto el pelo moreno y tenía ojeras—. Lo siento, mamá. No sabía que estarías levantada.
—Estaba algo intranquila. ¿Te apetece un chocolate caliente?
—Debería meterme en el sobre.
—Una taza te ayudará a dormir —dijo Karen, y le sorprendió lo desesperada que sonó su voz.
«¿Estoy tan necesitada de compañía?».
—Venga, vale. —Su hijo sonrió cansinamente.
Se sentaron en la cocina, incómodos en las sillas de vinilo de respaldo alto. Una pared de puertas correderas daba al oscuro patio trasero. Karen sintió que las sombras del sueño se movían como una criatura autónoma en su interior. Se levantó, corrió las cortinas, volvió a sentarse y rodeó la taza con las manos. Tenía los dedos fríos.
Michael tenía los pies encima de la silla de enfrente. Karen pensó que era guapo en su fragilidad. El pelo moreno hacía que la piel pareciese pálida, era delgado y parecía joven para su edad.
La parafernalia de la agresividad adolescente (cazadora, camiseta Hanes ajustada, vaqueros desgastados) no le sentaba bien.
Karen carraspeó.
—¿Has visto una película?
Michael asintió.
—¿Con Amy?
—Sí. Dan y Val nos llevaron en coche al centro.
—¿Era buena?
—Creo que no estaba mal. Una peli de persecuciones de coches, ya sabes. —Forzó una sonrisa—. Bum. Patapum.
—No parece gran cosa. —Se atrevió a conjeturar—. ¿Has regañado con Amy?
—No pasa nada con Amy.
—Pareces deprimido, eso es todo.
—Amy no tiene la culpa.
—Entonces, ¿qué pasa?
Le lanzó una mirada a través de la mesa, su mirada seria.
—¿Quieres saberlo?
—Sólo si quieres contármelo.
Volvió a acomodarse en la silla con las manos en los bolsillos.
—He vuelto a ver a ese tipo.
Las palabras cayeron como piedras en el aire en calma de la cocina. El zumbido del frigorífico interrumpió el silencio. Fuera, cantaron grillos.
Ya estaban en septiembre. Se acercaba el otoño.
—Volvíamos a casa en el coche —dijo Mike en tono apagado—. Giramos en Spadina y estaba allí. De pie, delante de un restaurante chino. El local estaba cerrado y a oscuras. Simplemente estaba allí de pie. Como si estuviese esperando, ¿sabes? Y me vio. Éramos cuatro en el coche, pero me miraba a mí. —Apartó el chocolate y puso las palmas sobre la mesa—. Me saludó con la mano.
Karen no quería hacerla, pero la pregunta tenía vida propia.
—¿Quién? ¿Quién te saludó?
Michael escudriñó la oscuridad.
—Ya lo sabes, mamá. El Hombre Gris.