Capítulo 29

Promediaban las horas destinadas al sueño, que constituyen la noche de los Vril-ya. Una mano apoyada en mi hombro me despertó del adormecimiento perturbado en que había caído no hacía mucho. Me sobresalté al despertar bruscamente; abrí los ojos y vi a Zee de pie a mi lado.

«Silencio», dijo ella, en voz baja, «que nadie nos oiga. ¿Crees que, por no haber conseguido tu amor, he dejado de velar por tu seguridad? He visto a Taë. No ha conseguido nada de su padre, quien mientras tanto ha conferenciado con los tres sabios, a quienes pide consejo, en las cuestiones dudosas; por consejo. De éstos ha ordenado que debes perecer, cuando el mundo despierte a la vida. Yo te salvaré. Levántate y vístete».

Zee señaló una mesa, al lado del diván, en la que vi el traje, que llevaba al abandonar el mundo superior y que había cambiado después por las prendas más pintorescas de los Vril-ya. La joven Gy salió por el ventanal a la terraza, mientras yo apresuradamente y sin salir de mi asombro me vestía con mis ropas. Al unirme a ella, en la terraza, su rostro estaba pálido y rígido. Tomándome de la mano, me dijo con dulce voz, «Mira cuán brillantemente el arte de los Vril-ya ha iluminado el mundo en que moran. Mañana este mundo estará en tinieblas para mí». Me atrajo de nuevo a la habitación, sin esperar mi respuesta; de ésta al corredor, desde el cual descendimos al vestíbulo. Salimos a las calles desiertas y seguimos el camino ascendente bajo las rocas. Allí donde no hay ni día ni noche, las Horas de Silencio son indeciblemente solemnes. El vasto espacio, iluminado por la pericia de los mortales, no da la más mínima señal de vida. Suaves como eran nuestros pasos, su ruido molestaba al oído, como en desarmonía con el reposo universal. Estaba convencido, aunque Zee nada me había dicho, que había resuelto ayudarme a volver al mundo superior, y que nos dirigíamos al lugar por donde había descendido. Su silencio se me comunicó e impuso el mío. Nos acercábamos al precipicio. Había sido reabierto aunque no presentaba, en realidad, el mismo aspecto que cuando yo había pasado por allí; que en la muralla de rocas, que Taë y yo habíamos visto cerrada poco antes, se había abierto una nueva abertura, en cuyos costados ennegrecidos todavía brillaban chispas de piedras carbonizadas. Mi mirada, sin embargo, no podía penetrar más allá de unos cuantos metros en la profundidad del oscuro hueco y me pregunté, con desaliento, cómo podríamos ascender por allí.

Zee adivinó mis dudas. «No temas», dijo, con una triste sonrisa, «tu vuelta está asegurada. Empecé esta obra al comienzo de las Horas de Silencio, cuando todos dormían; no he descansado, hasta que el camino hacia tu mundo ha quedado libre. Permaneceré contigo, todavía, un corto rato. No nos separaremos hasta que tú digas: ¡Puedes irte, ya no te necesito!».

El remordimiento encogió mi corazón, ante tanta grandeza de alma. «¡Oh!», exclamé, «qué no daría por que fueras de mi raza o yo de la tuya; entonces jamás diría: ya no te necesito».

«Te bendigo por estas palabras, y las recordaré cuando ya te hayas ido», contestó la Gy, tiernamente.

Durante este breve intercambio de palabras, Zee se había dado vuelta, con su cuerpo inclinado y su cabeza apoyada en su pecho. De pronto, se enderezó en toda su estatura enfrente de mí. Mientras su rostro estuvo oculto a mi mirada, ella había encendido la diadema, que llevaba en su frente, de manera que brillaba como si fuera una corona de estrellas. No sólo el rostro y forma, sino todos los alrededores quedaron iluminados por el resplandor de la diadema.

«Ahora», dijo, «rodéame con tus brazos por primera y última vez. Ahora, ten valor y sujétate bien». Al hablar así, su forma se dilató y las amplias alas se expandieron. Pegado a ella nos elevamos por aquel terrible precipicio, que la luz estrellada de su frente iluminaba en toda su extensión. Envuelta en luz parecía un ángel remontándose hacia el cielo, con el alma rescatada de la tumba. La Gy continuó el vuelo hasta que oí a la distancia el murmullo de voces humanas; el sonido del trabajo humano. Nos detuvimos en el suelo de una de las galerías de la mina. Más allá, muy distantes, ardían las mortecinas, raras y débiles lámparas de los mineros. Entonces me desprendí. La Gy besó apasionadamente mi frente; pero con la pasión de una madre y dijo, con lágrimas en los ojos: «Adiós para siempre. Tú no me dejas ir a tu mundo; tú no puedes volver jamás al mío. Antes de que mis familiares despierten, las rocas se habrán cerrado de nuevo sobre el precipicio, para no volver a ser abiertas por mí y quizás, tampoco por otros, por edades incontables. Cuando alcance la vida, más allá de esta partícula de tiempo, te buscaré. Es posible que también allí el mundo asignado a ti y los tuyos tenga rocas y golfos que lo separen del mundo de los de mi raza y que yo pueda abrirme camino, para recuperarte, como lo he abierto para perderte».

Su voz cesó. Oí un susurro, como de alas de cisne, y vi como Zee se alejaba y los rayos de su diadema estrellada se amortiguaban más y más, dejándome en sombría oscuridad.

Me senté en una roca, y permanecí por algún tiempo sumido en la mayor tristeza, luego me levanté y empecé a andar con paso tardo hacia el lugar de donde me llegaban los sonidos humanos. Los mineros, que encontré, me eran desconocidos y de una nación que no era la mía. Se volvieron a mirarme sorprendidos; pero, viendo que no contestaba a las preguntas, que me hacían en su idioma, volvieron a su trabajo y me dejaron pasar sin molestarme. Por fin, llegué a la bocamina, sin verme molestado por otros interrogatorios, salvo el de un oficial amigo, que me conocía; pero que, afortunadamente, estaba demasiado ocupado para entretenerse conmigo.

Tuve buen cuidado de no volver a mi antiguo alojamiento. Sin pérdida de tiempo, aquel mismo día me alejé de un vecindario, en donde no hubiera podido eludir preguntas, a las cuales no podía contestar satisfactoriamente. Regresé a mi país en donde, desde hace mucho tiempo me he dedicado tranquilamente a los negocios. Hace tres años me retiré con una regular fortuna. Rara vez he sido invitado a relatar las andanzas y aventuras de mi juventud; tampoco me he sentido tentado a hablar de ellas. Algo, desengañado, como otros muchos, de cuanto se relaciona con la vida doméstica, con frecuencia pienso en la joven Gy y me pregunto, cómo pude rechazar aquel amor, a pesar de los peligros que implicaba y de las condiciones que se me imponían. Cuanto más pienso en la gente que, en regiones excluidas de nuestra vista y consideradas inhabitables por nuestros sabios, desarrollan fuerzas, muy superiores a nuestros más disciplinados sistemas, con cuyas virtudes nuestra vida social y política resulta más antagónica, a medida que progresamos, más ardientemente ruego a Dios que transcurran muchas edades, antes de que surjan a la luz del sol nuestros destructores inevitables. No obstante, como mi médico me ha dicho francamente que he contraído una dolencia, que sin causar dolores, ni presentar síntomas perceptibles de sus avances, puede ser fatal, en cualquier momento, he creído mi deber para con mis semejantes, prevenirles dejando constancia de mis temores con respecto a «La Raza Futura».