Al quedar solos Taë y yo en la ancha carretera, que va de la ciudad al precipicio, por el cual yo había descendido a esta región subterránea, carente de la luz de las estrellas y del sol, dije en voz baja: «Niño y amigo, veo en el rostro de tu padre algo que me asusta. Siento como si, en su terrible tranquilidad, contemplara la muerte».
Taë no contestó de inmediato. Parecía agitado, como si debatiera dentro de sí, qué palabras decir para dulcificar alguna noticia desagradable. Por fin dijo: «Ningún Vril-ya teme a la muerte. ¿La temes tú?».
«El temor a la muerte es innato en los pechos de la raza a la cual yo pertenezco. Sólo podemos dominarlo, ante el llamado del deber, del honor o del amor. Somos capaces de morir por una verdad, por la tierra natal, por aquellos a quienes amamos más que a nosotros mismos. Pero si la muerte me amenaza realmente ahora y aquí ¿dónde están los sentimientos que contrasten el instinto natural que nos llena de espanto y terror al pensar en el momento en que alma y cuerpo han de separarse?».
Mis palabras sorprendieron a Taë; pero puso gran ternura en su voz al replicar: «Diré a mi padre lo que has dicho y le pediré que salve tu vida».
«¿Entonces, ha decretado ya mi destrucción?».
«La culpa o la tontería es de mi hermana», dijo Taë, con alguna petulancia. «Ella habló esta mañana a mi padre y después de la conversación, éste me llamó, en mi carácter de jefe de los muchachos comisionados para destruir las vidas que amenazan a la comunidad, y me dijo: Toma tu varilla de Vril y busca al extranjero al cual tú quieres. Que su fin sea rápido y sin dolor».
Al oír esto, me sentí flaquear; me aparté del niño. «Es para asesinarme», dije «¿qué tan traidoramente me has invitado? No; no puedo creerlo. No puedo creerte culpable de tal crimen».
«No es crimen matar a los que amenazan el bien de la comunidad; sería crimen matar al insecto más insignificante, que no puede dañarnos».
«Si crees que soy un peligro para la comunidad, porque tu hermana me honra con una especie de preferencia, como la que un niño siente por un juguete raro, no es necesario que me maten. Dejadme volver al país, de donde he venido, por el precipicio por el cual descendí. Con una pequeña ayuda de tu parte puedo irme ahora mismo. Tú, con la ayuda de tus alas, puedes sujetar, al borde de las rocas, la soga que encontraste y que seguramente has guardado. Haz lo que te pido, ayúdame a llegar, siquiera, al punto desde el cual descendí y desapareceré de vuestro mundo para siempre tan seguramente como si me encontrara entre los muertos».
«¡El precipicio desde el cual descendiste! Mira alrededor; estamos ahora en el mismo lugar en el que se abría. ¿Qué ves? Sólo roca maciza. El precipicio fue cerrado, por orden de Aph-Lin, tan pronto como pudo comunicarse contigo, en tu trance, y supo, de tus propios labios, la clase de mundo del cual venías. ¿No recuerdas que Zee me exigió que no te preguntara nada acerca de ti o de tu raza? Al dejarte aquel día, Aph-Lin me buscó y me dijo: No debe quedar abierto paso alguno entre el mundo del extranjero y el nuestro; de lo contrario, el mal y las tristezas de su mundo puede descender al nuestro. Con los muchachos de tu banda, aplicad las fuerzas de vuestras varillas de Vril a los costados de la caverna, hasta que los fragmentos de piedra llenen todas las hendiduras; de manera que no se pueda ver desde el otro lado el resplandor de nuestras lámparas».
Mientras el niño hablaba, mi mirada estaba fija en las rocas cerradas ante mí. Enormes e irregulares, las masas de granito dejaban ver la superficie chamuscada por la fuerza Vril; ni una rendija quedaba abierta.
«De manera que toda esperanza está perdida», murmuré, dejándome caer al borde del camino; «ya no veré más el sol». Cubría mi rostro con las manos y rogué a Aquel, cuya presencia yo había olvidado tan a menudo, no obstante que el firmamento nos muestra la obra de Sus manos. Sentí Su presencia en las profundidades de aquella tierra sombría en medio del mundo de la tumba. Como fortalecido y consolado por la plegaria levanté mis ojos y mirándole con tranquila sonrisa, dije al niño: «Ahora, si has de matarme, dispara».
Taë movió la cabeza gentilmente. «No», dijo, «la demanda de mi padre no es tan formal como para no dejarme margen de elección. Voy a hablarle y puede que consiga salvarte. Extraño que te domine el miedo a la muerte, que nosotros creíamos que era sólo instinto en las criaturas inferiores, a las cuales no se ha inculcado la convicción de otra vida. Entre nosotros, ni los infantes conocen tal temor. Dime mi querido Tish» continuó después de una pausa, «¿no te reconciliarías más fácilmente a la idea de dejar esta forma de vida, por la del más allá del momento llamado muerte, si yo te acompañara? Si fuera así, pediría a mi padre que me permita ir contigo. Yo soy uno de nuestra generación, destinado a emigrar, en cuanto tenga edad para ello, a alguna región desconocida, dentro de este mundo. Para mí, sería igual emigrar ahora a regiones desconocidas del otro mundo. El Supremo Bien lo mismo está allá que aquí. ¿En dónde no está Él?».
«Niño», dije, viendo por la expresión, que Taë hablaba seriamente, «es un crimen que tú me mates; sería igualmente un crimen decirte: Mátate tú. El Supremo Bien elige el tiempo en que nos da la vida y el tiempo de quitárnosla. ¡Volvamos! Si al hablar con tu padre, éste decide que he de morir, dame todo el tiempo que puedas, a fin de prepararme».
Volvimos a la ciudad, conversando a ratos. No podíamos comprender los razonamientos uno del otro; sentía por aquel honrado niño, de voz dulce y hermoso rostro, un sentimiento muy parecido al del reo por el ejecutor que camina a su lado al lugar de la ejecución.