Estaba yo un día solo cavilando, en mi habitación, cuando Taë llegó volando por el ventanal abierto y se posó en el diván. Siempre me alegraba la visita de aquel niño, en cuya compañía, aunque humillado, me sentía menos eclipsado que en presencia de las personas mayores. Impulsado por mi idea fija y teniendo en cuenta que se me permitía ir a todas partes acompañado por él, y en mi ansia de volver al punto en el cual había penetrado en aquel mundo subterráneo, me apresuré a preguntarle si estaba dispuesto para un paseo más allá de las calles de la ciudad. La expresión de su rostro me pareció más grave de lo ordinario, al contestarme: «He venido aquí con el objeto de invitarte a ello».
Muy pronto nos encontramos en la calle. No nos habíamos alejado mucho de la casa, cuando encontramos cinco o seis jóvenes Gy-ei, que volvían de los campos con canastas llenas de flores y cantando a coro. La joven Gy canta más a menudo que habla. Al vernos, se detuvieron, dirigiendo frases cariñosas a Taë y a mí galanterías corteses, propias de las Gy-ei para nuestro sexo débil.
He de observar aquí que, a pesar de ser la Gy soltera tan franca, al cortejar al individuo, que ella favorece, en nada se parece su actitud al desparpajo ruidoso con que las jóvenes de la raza anglosajona, a las cuales se distingue con el epíteto de «modernas», tratan a los jóvenes por los cuales no sienten amor alguno. El comportamiento de la Gy para con los hombres, se parece mucho al del hombre bien educado de la sociedad elegante, hacia las señoras; respetan pero no enamoran; sus modales son diferentes, cumplidos, exquisitamente delicados; lo que podríamos llamar caballerescos.
En verdad me sentí un poco confuso por las galanterías que me dirigieron aquellas jóvenes y que yo no supe cómo contestar. En nuestro mundo, un hombre se consideraría agraviado, tratado con ironía, fastidiado (si puedo usar palabra tan vulgar) al oír a una hermosa muchacha alabar la frescura de su cutis; a otra el buen gusto de los colores de mi vestido; una de ellas con una sonrisa aludió a las conquistas que había hecho en la recepción de Aph-Lin. Yo sabía, sin embargo, que todo aquel lenguaje era lo que los franceses llaman banalidades y simplemente expresaba por bocas femeninas, bajo la tierra, el mero deseo de pasar un rato agradable con el sexo opuesto. Expresiones que, sobre la tierra, una costumbre arbitraria y la herencia las ponen en la boca de los varones. De la misma manera que, sobre la tierra, una señorita bien educada, acostumbrada a tales galanterías, sabe que no puede, sin faltar a las reglas de propiedad, devolverlas ni demostrar excesiva satisfacción al recibirlas, yo, que había aprendido las costumbres corteses de aquella raza, en la casa de tan rico y exaltado Ministro de la nación, procuré sonreír y aparecer modesto, desdeñando los cumplidos con que me honraban. Mientras hablábamos así, parece que la hermana de Taë nos vio desde una de las ventanas del Palacio Real; enseguida extendió sus alas y descendió en medio del grupo.
Dirigiéndose a mí, con la inimitable diferencia de maneras, que he llamado «caballerescas», pero no sin cierta rudeza de tono que podríamos clasificar como «ruda», dijo: «¿Por qué no vienes nunca a vernos?».
Mientras estaba pensando cuál sería la adecuada contestación a tan inesperada pregunta. Taë dijo pronta y secamente: «Hermana, olvidas que el extranjero es de mi sexo. No corresponde a personas de mi sexo, que guardan su reputación y modestia, rebajarse corriendo tras la compañía del vuestro».
Estas palabras fueron recibidas con evidente aprobación por las jóvenes Gy-ei, en general; pero la hermana de Taë parecía grandemente avergonzada. ¡Pobre chica; eso que era una Princesa!
En aquel momento, una sombra se proyectó en el espacio que me separaba del grupo. Al volverme vi al Primer Magistrado que se acercaba con el paso silencioso y firme, peculiar de los Vril-ya. Al verlo, se apoderó de mí el mismo terror, que me sobrecogió la primera vez que lo vi. En aquella frente, en aquellos ojos, había todavía aquel algo indefinible de una raza fatal para la nuestra. La extraña expresión de serena tranquilidad, de quien se ve libre de nuestros cuidados y pasiones, consciente de su poder superior, compasivo e inflexible, como el juez que pronuncia una sentencia.
Temblé, inclinándome, oprimí el brazo de mi amigo niño y lo atraje en silencio. El Tur se interpuso en nuestro camino; me miró un momento, sin hablar; luego dirigió sus ojos quietamente al rostro de su hija, con un grave saludo para ella y sus compañeras; pasó por medio del grupo y se alejó, sin pronunciar palabra.