Capítulo 26

Después de la conversación con Zee, que acabo de relatar, quedé dominado por profunda melancolía. Se desvaneció el interés con que, hasta entonces, había observado la vida y costumbres de aquella maravillosa comunidad. No podía desechar de mi mente la idea de que me encontraba entre gente que, a pesar de su bondad y cortesía, podían, en cualquier momento destruirme, sin escrúpulo ni compasión. La vida virtuosa y pacífica de gentes que, aunque nuevas para mí, constituían un profundo contraste con las discusiones, las pasiones y los vicios del mundo de arriba, empezó a oprimirme; la monotonía y el aburrimiento se apoderaron de mí. Hasta la serena tranquilidad de la atmósfera resplandeciente se me hizo pesada. Anhelaba un cambio; el frío del invierno, una tempestad, la oscuridad absoluta. Pensaba que, no obstante, nuestros sueños de perfección, nuestra insaciable aspiración a una esfera mejor, más elevada y más tranquila del ser, nosotros, los mortales de la superficie de la tierra, no estamos preparados, ni dispuestos, para disfrutar, largo tiempo, de la felicidad, que soñamos, y a la que aspiramos.

Es interesante observar, cómo en el estado social de los Vril-ya, habían conseguido unificar y armonizar, en un solo sistema, todos los objetivos, que los diversos filósofos del mundo superior han presentado ante la humanidad, como ideales de un futuro utópico.

Era un estado, en que la guerra, con todas sus calamidades, se consideraba un imposible; un estado, en que la libertad de todos y de cada uno estaba asegurada al grado máximo, sin ninguna de las animosidades que, en el mundo superior hacen de la libertad, algo dependiente de la lucha perpetua entre partidos hostiles. Un estado en que la corrupción, que denigra a las democracias, era tan desconocida, como los descontentos que socavan los tronos de las monarquías. La igualdad no era un nombre, meramente; sino una realidad. Las gentes no buscaban la riqueza, porque ésta no era envidiada. Los problemas relacionados con la clase trabajadora, sin solución hasta ahora en la tierra de la superficie, causa de tanto antagonismo y resentimiento entre las clases, han sido resueltos por el simple proceso de hacer desaparecer completamente la distinción y separación de los trabajadores como clase. Todos son trabajadores y trabajan en lo que gustan. Los inventos mecánicos, construidos sobre principios que no pude descubrir, actuados por un elemento infinitamente más poderoso y más fácil de manejar que la electricidad o el vapor, dirigidos por niños, cuya fuerza jamás se agota, sino que, por el contrario, gozan en su ocupación, como si fuera un deporte o pasatiempo, eran suficientes para crear una riqueza pública, enteramente dedicada al bienestar general; de manera que jamás había queja alguna.

Los vicios, que corroen nuestras ciudades, son allí desconocidos. Las diversiones abundan, pero todas ellas de carácter inocente. Ninguna diversión daba pie a la borrachera, al desorden o a la enfermedad. Existía el amor; ardiente en su persecución; pero, una vez conseguido su objeto, era fiel. El adúltero, el vicioso, la mujer de vida airada, eran fenómenos tan desconocidos en aquella comunidad, que las palabras para designarlos tenían que buscarse en la literatura anticuada, escrita miles de años antes. Quienes hayan estudiado las teorías filosóficas de la tierra, saben que todas esas extrañas desviaciones de la vida civilizada, son concreciones de ideas ampliadas, analizadas, ridiculizadas, controvertidas y, algunas veces, probadas en parte y hasta puestas en libros fantásticos; pero nunca han dado resultados prácticos. No fueron, sin embargo, éstos todos los pasos dados por aquella comunidad, hacia la perfección teórica. Era la creencia de Descartes, que la vida del hombre podía prolongarse, en esta tierra no precisamente a duración eterna; pero sí a lo que se llama «edad patriarcal» que él, modestamente, limitaba de 100 a 150 años como término medio. Pues bien, este sueño de los sabios lo han realizado los Vril-ya; más todavía, conservan después de cien años de vida todo el vigor de la edad madura. Con esta longevidad disfrutan la gran bendición de una salud constante. Las enfermedades de aquella raza se eliminan con facilidad, mediante la aplicación científica del elemento vitalizador y destructor, a la vez, que ellos llaman Vril. La idea de esta fuerza, tampoco es desconocida sobre la tierra, aunque generalmente se la considera como tema propio de charlatanes o entusiastas y se la mezcla con nociones confusas de mesmerismo, fuerza ódica, etc. Pasando por alto tales dispositivos como las alas, que todo el mundo sabe que se han ensayado y han fracasado, me ocuparé de la cuestión más delicada, proclamada últimamente como esencial para la perfecta felicidad de nuestra especie humana, por las dos influencias más perturbadoras y potentes en la superficie de la tierra, a saber: el Feminismo y la Filosofía. Me refiero a los Derechos de la Mujer.

Los jurisconsultos están de acuerdo en que es inútil hablar de derechos, donde no existe poder suficiente para imponerlos. Sobre la tierra, por una razón u otra, el hombre, gracias a su fuerza física (y mediante el uso de armas ofensivas y defensivas, tratándose de encuentros personales) puede, por regla general, dominar a la mujer. Pero entre los Vril-ya, no cabe duda con respecto a los derechos de las mujeres; porque, como he dicho antes, la Gy, en cuanto a lo físico es mayor y más fuerte que el An; en voluntad también aventaja a éste; es más resuelta que él. Como la voluntad es esencial para la dirección de la fuerza Vril, ella puede hacer sentir sobre él, más potentemente que él sobre ella, el místico elemento, que el arte puede extractar de las propiedades ocultas de la naturaleza. De consiguiente, todo lo que nuestras feministas pueden hacer sobre la tierra, en cuanto a los derechos de la mujer, es cosa natural en aquella comunidad. Además del poder físico, la Gy tiene, por lo menos en su juventud, un anhelo de triunfar y de aprender muy superior al de los hombres, de manera que ellas son quienes llenan las academias y profesorados y constituyen la porción inteligente de la comunidad.

Naturalmente, en una sociedad de esta clase, la mujer establece, como he explicado, sus más valiosos privilegios, o sea, el de cortejar y elegir a su compañero. Si se le negara este privilegio, despreciaría todos los demás. Ahora bien, en la tierra no consideraríamos irrazonable que una mujer dotada de tal poder y tal privilegio, una vez nos ha perseguido y nos ha conquistado, actuara de manera imperiosa y tiránica. Sin embargo, no era así entre los Vril-ya. La Gy, una vez casada, abandona las alas y se convierte en la más dulce de las compañeras. No hay poeta capaz de concebir visiones de beatitud conyugal, con tanta docilidad, complacencia y simpatía como las que ponían las Gy-ei en descubrir y satisfacer los gustos y caprichos más insignificantes de sus esposos. Por último, entre las características más importantes de los Vril-ya, en comparación con nuestra humanidad (detalle importante, muy influyente en su vida y en la paz de sus comunidades) es la creencia universal en la existencia de una Deidad benéfica y misericordiosa y de un mundo futuro, en comparación con el cual, un siglo o dos son momentos demasiado fugaces para malgastarlos en la persecución de fama, poder o riqueza. Con esta combinaban otra creencia general, a saber: que como no podían saber nada de la naturaleza de tal Deidad, salvo el hecho de su bondad suprema, ni sobre el mundo futuro, aparte del hecho de la existencia feliz en el mismo, su razón les prohibía toda discusión sobre cuestiones tan abstrusas. De esta manera, habían alcanzado, en las entrañas de la tierra, lo que ninguna comunidad ha logrado jamás bajo la luz de las estrellas, a saber: todas las bendiciones y consuelos de la religión, sin ninguno de los males y calamidades que engendran las luchas religiosas.

Por tanto, es imposible negar que el estado de existencia entre los Vril-ya es, en conjunto, inmensamente más feliz que el de las razas supraterrestres. Tal estado es la realización de los sueños de nuestros filántropos más entusiastas y se aproxima al concepto poético de un orden angelical. Con todo, si reuniéramos a un millar de seres humanos de los mejores y más filósofos de entre las poblaciones de Londres, París, Berlín, New York o Boston, como ciudadanos de esta comunidad beatífica, mi creencia es que, en menos de un año, morirían de aburrimiento o intentarían una revolución, en contra del bien de la comunidad, y serían convertidos en cenizas por orden del Tur.

En manera alguna, trato, con esta narración, de denigrar a la raza a la cual pertenezco. Por el contrario, he tratado de poner de manifiesto que los principios en que se funda el sistema social de los Vril-ya impide a éstos producir los ejemplos individuales de grandeza humana, que adornan los anales del mundo superior. En donde no haya guerras, no pueden surgir hombres, tales como Aníbal o Washington; Jackson o Sheridan. En estados tan felices que, ni temen peligro alguno, ni desean cambio de ninguna especie, no pueden nacer hombres como: Demóstenes, Webster, Summer, Wendel, Holmes o Butler. En una sociedad de tal norma moral, en que no hay crímenes, ni tristezas, de las cuales la tragedia pueda extraer elementos de piedad y de compasión, ni vicios manifiestos o tonterías, sobre los cuales la comedia pueda ejercitar su sátira divertida, no hay oportunidad de producir un Shakespeare o un Moliére. Si bien no deseo hablar mal de mis compatriotas, sobre la tierra, haciendo ver hasta qué punto los motivos, que impulsan las energías; y ambiciones de los individuos, en una sociedad de contienda y de lucha, se amortiguan y se anulan en una sociedad que aspira a asegurar, para todos, la calma y la felicidad, que suponemos ser lote de los inmortales, tampoco pretendo presentar a las comunidades de los Vril-ya como forma ideal de sociedad política, a cuya consecución debamos dirigir nuestros esfuerzos. Por el contrario, dada la manera como hemos combinado, en el transcurso de las edades, los elementos, que componen el carácter humano, nos sería absolutamente imposible adoptar el modo de vivir de los Vril-ya o de reconciliar nuestras pasiones con la manera de pensar de aquella raza. Mí convicción es que aquel pueblo, aunque originalmente de nuestra raza (y creo sinceramente a juzgar por las raíces de su lenguaje, descendientes de los mismos antepasados de la gran familia aria de la cual, en corrientes diversificadas se ha desarrollado la Civilización dominante en el mundo) y haber pasado, a juzgar por sus mitos e historia, por las mismas fases de sociedad familiar que nosotros, por las condiciones en que se han desarrollado, son de constitución distinta, con la cual sería absolutamente imposible que comunidad alguna de sobre la tierra pudiera amalgamarse. Por otra parte, si ellos llegaran a salir de aquellas profundidades, a la luz del día, respondiendo a sus ideas tradicionales destruirían y reemplazarían a las razas de hombres ahora existentes en la faz del planeta.

Alguien dirá, quizás, que habría más de una Gy a quien agradaría un tipo tan ordinario de nuestra raza terrestre como yo; de manera que, si los Vril-ya aparecieran sobre la tierra, podríamos evitar que nos exterminaran, mezclando las razas. Tal creencia es demasiado aventurada. Los casos de tales mezclas serían tan raros como los de la raza anglosajona y los pieles rojas. Ni habría, tampoco, tiempo para que el intercambio familiar se realizara con la rapidez adecuada. Los Vril-ya, al surgir de la tierra, inducidos por el encanto de un cielo alumbrado por el sol, se inclinarían a establecerse sobre la tierra, iniciarían de inmediato la obra de destrucción, se apoderarían de los territorios ya cultivados, sin escrúpulo de ninguna clase, y aniquilarían a todos los habitantes, que resistieran tal invasión. Teniendo en cuenta el desprecio que sienten por instituciones tales como el gobierno popular y por el de los habitantes de mi querido país, yo creo que si los Vril-ya aparecieran primeramente en la libre América, como es la porción elegida de la tierra, indudablemente dirían: «Esta es la parte del globo que tomamos. Ciudadanos, dejad lugar para el desenvolvimiento de la raza de los Vril-ya». Naturalmente, mis compatriotas decidirían luchar y oponerse; de manera que en menos de una semana no quedaría hombre con vida, alrededor de la bandera estrellada.

Por aquellos días, veía poco a Zee; sólo a las horas de comer, cuando se reunía la familia. Ella se mantenía reservada y silenciosa. De consiguiente se iban desvaneciendo mis temores en cuanto al peligro, a que me exponía un afecto que yo no había alentado, ni merecido, pero persistía mi depresión de ánimo y cada vez ansiaba más escaparme al mundo superior. Por más que discurría no encontraba medio alguno para realizarlo. Nunca se me permitía andar solo; de manera que no tuve, ni siquiera, ocasión de visitar el lugar por donde descendí por si encontraba algún modo de ascender hasta la mina. Tampoco en las Horas de Silencio, cuando toda la casa dormía, podía yo escurrirme desde el elevadísimo piso en que mi habitación estaba. No sabía cómo mandar a los autómatas que permanecían burlonamente en la pared a mi alcance, ni sabía encontrar los resortes, mediante los cuales se ponían en movimiento las plataformas que hacían la función de escaleras. A propósito se me había negado el conocimiento de cómo funcionaban tales aparatos. Lástima que no había podido aprender a usar las alas, que tan libremente utilizaban hasta los infantes. De ser así, hubiera podido escapar y llegarme a las rocas; para remontarme por el precipicio, cuyos costados perpendiculares no ofrecían apoyo alguno al pie humano.