Capítulo 25

«Y esto», dijo que, impresionado por cuanto había presenciado, «supongo es vuestra forma usual de entierro».

«Nuestra forma invariable», contestó Aph-Lin, «¿Cómo es entre vuestra gente?».

«Nosotros, depositamos todo el cuerpo en la tierra».

«¡Qué! ¿Degradáis la forma que habéis amado y honrado; de la esposa en cuyo pecho habéis recostado vuestra cabeza, al horrible proceso de la corrupción?».

«Pero, si el alma vive de nuevo, ¿qué importa que el cuerpo se pudra en la tierra o se reduzca a un puñado de polvo por medio de un terrible mecanismo, actuado, sin duda, por el elemento Vril?».

«Has contestado bien», dijo mi huésped, «no cabe discusión en cuestiones de sentimiento; pero, para mí, vuestra costumbre es horrible y repulsiva; pues, sólo sirve para dar a la muerte un aspecto sombrío y repugnante. Además, a mi modo de ver, vale algo el hecho de conservar un recuerdo de lo que ha sido nuestro pariente o amigo en la misma morada, donde vivimos. Así nos es más fácil sentir que todavía vive; aunque no visible para nosotros. Pero nuestro sentimiento en esto, como en todo lo demás, es cuestión de costumbre. Un An inteligente no cambia las costumbres; como tampoco las cambia una comunidad inteligente, sin la más detenida deliberación, seguida de la más íntima convicción. Sólo así deja el cambio de ser capricho y, una vez hecho, lo es para siempre».

Al volver a la casa, Aph-Lin llamó a algunos de los niños a su servicio y los envió a varios amigos para pedirles que acudieran aquel día, durante las Horas de Descanso, a un festival en honor de su pariente, llamado por el Supremo Bien. Esta fue la reunión más numerosa y alegre que he presenciado, durante mi permanencia entre los Ana, la cual se prolongó hasta las Horas de Silencio.

El banquete fue servido en una amplia sala, especialmente reservada para las grandes ocasiones. Aunque diferente de las nuestras la fiesta tenía ciertas cosas similares a las que se celebraban en la época del imperio romano. En vez de una mesa grande para todos, se instalaron mesas para cada ocho huéspedes. Esto se hacía porque se hace difícil la conversación entre un número mayor de personas; lo cual da lugar a que la amistad se enfríe.

Los Ana nunca ríen ruidosamente, como ya he observado antes; no obstante, el alegre rum-rum de sus voces, que me llegaban de varias mesas, indicaba que las conversaciones eran placenteras. Como no usan bebidas estimulantes y son moderados en su alimentación, no obstante, ser sus platos escogidos y delicados, el banquete propiamente duró poco. Terminado éste, las mesas se hundieron en el piso y se dio principio a una velada musical, para los que quisieron quedarse. Muchos, sin embargo, se retiraron; algunos de los más jóvenes se remontaron en sus alas, pues el salón carecía de techo, y organizaron danzas aéreas; otros recorrieron los diversos departamentos, examinando las curiosidades en ellos expuestas, o formaron grupos para varios juegos de salón. Uno de los juegos favoritos era una especie de ajedrez muy complicado en el que juegan ocho personas. Por mi parte, me mezclé con la multitud; pero no pude tomar parte en las conversaciones, por ir acompañado constantemente por uno u otro de los hijos de mi huésped, quien tenía la misión de impedir que me hicieran preguntas comprometedoras. Los convidados, sin embargo, no me acordaron mayor atención; estaban ya acostumbrados a mi presencia, pues me veían frecuentemente en las calles, de manera que había cesado de excitar su curiosidad.

Noté con gran satisfacción, que Zee trataba de evitarme; evidentemente quería excitar mis celos, dando marcada atención a un joven An, muy apuesto, el cual, como es costumbre entre los Ana, contestaba a las insinuaciones de Zee, con los ojos bajos y sonrojándose, mostrando la confusión y timidez de las señoritas en nuestro mundo más civilizado, excepto las inglesas y las norteamericanas. No obstante, el joven evidentemente estaba encantado de que le hablara una Gy tan distinguida y parecía dispuesto a dar un trémulo «sí», en cuanto ella hiciera la proposición.

Por mi parte, deseaba ardientemente que tal cosa ocurriera; cada vez me sentía más contrario a la idea de ser reducido a cenizas; mucho más, después de haber presenciado cuán rápidamente el cuerpo humano se convierte en un puñado de polvo. Mientras tanto, me divertía observando las maneras de los jóvenes de ambos sexos. Tuve la satisfacción de observar que Zee no era muy decidida sostenedora de los más apreciados derechos femeninos. Al recorrer los grupos, dondequiera que fijara mis ojos, o aplicara el oído, siempre me pareció ver que la Gy era la cortejante y el An el cortejado, y se hacía el interesante. El aire inocente con que el An se dejaba cortejar, la habilidad con que evadía dar contestaciones directas a las palabras de cariño, o hacía broma de las galanterías que se le dirigían, harían honor a la coqueta más consumada de nuestro mundo. Mis dos jóvenes acompañantes estuvieron constantemente sujetos a tales influencias seductoras; tengo que hacer honor al maravilloso tacto y dominio de sí mismos que conservaron durante toda la velada.

Conversando con mi acompañante, el hijo mayor de mi huésped, el que prefería regentear un taller mecánico a la administración de grandes propiedades, y quien por lo demás, poseía un temperamento eminentemente filosófico, le decía: «Me es difícil comprender, cómo, a tu edad y con los embriagantes efectos sobre los sentidos de la música, de las luces y de los perfumes, puedes mantenerte tan frío ante la apasionada Gy, que te acaba de dejar, con lágrimas en los ojos a causa de tu crueldad».

El joven An respondió con un suspiro: «Gentil Tish, la desgracia más grande en la vida es casarte con una Gy, cuando estás enamorado de otra».

«¡Oh! ¿Con que estás enamorado de otra?».

«Sí, efectivamente».

«¿Y ella no retribuye tu amor?».

«No lo sé. A veces una mirada, una palabra, me dan esperanza; pero nunca me ha dicho claramente que me ama».

«¿No has susurrado en sus oídos que tú la amas?».

«¡Oh no! ¿Qué crees tú? ¿De qué mundo vienes? ¿Cómo voy a traicionar la dignidad de mi sexo? Sería indigno de mi raza y consideraría haber perdido la vergüenza, si revelara mi amor a una Gy, sin que antes ella se me declare».

«Perdón. No me había dado cuenta de que llevarais la modestia de vuestro sexo a tal punto. ¿Acaso un An no dice nunca a una Gy que la ama, hasta que ella lo dice primero?».

«No me atrevo a afirmar que ningún An lo haya hecho; pero quien lo haga queda deshonrado a los ojos de los demás Ana y es secretamente despreciado por las Gy-ei. Ninguna Gy bien educada lo escucharía; consideraría que tal audacia había infringido los derechos de su sexo, a la vez que, ultrajando la modestia que dignifica el An. Mi caso es irritante», contestó mi acompañante, «porque la Gy a quien yo amo, no ha cortejado a nadie más; por lo que no puedo menos de pensar que le agrado. A veces, sospecho que no me corteja porque teme que le exija algo irrazonable en cuanto a renunciar a sus derechos. Pero, si es así, demuestra que no me ama realmente; porque, cuando una Gy ama de veras, renuncia a todo derecho».

«¿La Gy de que me hablas está presente?».

«¡Oh, sí! Está sentada allá hablando con mi madre».

Miré en la dirección que me indicaba y vi a una Gy, vestida con túnica de color rojo brillante. Este color indica entre aquella gente que quien lo lleva prefiere mantenerse soltera. Emplean el gris, o un tono neutro, para indicar que están buscando esposo; púrpura oscuro, si desean dar a conocer que ya han elegido; púrpura o anaranjado, cuando se han comprometido o casado; azul claro cuando se divorcian o enviudan y quieren casarse otra vez. El azul claro, sin embargo, se ve muy rara vez.

Entre gente, cuyo tipo de belleza es tan elevado, es muy difícil señalar uno como peculiarmente bello. La elegida de mi joven amigo me pareció de belleza media; pero había en su rostro una expresión que me agradó mucho más que los semblantes de las jóvenes Gy-ei, en general. Me pareció menos atrevida, menos consciente de sus derechos femeninos. Noté que, mientras hablaba con Bra, miraba de cuando en cuando, de soslayo a mi joven amigo.

«Animo», le dije, «la joven Gy te ama».

«Sí; pero, si ella no lo dice, tal amor no me sirve de gran cosa».

«Tu madre conoce tu inclinación».

«Quizás sí; yo nunca se lo he revelado; sería contra nuestra costumbre confiar tal debilidad. Se lo he dicho a mi padre; éste puede habérselo dicho a su esposa».

«¿Me permites que te deje, por un momento, y me acerque a detrás de tu madre y de tu amada? Estoy seguro de que están hablando de ti. ¡No vaciles! Te prometo no dejar que nadie me detenga y me haga preguntas, hasta que vuelva a tu lado».

El joven An apretó su mano contra su corazón; me tocó ligeramente en la cabeza, y me permitió alejarme. Sin que me observaran llegué a detrás de las dos mujeres y pude oír lo que hablaban.

Bra estaba diciendo: «No tengo la menor duda de que mi hijo, que está en edad de casarse, será arrastrado al matrimonio por alguna de las muchas que lo galantean, o se unirá a los que emigran a algún punto distante y no le veremos más. Si realmente lo quieres, mi querida Loo, debes declararte».

«Yo lo quiero realmente, Bra; pero dudo poder ganar su afecto. Él está muy encariñado con sus inventos y relojes; yo no soy como Zee; soy tan torpe que temo no poder participar de sus aficiones favoritas; se cansará de mí y, al término de tres años, se divorciará. ¡Yo nunca me podría casar con otro! ¡Nunca!».

«No es necesario saber de relojes para hacer la felicidad de un An, a quien gustan tales mecanismos; quien preferiría abandonarlos, antes que divorciarse de su Gy. Tú comprendes, mi querida Loo», continuó Bra, «precisamente por ser el sexo más fuerte, regimos al otro con tal que no hagamos alarde de nuestra fuerza. Aunque aventajaras a mi hijo en la construcción de relojes y autómatas, como esposa, deberías siempre hacerle suponer, que lo crees superior a ti en tal arte. El An tácitamente concede el predominio de la Gy en todos los aspectos, menos en su especialidad; pero si ella lo sobre pasa también en esto, o no manifiesta admiración por las habilidades de su compañero, éste dejará de amarla; hasta puede que se divorcie de ella. Pero, cuando una Gy ama de veras, pronto aprende a amar todo lo que el An ama».

La joven Gy no contestó a esto; bajó la cabeza pensativa; luego apareció una sonrisa en sus labios; se levantó, sin decir nada, y atravesando entre la multitud, llegó a donde estaba el joven An que la amaba. Yo me fui tras de ella; pero me mantuve discretamente a distancia, mientras los observaba. Olvidándome de la táctica común entre los An, me sorprendió ver que el amado la recibía con aire de indiferencia. Hasta llegó a alejarse; pero ella lo persiguió y poco después ambos tendieron sus alas y se perdieron en el espacio luminoso de arriba.

En ese momento se me acercó el jefe de Estado, quien se mezclaba con la multitud, sin signo alguno que lo diferenciara. No había visto a este gran dignatario, desde el día en que entré en sus dominios. Su presencia me recordó las palabras de Aph-Lin sobre la terrible duda de si debía yo ser disecado o no. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al ver el sereno semblante de aquel hombre. «Me habla mucho de ti, extranjero, mi hijo Taë» dijo el Tur, poniendo cortésmente su mano en mi cabeza inclinada. «Le gusta mucho tu compañía y confío que a ti no te desagradan las costumbres de nuestra gente».

Tartamudee una contestación, con la que quería expresar mi gratitud, por la bondad del Tur, y de admiración por sus paisanos; pero el cuchillo disector brilló ante mi ojo mental y ahogó mis palabras. Una voz más suave dijo: «El amigo de mi hermano debe ser querido para mí». Levanté los ojos y vi a una joven Gy, de unos 16 años, al lado del Magistrado, la cual me miraba en actitud muy benigna. La niña no había alcanzado pleno desarrollo; apenas era algo más alta que yo. Debido a esta relativamente diminuta estatura, la consideré la más bella de las Gy-ei, que hasta entonces había visto. Algo en mis ojos reveló tal impresión, pues su mirada se hizo todavía más benigna.

«Me ha dicho Taë», dijo ella, «que todavía no habéis aprendido a emplear las alas. Esto me da pena, pues me hubiera gustado que voláramos juntos».

«Oh», repliqué yo, «nunca podré disfrutar de tal felicidad. Zee me ha asegurado que, el poder de emplear las alas, sin peligro, es un don hereditario y que han de pasar generaciones, antes de que los de mi raza puedan sostenerse en el aire como las aves».

«No os preocupéis demasiado sobre eso» replicó la bondadosa princesa, «porque, de todas maneras, ha de llegar un día en que nosotras deberemos resignamos a no utilizar las alas nunca más. Quizás, cuando tal día llegue nos agrade que el An que elijamos tampoco las utilice».

El Tur nos dejó y se perdió entre la multitud. Yo empecé a sentirme cómodo al lado de la encantadora hermana de Taë. Casi la sorprendí por lo atrevido de mi galantería, al replicar que ningún An, que ella eligiera utilizaría nunca sus alas para alejarse de ella. Está tan fuera de la costumbre de los Ana decir tales finezas, antes de que la Gy haya declarado su pasión por él y ser aceptado como prometido, que la hermosa doncella quedó confusa por unos momentos. No obstante, no pareció desagradarle. Al salir de su sorpresa, me invitó a acompañarla a uno de los salones menos concurridos, donde podríamos escuchar el canto de las aves. Seguí sus pasos y me condujo a una cámara, casi desierta, donde una fuente de nafta dejaba oír su rumor. En la habitación había blandos divanes y las paredes de la misma se abrían a una pajarera, en la cual las aves cantaban sus armoniosos coros. La Gy se sentó en uno de los divanes, me hizo sentar a su lado y habló así: «Me dice Taë que Aph-Lin ha hecho ley de su casa que nadie te pregunte nada sobre el país de donde vienes, o sobre las razones por las cuales nos visitas. ¿Es así?».

«Así es», contesté.

«¿Puedo yo, al menos, sin faltar a esa ley, preguntarte si las Gy-ei de tu país tienen el mismo color pálido que tú y no son de mayor estatura?».

«No creo, ¡oh hermosa Gy!, faltar la ley de Aph-Lin, la cual me obliga a mí más que a vosotros, si contesto a pregunta tan inocente. Las Gy-ei de mi país son de color más bello que el mío y su estatura media es, a lo menos, una cabeza más baja que la mía».

«¡Entonces, entre vosotros, no pueden ser tan fuertes como los hombres! Aunque supongo que la superioridad de su fuerza Vril las compensa por tan extraordinaria desventaja en estatura».

«Allá no se conoce la fuerza Vril como entre vosotros; pero de todas maneras, las Gy-ei de mí país tienen mucho poder, pues un An tiene pocas probabilidades de ser feliz en la vida, si no se deja gobernar, en cierta medida, por su Gy».

«Hablas con mucha pasión», dijo la hermana de Taë en tono de voz medio triste y medio petulante. «Tú estás casado sin duda alguna».

«No; ciertamente que no».

«¿Ni comprometido?».

«Tampoco estoy comprometido».

«¿Pero, es posible que ninguna Gy se te haya declarado?».

«En mi país la Gy no se declara; el An habla primero».

«¡Qué extraña perversión de las leyes de la naturaleza», exclamó la doncella, «y qué falta de modestia en vuestro sexo! ¿No te has declarado nunca, ni amado a una Gy más que a otra?».

Me sentí algo confuso ante tan ingenuas preguntas, y dije: «Perdóname, pero creo que estamos empezando a faltar al mandato de Aph-Lin. No voy a contestar a nada más; te ruego que me perdones y que no me hagas más preguntas. Una vez tuve tal preferencia y me declaré, pero, aunque la Gy me hubiera aceptado gustosa, sus padres negaron su consentimiento».

«¿Los padres? ¿Quieres decir de veras que los padres pueden intervenir en la elección de sus hijas?».

«Ciertamente que pueden, e intervienen con mucha frecuencia».

«No me gustaría vivir en tal país», dijo la Gy simplemente, «confío que tú nunca volverás allá».

Incliné mi cabeza en silencio. La Gy, gentilmente, levantó mi rostro con su mano derecha y me miró con ternura. «Quédate con nosotros», dijo, «quédate y serás amado».

Me estremezco todavía al pensar en el peligro que hubiera corrido de ser convertido en cenizas, si llego a contestar lo que en aquel instante se me ocurrió, de lo cual me salvé porque en el mismo momento, la luz de la fuente quedó oscurecida por la sombra de unas alas; Zee, volando por el techo abierto, se posó a nuestro lado.

No dijo una palabra; pero, tomándome de un brazo con su poderosa mano, me llevó con ella, como una madre lleva a un niño travieso. Atravesando varios salones, llegamos a uno de los corredores, desde donde, por un mecanismo, que ellos generalmente prefieren a las escaleras, ascendimos hasta mi habitación. Llegados allí, sopló en mi frente, tocó mi pecho con su varita, e instantáneamente quedé sumido en el más profundo sueño.

Al despertar, horas más tarde, y oír el canto de las aves en la pajarera contigua, vino vivamente a mi pensamiento el recuerdo de la hermana de Taë, su gentil mirada y cariñosas palabras. Es tan imposible para uno nacido y criado en nuestro mundo y sociedad desprenderse de las ideas inspiradas por la vanidad y la ambición, que instintivamente empecé a construir sendos castillos en el aire.

«Aunque sea un Tish», tales eran mis meditaciones, «está claro que Zee no es la única Gy, a quien mi presencia puede cautivar. Evidentemente soy amado por una Princesa, la doncella de más elevada alcurnia de esta tierra, la hija del Monarca absoluto, cuya autocracia tratan inútilmente de disfrazar con el título republicano de Primer Magistrado. Si no hubiera sido por el repentino descenso de esa terrible Zee, aquella dama real se me hubiera declarado formalmente. Está muy bien que Aph-Lin, un Ministro subordinado, un mero Comisionado de la Luz me amenace con la destrucción, si acepto la mano de su hija. Pero el Soberano, cuya palabra es ley, podría obligar a la comunidad a abrogar toda costumbre que prohíba el matrimonio con uno de raza extraña; lo cual es una contradicción de su pretendida igualdad de rango».

«No hay razón para suponer que esa hija, que se expresó con tanto desprecio de la interferencia paterna, no tenga influencia suficiente sobre su real padre para salvarme de la combustión, a que Aph-Lin condenaría mi físico. Ahora, supongamos que yo fuera elevado por tal alianza ¿quién sabe si el Monarca no me elegiría como sucesor? ¿Por qué no? Pocos, entre esta raza de filósofos indolentes, gustan de la carga de tal grandeza. Hasta puede que les agrade ver el supremo poder en manos de un perfecto extraño, que tiene experiencia de otras y más activas formas de existencia. En tal caso, ¡qué reformas instituiría yo! ¡Qué adiciones a esta realmente placentera, pero demasiado monótona vida podría hacer gracias a mi conocimiento de las costumbres de las naciones civilizadas! ¡Tanto como me agradan los deportes en el campo! Además de la guerra; ¿no son tales deportes el pasatiempo de los reyes? ¡Cómo abundan los juegos raros en este mundo sombrío! ¡Qué entretenido destruir criaturas que se conocieron sobre la tierra antes del diluvio! Pero ¿cómo?, yo nunca podré utilizar eficazmente por falta de don hereditario el terrible Vril. Pero puedo utilizar un cargador manual que estos ingeniosos mecánicos pueden construir y mejorar. Precisamente vi uno en el Museo».

«En verdad, como Rey absoluto, podría prohibir el empleo de Vril, salvo en caso de guerra. A propósito de la guerra; es perfectamente absurdo limitar a un pueblo tan inteligente, tan rico y tan bien armado, en los estrechos limites de un territorio sólo suficiente para diez mil o doce mil familias. ¿No es esta restricción una mera idea filosófica contraria a la aspiración innata en la naturaleza humana? Algo por el estilo se probó en el mundo superior, pero fracasó. Naturalmente que uno no iría a la guerra con naciones vecinas, tan bien armadas como nosotros; pero están las regiones habitadas por razas que no conocen el Vril y que, al parecer, se rigen por instituciones democráticas, como mis paisanos los norteamericanos. Tales regiones podrían ser invadidas, sin molestar a las naciones de Vril, nuestras aliadas; anexamos los territorios y extender nuestro dominio a las regiones más distantes de esta tierra interior, y así formar un imperio en que el sol nunca se ponga. (En mi entusiasmo me olvidaba de que, en aquellas regiones, no hay sol). En cuanto a la fantástica idea de no conceder fama o renombre al individuo eminente, porque suponen que acordar honores hace que se los busque, estimula las pasiones y hace imposible la felicidad resultante de la paz, es contrario a la misma naturaleza humana. Hasta los animales responden a la alabanza y al estímulo, gracias a los cuales es más fácil domesticarlos. ¡Qué fama alcanzaría el Rey que extendiera así su imperio! ¡Llegarían a considerarme un semidiós!».

En este orden de ideas, me vino a la mente otra de las aberraciones fantásticas de aquella gente; la de regular esta vida por la de Uno, en quien, sin duda alguna, nosotros los cristianos creemos; aunque nunca la tenemos en cuenta. A este respecto resolví que me vería obligado a abolir tal religión hereje, tan supersticiosamente contraria al pensamiento moderno y a la acción práctica. Cavilando sobre estos varios proyectos, pensé cuánto me agradaría en aquel momento iluminar mi sabiduría con un buen vaso de whisky con soda. No es que yo sea un bebedor habitual; pero, en verdad hay veces en que un poco de estimulante alcohólico, acompañado de un buen cigarro, activa la imaginación. ¡Sí, sí! Seguramente entre las yerbas y frutas, habrá algunas de las cuales se pueda extractar un agradable alcohol vínico. Esta bebida y con un bistec de carne de ciervo haría ciertamente, mucho más agradable la hora del refrigerio. ¿No es una estupidez y una ofensa a la ciencia rechazar el alimento animal que, según nuestros mejores médicos, contribuye a mejorar los jugos gástricos de la humanidad? Finalmente, en vez de esos dramas anticuados, representados por aficionados infantiles, cuando yo sea Rey, he de introducir nuestra ópera moderna y un cuerpo de baile; pues, indudablemente, en las naciones que he de conquistar, encontraré hermosas jóvenes de menor estatura y menos poderosas que estas Gy-ei, no cargadas de Vril, como éstas y que no le obliguen a uno a casarse con ellas.

Me encontraba tan completamente ensimismado en estas y otras reformas políticas, sociales y morales por el estilo, destinadas a derramar entre estos pueblos las bendiciones de una civilización, conocida en el mundo de arriba, que no me di cuenta de que Zee había entrado en la habitación, hasta que un profundo suspiro me hizo levantar los ojos y la vi de pie al lado de mi cama.

No necesito repetir que, de acuerdo con las costumbres de aquella gente, una Gy puede, sin faltar al decoro, visitar a un An en su habitación; no obstante, sería considerado atrevido e inmodesto, al último grado, si un An entrara en la habitación de una Gy, sin permiso previo. Afortunadamente, llevaba todavía las vestiduras de cuando Zee me hizo dormir. No obstante, me irritó mucho, y me sorprendió más su visita, por lo que pregunté con rudeza qué quería.

«Te ruego, querido, que hables sin irritación», dijo ella, «soy muy desgraciada. No he dormido desde que nos separamos».

«Basta que te hayas dado cuenta de tu vergonzosa conducta para conmigo, como huésped de tu padre, para desvanecer el sueño de tus ojos. ¿Dónde está el afecto, que pretendes tenerme? ¿Dónde la hidalguía de que tanto se precian los Vril-ya? Aprovechándote de la fuerza física de vuestro sexo y de esos detestables poderes, que el Vril pone en vuestros ojos y en las puntas de vuestros dedos me has humillado ante los visitantes reunidos ante Su Alteza Real, quiero decir, la hija de vuestro propio Jefe de Estado llevándome a la cama, como a un infante travieso, y sumergiéndome en sueños, sin pedir mi consentimiento».

«¡Desagradecido! No me reproches estas muestras de mi amor. ¿Acaso crees que, aunque no sintiera los celos naturales de quien ama, hasta que sabe que ha ganado el corazón de su enamorado, podía yo ser indiferente a los peligros a que te exponen las proposiciones audaces de esa niña tonta?».

«¡Espera! Ya que nombras la cuestión de los peligros más inminentes para mí, provienen de ti; a lo menos así será, si llego a creer en tu amor y acepto tus halagos. Tu padre me ha dicho, claramente, que, en tal caso, seré convertido en cenizas, con tan poca compasión, como en el caso del reptil, aniquilado por el chispazo de la varilla de Taë».

«No dejes que tal temor enfríe tu corazón hacia mí», exclamó Zee, cayendo de rodillas. Tomando mi mano derecha, la que quedó encerrada en el amplio espacio de la palma de su mano, continuó: «En efecto, es verdad que nosotros dos no podemos casarnos, como se casan los de una misma raza; es verdad que el amor entre nosotros ha de ser puro, como es, según creemos, el amor de amantes que se reúnen en la nueva vida, más allá de donde termina la vejez. ¿Pero, no es bastante felicidad vivir juntos, casados en mente y en corazón? ¡Escucha! Acabo de dejar a mi padre. Él consiente en nuestra unión en tales condiciones. Yo tengo influencia suficiente en el Colegio de Sabios para que consientan en pedir al Tur que no entorpezca la libre elección de una Gy, siempre que el matrimonio con uno de otra raza sea simplemente la unión de las almas. ¡Oh! ¿Acaso piensas que el verdadero amor necesita la unión innoble? No creas que sólo aspiro a ser tu compañera en esta vida; ser parte y porción de tus gozos y tristezas aquí. Pido un vínculo que nos una por siempre jamás en el reino de los inmortales. ¿Me rechazas?».

Mientras hablaba, arrodillada, toda la expresión de su rostro había cambiado; nada de dureza quedaba en ella; una luz divina, como de ser inmortal, resplandecía en aquella belleza humana. Pero me asombraba y cohibía a la vez, como me hubiera asombrado si un ángel se me presentara, en forma de mujer. Después de una pausa mortificante, tartamudee expresiones evasivas de gratitud, y, con toda la delicadeza de que fui capaz, traté de hacerla entender cuán humillante sería mi posición, entre los de su raza, como marido que nunca tendría el derecho de llamarse padre.

«Pero», dijo Zee, «esta comunidad no constituye todo el mundo. Ni tampoco están todas las poblaciones comprendidas en la liga de los Vril-ya. Por ti renuncio a mi país y a mi gente. Volaremos a alguna región donde tú estés seguro. Soy lo bastante fuerte para llevarte en mis alas a través de los desiertos; soy bastante hábil para abrir entre las rocas, valles donde construir nuestro hogar. La soledad y una cabaña contigo serían para mí la sociedad y el universo. ¿O es que prefieres volver a tu propio mundo, sobre la superficie de esta tierra, expuesto a inciertas estaciones, alumbrado por cambiantes globos, que constituyen, según tu descripción el tornadizo carácter de esas regiones salvajes? Si es así, dilo; forzaré el camino para tu retorno y seré tu compañera allí; aunque, allí como aquí, compañera de tu alma; compañera de viaje, hacia el mundo donde no hay separación ni muerte».

No pude menos de sentirme afectado por ternura tan pura y apasionada, a la vez, con que se expresaba; su dulce acento habría convertido en musicales los sonidos más rudos de la lengua más áspera. De momento, se me ocurrió que podría aprovechar la disposición de Zee, para efectuar un retorno inmediato y rápido al mundo superior. Bastó, sin embargo, un momento de reflexión para darme cuenta de cuán deshonroso y bajo sería tal acción que alejaría a Zee de los suyos y de un hogar en el cual yo había sido tratado tan cortésmente, para llevarla a nuestro mundo donde no podría ser feliz. Por otra parte, no podía reconciliarme a un amor tan espiritual y renunciar a los afectos humanos. Con este sentimiento de deber hacia la Gy, se mezclaba otro sentimiento hacia la raza a que pertenezco. ¿Podía yo introducir en el mundo superior a un ser tan formidablemente dotado, a un ser que, con la acción de su varita, podía, en menos de una hora reducir a un puñado de cenizas a New York y su gloriosa Koom-Posh? Aunque se le quitara una varita podía, gracias a su ciencia, construir fácilmente otra; todo su cuerpo estaba cargado con los mortales relámpagos de aquella delicada máquina. Si peligrosa era para las ciudades y poblaciones de la tierra, no menos peligrosa podía llegar a ser para mí, en caso de que su afecto se enfriara o la agriaran los celos. Estas ideas, que cuesta tanto expresar, pasaron rápidamente por mi cerebro y decidieron mi contestación.

«Zee», dije, con el tono más dulce que pude, y apoyando respetuosamente mis labios en la mano, que retenía la mía, «no encuentro palabras para expresar cuán profundamente siento y cuán honrado me considero por un amor tan desinteresado y abnegado. Mi mejor manera de retribuirlo es que te hable con entera franqueza. Cada nación tiene sus costumbres. Las costumbres de la tuya no nos permiten casarnos; las costumbres de la mía se oponen igualmente a la unión entre personas de razas tan ampliamente diferentes. Por otra parte, aunque no exento de valor entre mi propia gente, o ante peligros, con los cuales estoy familiarizado, no puedo pensar sin un escalofrío de horror, en construir un hogar nupcial, en el corazón de algún caos tremendo, en que todos los elementos de la naturaleza, fuego, agua y gases, pugnen entre sí, con la probabilidad de que, en cualquier momento, mientras tú estuvieras ocupada en desmenuzar rocas o en transformar Vril en lámparas, fuera yo devorado por un krek, perturbado por tus operaciones, haciéndole salir de su guarida. Yo un mero Tish no merezco el amor de una Gy tan brillante, tan sabia, tan poderosa como tú; no merezco tal amor, porque no puedo retribuirlo».

Zee soltó mi mano, se levantó y volvió el rostro para ocultar su emoción; luego se deslizó en silencio hacia la puerta en la que se detuvo repentinamente, como impulsada por una nueva idea. Volvió a mi lado y dijo en tono bajo:

«Me has dicho que hablarías con entera franqueza. Con entera franqueza entonces, contéstame esta pregunta: ¿Si no puedes amarme, amas a otra?».

«Ciertamente que no».

«¿No amas a la hermana de Taë?».

«Anoche fue la primera vez que la vi».

«Eso no es contestar. El amor es más rápido que el Vril. Vacilas en contestar. No creas que sólo los celos me impulsan a advertirte. Si la hija del Tur llegara a declararte su amor; si, en su ignorancia, confía a su padre la preferencia que siente por ti, ello justificaría en él la creencia de que ella te va a cortejar. En tal caso no tendría más remedio que pedir su inmediata destrucción, por cuanto, uno de sus deberes especiales es sacrificarlo todo al bien de la comunidad, la cual no puede permitir que la hija de un Vril-ya se case con el hijo de un Tish, salvo que el matrimonio se límite a la unión de las almas. De este peligro no puedes escaparte. Ella no tiene bastante fuerza en las alas para sostenerte en el aire; ni posee la ciencia necesaria para construir un hogar en el desierto. Créeme que ahora habla mi amistad; mis celos están callados».

Después de estas palabras, Zee me abandonó. Reflexionando sobre lo que acababa de decirme, ya no pensé en ascender al trono de los Vril-ya, ni en las reformas políticas y morales, que hubiera instituido en mi capacidad de Soberano absoluto.