Capítulo 24

Al descender de la embarcación aérea, mientras cruzábamos el vestíbulo, se acercó a Aph-Lin un niño quien le pidió que asistiera a los funerales de un pariente que acababa de dejar aquel mundo.

Yo no había visto, todavía, el cementerio de aquella gente y quise aprovechar la oportunidad de tan triste ocasión, para alejar el momento de encontrarme de nuevo con Zee. Así que pregunté a Aph-Lin si se me permitiría presenciar con él el entierro de su pariente, o si era una de esas ceremonias sagradas, a la cual no es admitido uno extraño a su raza.

«La partida de un An a un mundo más feliz», contestó mi huésped, «sobre todo en el caso de mi pariente, quien ha vivido tanto tiempo, que ya no siente placer en esta vida, es un festival alegre, aunque tranquilo, más que una ceremonia sagrada; de manera que si quieres puedes acompañarme».

Precedidos por el niño mensajero, caminamos por la calle principal hasta una casa, situada a corta distancia. Al penetrar en el vestíbulo, se nos condujo a una habitación de la planta baja, en donde encontramos a varias personas reunidas alrededor de una cama en la que yacía el difunto. Era un hombre viejo, quien, se me dijo, había vivido más de ciento treinta años. A juzgar por la sonrisa tranquila de su rostro, había muerto sin sufrimiento alguno. Uno de los hijos, ahora jefe de la familia, que parecía estar en la vigorosa mitad de su vida, no obstante tener más de setenta años, se adelantó con semblante risueño, para decir a Aph-Lin que su padre había muerto el día anterior; que había visto en un sueño a su hija muerta, con quien ansiaba reunirse, y volver a la juventud, más cerca del Supremo Bien.

Mientras ellos dos hablaban, atrajo mi atención una especie de capa metálica oscura, que se veía en el extremo más lejano de la sala. Tenía unos seis pies de largo, el ancho en proporción; todo cerrado alrededor, menos cerca de la tapa en que había agujeros redondos, por los que se dejaba ver una luz roja. Del interior emanaba un perfume agradable e intenso. Mientras trataba de imaginar cuál era el objeto de aquella máquina, todos los relojes de la ciudad dieron la hora, con sus campanas musicales y solemnes. Al cesar el sonido, se dejó oír en toda la sala música de carácter lo más gozoso; pero suave y tranquilo; música, que parecía proceder de las paredes. A tono con la melodía, los presentes elevaron sus voces en un canto. Las palabras de este himno eran sencillas. No expresaban lamentaciones, ni despedidas, sino un saludo al nuevo mundo, al que el difunto precedía a los vivientes. En efecto, en el lenguaje de los Vril-ya, el himno funerario se llama «Canto del Nacimiento». Luego, el cadáver, cubierto por una larga mortaja encerada, fue levantado amorosamente por seis de los parientes más cercanos y llevado al aparato oscuro que he descrito antes. Me adelanté para ver lo que iban a hacer. Se abrió una puerta o tablero corredizo en uno de los extremos de la caja y se introdujo en ella el cuerpo y éste quedó depositado sobre un tablero; se volvió a cerrar la puerta; el jefe de la familia apretó un botón, dispuesto en uno de los costados y se dejó oír un ruido sibilante; un momento después se abrió el otro extremo de la máquina y cayó un puñado de polvo humeante, en una especie de plato, dispuesto para recibirlo. El hijo mayor tomó el plato y dijo estas palabras (que, según supe, es la fórmula usual): «Ved cuán grande es el Hacedor; Él dio forma, vida y alma a este polvo. Ya no necesita este poco de polvo para renovar la forma, la vida y el alma del ser querido a quien pronto volveremos a ver».

Los presentes inclinaron la cabeza, llevando la mano al corazón. Luego, una niñita abrió una pequeña puerta en la pared, en el interior de la cual veía anaqueles, los cuales contenían muchos platillos iguales, al que el hijo tenía en la mano; sólo que aquellos tenían todos tapa. Una joven se acercó al hijo con una de esas tapas y la colocó sobre el plato sujetándola con un resorte. En la tapa se había grabado el nombre del difunto y estas palabras: «Nos fue prestado (aquí la fecha del nacimiento). Nos fue reclamado» (aquí la fecha de la muerte).

Luego se cerró la puerta, dejándose oír una melodía y la ceremonia había terminado.