Capítulo 23

He de confesar que mi conversación con Aph-Lin y la fría tranquilidad con que declaró su incapacidad para dominar el peligroso capricho de su hija y la idea de reducir a cenizas a que tal amor exponía a mi excesivamente seductora persona, me quitó todo el placer que esperaba de la visita a la casa de campo de mi huésped y observar la asombrosa perfección de la maquinaria, con la cual se efectuaban las operaciones agrícolas. La casa era de apariencia muy distinta a la del sombrío y amazacotado edificio, que Aph-Lin ocupaba en la ciudad; el cual se parecía mucho a las rocas en las cuales la ciudad misma parecía haber sido tallada. Las paredes de la casa de campo eran de árboles plantados a pocos pasos unos de otros; el espacio entre ellos se había rellenado de la sustancia metálica transparente, que hacía las funciones de vidrio. Los árboles estaban todos en flor; aunque el efecto era muy agradable a la vista, no resultaba del mejor gusto. Nos recibieron en el pórtico autómatas, que parecían seres vivientes; los cuales nos condujeron a una cámara de un estilo, que yo nunca había visto; pero en la cual he soñado en más de un día de verano. Era una glorieta, mitad habitación y mitad jardín. Las paredes eran una cortina de flores trepadoras. Los espacios abiertos, que nosotros llamamos ventanales, son allí superficies metálicas corredizas y transparentes, que permitían ver diversos panoramas; unos amplios paisajes con lagos y rocas; otros espacios más limitados, al estilo de nuestros invernáculos, llenos de hileras de flores. A lo largo de las paredes, o de lo que llenaba la función de paredes, había macizos de flores, alternados con divanes para el descanso. En el centro había una fuente y su pileta de esa luz líquida, que yo suponía era vapor de nafta. El líquido era luminoso y de un matiz rosado, lo suficiente para alumbrar la habitación con una luz muy suave. Alrededor de la fuente, había una alfombra de liquen, mullida y suave, no verde (pues nunca he visto este color en la vegetación de aquel país) sino de un marrón suave, el cual produce en los ojos la misma sensación de alivio que, en nuestro mundo, nos da el verde. En aberturas por encima de las flores (en lo que he comparado a nuestros invernáculos) había aves canoras, en gran número; las cuales, mientras permanecimos en la habitación, cantaron las melodías, a las cuales estaban tan acostumbrados en aquel país. El techo estaba abierto. Toda la escena tenía encantos para todos y cada sentido; música de las aves; fragancia de las flores y belleza en variadas formas para los ojos. Sobre todo había un ambiente de reposo voluptuoso. ¡Qué lugar, pensaba yo, para una luna de miel con una Gy, que estuviera menos formidablemente armada, no sólo con los derechos de la mujer, sino también con todo el poder de un hombre! Pero, al pensar en una Gy tan sabia, tan esbelta, tan imponente y tan por encima de las criaturas, que llamamos mujeres, como Zee, la ilusión se desvanece, aun sin el temor de ser reducido a cenizas. Jamás hubiera soñado yo con tal mujer para pasar la luna de miel en una glorieta tan bellamente construida, para sueños de amor poético.

Los autómatas reaparecieron para servirnos uno de esos líquidos deliciosos, que constituyen los inocentes vinos de los Vril-ya.

«En verdad», dije yo, «ésta es una residencia encantadora; no puedo concebir por qué no vivís aquí, en vez de en las sombrías moradas de la ciudad».

«Como responsable ante la comunidad por la Administración de la Luz, me veo obligado a residir la mayor parte del tiempo en la ciudad y sólo puedo venir aquí durante muy cortas temporadas», respondió Aph-Lin.

«No obstante, puesto que, según tengo entendido, el cargo no ofrece ventajas especiales y más bien es molesto, ¿por qué lo aceptasteis?

«Todos nosotros obedecemos, sin replicar, los mandatos del Tur. Este dijo: pídase a Aph-Lin que sea Comisionado de la Luz; yo no pude negarme. Sin embargo, como ocupo el cargo desde hace mucho tiempo, los cuidados, que al principio no me gustaban, han llegado, si no a gustarme, a lo menos, no me pesan y he llegado a acostumbrarme a ellos. Somos producto de las costumbres. La diferencia entre nuestra raza y los salvajes no es más que la transmisión continuada de costumbres; las cuales, en virtud de la herencia llegan a ser parte y porción de nuestra naturaleza. Hay An que hasta se conforma con asumir las responsabilidades de Primer Magistrado. Sin embargo, ninguno las aceptaría, si los deberes inherentes al cargo no resultaran livianos, debido a que nadie se resiste a cumplir sus requerimientos».

«¿Ni siquiera si uno cree que el requerimiento es injusto o inconveniente?».

«Nunca nos permitimos pensar así; todo marcha como si cada uno y todos estuviéramos gobernados de acuerdo con costumbres ancestrales».

«Al morir el Primer Magistrado, o cuando se retira, ¿cómo se elige al sucesor?».

«El An que ha llenado el cargo de Primer Magistrado, durante muchos años, es el más indicado para elegir a quien conozca mejor los deberes de tal cargo; por lo tanto, él mismo es quien nombra a su sucesor».

«¿Su hijo, quizás?».

«Muy rara vez; se trata de un cargo, al cual nadie aspira o busca; un padre, naturalmente, vacila en imponerlo a su hijo. En caso que el Tur se niegue a la elección, por temor de que se crea que lo hace por antipatía a la persona que elija, tres de los miembros del Colegio de Sabios se sortean entre sí, para decidir quién ha de elegir al Primer Magistrado. Consideramos que el juicio de un An, de capacidad normal, es mejor que el juicio de tres o más, por muy sabios que sean; porque entre los tres habría discusión probablemente y, donde se discute, la pasión nubla el juicio. La peor elección hecha por quien no tiene razones para elegir mal, es preferible a la mejor elección, hecha por muchos, que tienen numerosas razones para no elegir correctamente.

«En vuestra política habéis invertido las máximas adoptadas en mi país».

«¿En vuestro país, estáis todos satisfechos de vuestros gobernantes?».

«Ciertamente que no; los que satisfacen a unos, con seguridad, dejan de satisfacer a los demás».

«Entonces nuestro sistema es mejor que el vuestro».

«Así será para vosotros; pero, en nuestro sistema, un Tish no podría ser reducido a cenizas, si una mujer le obligara a casarse con ella. Como Tish, suspiro por volver a mi país natal».

«Ten valor mi querido huésped. Zee no te puede obligar a casarte con ella; lo único que puede hacer es seducirte. No te dejes seducir. Ahora vamos a recorrer mis propiedades».

Entramos en un cercado bordeado de cobertizos; pues, aunque los Ana no mantienen reservas de alimentos, tienen algunos animales, que crían para leche y otros para esquilar. Los primeros no se parecen en nada a nuestras vacas, ni los segundos a nuestros corderos. No creo que existan tales especies entre aquellos. Emplean la leche de tres variedades de animales; uno se parece al antílope, pero es mucho más grande y tan alto como el camello; los otros dos son más pequeños, pero difieren algo uno del otro y no se parecen a ningún animal visto en nuestra tierra; son muy finos y de proporciones redondeadas; el color se parece al del ciervo moteado, de aspecto muy apacible y con hermosos ojos oscuros. La leche de estos tres animales difiere en riqueza y en gusto. Ordinariamente, se diluye en agua; se le añade el jugo de un fruto peculiar, de exquisito aroma, que la hace muy nutritiva y agradable al paladar. El animal, cuya lana les sirve para sus ropas y otros objetos, se parece mucho a la cabra italiana; pero es considerablemente más grande, no tiene cuernos y no despide el desagradable olor de nuestros cabríos. La lana no es gruesa, sino muy fina y larga; varía en color, pero nunca es blanca; ordinariamente tiene color pizarra y tono lila. Para ropas, la emplean teñida al gusto de quien la usa. Tales animales son extraordinariamente mansos y los cuidan con sumo cariño y afecto; los cuidadores son niños, más bien dicho, niñas.

Pasamos luego a vastos depósitos, llenos de granos y frutos. He de decir aquí que el alimento principal de aquellas gentes consiste, por lo común de una clase de grano espiga mucho más grande que nuestro trigo, cuyo cultivo mejoran constantemente para producir nuevas variedades de sabor. Consumen además un fruto del tamaño de una naranja pequeña; el cual, al cosecharlo, es duro y amargo; pero después de muchos meses, se convierte en un alimento tierno y suculento. El jugo del mismo es de color rojo oscuro y lo utilizan en la mayoría de las salsas y condimentos. Tienen muchas variedades de frutos de la clase de la aceituna; de los cuales extraen deliciosos aceites. Tienen una planta algo parecida a la caña de azúcar; pero el jugo no es tan dulce y exhala un delicado aroma. No tienen abejas, ni insecto alguno que dé miel; pero emplean una goma dulce, que extraen de una planta conífera, algo parecida a la araucaria. El suelo de aquella tierra está lleno de raíces y vegetales comestibles, los cuales cultivan para mejorarlos y darles variedad. No recuerdo haber participado de ninguna comida, entre aquella gente, en que no se haya presentado alguna delicada novedad de tales artículos. En resumen, como he expresado antes, su cocina es exquisita; tan diversificada y nutritiva, que uno no siente la falta de alimento animal. El mismo desarrollo físico de aquella raza demuestra que, para ellos al menos, no se necesita carne para producir fibras musculares de calidad superior. No tienen uva; las bebidas extractadas de sus frutos son inofensivas y refrescantes. Sin embargo, su bebida principal es el agua, en la elección de la cual son muy exigentes y saben distinguir en el acto las impurezas más ligeras.

«Mi hijo menor se dedica con gran placer a multiplicar nuestros productos», dijo Aph-Lin, mientras recorríamos los depósitos, «de consiguiente, heredará estas tierras que constituyen la parte principal de mi riqueza. Para mi hijo mayor, tal herencia sería una enorme carga, que lo afligiría mucho».

«¿Hay muchos hijos entre vosotros, que creen que heredar una gran riqueza es causa de molestia y aflicción?».

«En realidad, son muy pocos los Vril-ya que no miren a una fortuna considerable como pesada carga. Somos una raza más bien perezosa, una vez pasada la edad de la niñez, y preferimos no tener más cuidados de los necesarios; una gran riqueza da a su poseedor muchas preocupaciones. Por de pronto lo señala para los cargos públicos, que a ninguno de nosotros gustan, pero que no podemos rehuir. Estamos obligados a interesarnos constantemente en los asuntos de nuestros paisanos más pobres; al objeto de proveer a sus necesidades y cuidar de que ninguno caiga en la indigencia. Entre nosotros, tenemos un proverbio que dice: la necesidad del pobre es la vergüenza del rico».

«Perdonad que os interrumpa, por un momento ¿acaso se permite entre los Vril-ya que alguno sienta escasez y necesite ayuda?».

«Si por escasez quieres decir la pobreza que prevalece en un Koom-Posh, tal cosa es imposible entre nosotros; salvo que el An, por un proceso extraordinario, se haya desprendido de todos sus medios de vida; que no pueda, o no quiera, emigrar; que haya llegado a cansar a sus parientes o amigos personales, o que se niegue a recibir ayuda».

«En tal caso ¿no toma el lugar de un infante, de un autómata, convirtiéndose en trabajador, en sirviente?».

«En tal caso lo consideramos como infortunado que ha perdido la razón y lo recluimos, a expensas del estado, en un edificio público en el que disfruta de todas las comodidades y lujos que mitiguen su desgracia. Pero ningún An quiere ser considerado como loco; de manera que tales casos ocurren tan rara vez, que el edificio público, a que me refiero, es ahora una ruina abandonada. El último habitante que tuvo fue un An, a quien recuerdo haber visto en mi niñez. Parecía no haberse dado cuenta de que estaba loco y escribía versos. Cuando hablo de necesidades me refiero a las de un An, cuyos deseos van más allá de sus medios; que anhela aves canoras costosas, casa o jardines más grandes y la única manera de ayudarle a satisfacer tales necesidades es comprarle algo que venda. Así el An que, como yo, que es muy rico, está obligado a comprar muchas cosas que no necesita, y a vivir en grande cuando preferiría vivir modestamente. Por ejemplo, las grandes dimensiones de mi casa en la ciudad dan mucho trabajo a mi esposa y a mí mismo; pero estoy obligado a mantenerla grande hasta la incomodidad, porque, siendo el más rico de la comunidad, soy el indicado para entretener a los extranjeros de otras comunidades, cuando nos visitan. Esto ocurre dos veces al año, en que se celebran fiestas y viene mucha gente de todas las regiones de los Vril-ya. Esta hospitalidad, en escala tan vasta, no es de mi gusto; por lo tanto hubiera sido más feliz no siendo tan rico. Pero todos tenemos que soportar la carga, que se nos ha señalado, durante el corto tiempo que pasamos en lo que llamamos vida. Después de todo, ¿qué son cien años, más o menos, en comparación con las edades que hemos de pasar en el más allá? Afortunadamente, tengo un hijo que le gustan las grandes riquezas. Es una rara excepción a la regla general y tengo que confesar que no lo entiendo».

Después de esta conversación, traté de volver al tema, que tanto me preocupaba; o sea las probabilidades de escapar de Zee; pero mi huésped cortésmente se negó a hablar del asunto y ordenó que prepararan la embarcación aérea. A nuestro regreso a la ciudad, nos encontramos con Zee, quien al saber que habíamos salido, después de su conferencia en el Colegio de Sabios había desplegado sus alas para buscarnos.

Su grandioso, pero para mí poco atrayente semblante, se iluminó al verme; poniéndose a la par de nuestra embarcación, sostenida por sus grandes alas extendidas, dijo, en tono de reproche, a Aph-Lin: «¡Oh, Padre! No está bien que expongáis la vida de nuestro huésped en un vehículo al que no está acostumbrado; en un movimiento descuidado puede caer por la borda; como no usa alas como nosotros, su caída sería la muerte». «¡Querido mío», añadió dirigiéndose a mí, con voz más suave, «¿No has pensado en mí, al poner de esta manera en peligro tu vida que ha llegado a ser casi parte de la mía? No vuelvas nunca a atreverte a ello, si yo no te acompaño. He sentido un gran terror al verte».

Miré de soslayo a Aph-Lin, esperando que reprobaría con indignación tales expresiones de ansiedad y de afecto hacia mí; las cuales, en cualquier circunstancia, serían calificadas en nuestro mundo, de inmodestas, en los labios de una jovencita, dirigidas a un hombre no comprometido con ella, aunque fuera de su mismo rango.

Pero son tan sólidos los derechos de las mujeres en aquella región y tan absolutamente los defienden ellas, que tienen el privilegio de cortejar, que Aph-Lin, ni siquiera tuvo la idea de reprobar a su hija soltera; de la misma manera que tampoco se le había ocurrido la idea de desobedecer al Tur. En verdad, en aquel país la costumbre, como él había dicho, lo es todo. Aph-Lin se limitó a contestar dulcemente: «Zee, el Tish no ha corrido peligro alguno; además creo que puede muy bien cuidarse a sí mismo».

A esto replicó Zee: «Yo quisiera que dejara que yo lo cuidara. ¡Oh corazón de mi corazón! El pensamiento de que corrías peligro me ha hecho comprender cuánto te amo».

Nunca hombre alguno se vio en posición tan falsa, como yo en aquel momento. Zee se expresó en voz alta; no solamente la oyó su padre sino también el niño que manejaba la embarcación. Me sonrojé de vergüenza, por mí y por ella; por lo que no pude menos que replicar disgustado: «Zee, tú te burlas de mí, lo cual, por ser huésped de tu padre, no está bien; tus palabras son impropias de que una doncella las dirija a un An de su propia raza, que no la corteje con el consentimiento de sus padres; mucho más impropias son dirigidas a un Tish, que nunca ha pretendido solicitar tu afecto y quien jamás puede mirarte con otros sentimientos que los de respeto y admiración».

Aph-Lin me hizo una seña disimulada de aprobación, pero no dijo nada.

«No seas cruel», exclamó Zee, todavía con acento sonoro. «¿Puede el amor dominarse, cuando se siente verdaderamente? ¿Acaso supones que una doncella Gy oculta un sentimiento que la eleva? ¿De qué país vienes tú?».

Aquí se interpuso Aph-Lin, gentilmente, diciendo: «Entre los Tish, los derechos de tu sexo no están establecidos; por otra parte, mi huésped conversaría más libremente contigo, si no se sintiera cohibido por la presencia de otro».

Ante esta observación, Zee no replicó, sino que, dirigiéndome una tierna mirada llena de reproches, agitó sus alas y se alejó.

«Yo esperaba, al menos, alguna ayuda de mi huésped», dije yo amargamente, «para evitar los peligros a que me expone su propia hija».

«He hecho todo lo que he podido para ayudarte. Contradecir a una Gy, en sus asuntos amorosos, es afirmarla en sus propósitos. Ella no permite que consejo alguno se interponga entre ella y el objeto de sus amores».