Al salir Taë y yo de la ciudad, dejamos el camino principal a la izquierda y nos internamos en los campos. La extraña y solemne belleza del paisaje, todo iluminado hasta el mismo borde del horizonte, me tenían tan fascinado que apenas atendía a la charla de mi acompañante.
En los campos a ambos lados del camino se trabajaba en diversas faenas todas ejecutadas por máquinas, las formas de las cuales eran nuevas para mí; la mayor parte muy airosas; pues, entre aquellas gentes el arte era cultivado por mera utilidad y se manifestaba en el adorno y refinamiento de las formas de los objetos. Como los metales preciosos y las joyas eran muy abundantes, los derrochaban en cosas dedicadas a los fines más comunes; y el amor a la utilidad los llevaba a embellecer las herramientas y excitaba su imaginación a un grado desconocido para ellos mismos.
En todo servicio, sea bajo techo o al aire libre, emplean mucho a las figuras autómatas; las cuales son mecanismos tan ingeniosos y tan adaptables a las operaciones de Vril, que parecen realmente dotados de razón. Las figuras que vi guiar y dirigir los rápidos movimientos de las grandes máquinas, apenas se distinguían de los seres humanos capaces de pensar.
Poco a poco, a medida que caminábamos, fui prestando mayor atención a las agudas y vivaces observaciones de mi compañero. La inteligencia de los niños de esta raza es maravillosamente precoz; quizás debido a la costumbre de confiarles, desde tan tierna edad, las tareas y responsabilidades de la edad madura. Realmente, al conversar con Taë, me parecía encontrarme con un hombre superior y observador de mi misma edad. Le pregunté si podía calcular el número de comunidades en que estaba subdividida la raza Vril-ya.
«No exactamente», me contestó, «porque se multiplican naturalmente cada año, a medida que el sobrante de cada una emigra. Pero he oído decir a mi padre que, según el último censo, hay como un millón y medio de comunidades, que hablan nuestro idioma y que han adoptado nuestras instituciones y formas de vida y de gobierno; pero creo que con algunas diferencias, sobre las cuales es mejor que le preguntes a Zee. Ella sabe más que muchos Ana. El An se interesa mucho menos que la Gy por las cosas que no le atañen directamente. Las Gy-ei son criaturas investigadores».
«¿Se limita cada comunidad al mismo número de familias, o número de habitantes, que vosotros tenéis?», pregunté.
«No; algunas tienen menos, otras muchos más; depende de la extensión de tierra que se apropian, o del grado de excelencia que ha alcanzado su maquinaria. Cada comunidad fija sus propios límites, según las circunstancias; procurando siempre que nunca haya pobres de especie alguna, para lo cual se tiene cuidado que la población no exceda de la capacidad productiva del dominio. Además ningún estado ha de ser tan grande, para un gobierno que se parece mucho al de una simple familia bien ordenada. Me imagino que ninguna comunidad Vril excede de treinta mil hogares. Pero, en general, cuanto más reducida es la comunidad, con tal que disponga de la mano de obra necesaria para hacer producir plenamente el territorio que ocupa, más rico es cada miembro de la misma; mayor es la suma con que contribuye a la tesorería general; sobre todo más feliz y tranquilo es el entero cuerpo político, y más perfectos los productos de su industria. La comunidad, reconocida por todas las tribus Vril-ya como de civilización más avanzada, y que ha desarrollado mas plenamente la fuerza del Vril es, quizás, la menos numerosa. Se limita a cuatro mil familias; pero han cultivado cada palmo de terreno con la máxima perfección; su maquinaria sobrepasa a la de cualquier otra tribu; los productos de su industria, sin excepción alguna, son los más buscados y a precios extraordinarios, por las otras tribus de nuestra raza. Todas nuestras tribus toman a ese estado como modelo. Estamos convencidos de que alcanzaremos el grado más elevado de civilización, permitido a los mortales, si podemos combinar el más alto grado de felicidad, con el más alto grado de desenvolvimiento intelectual; es claro que cuanto menos numerosa sea la comunidad, más fácil es conseguirlo. La nuestra es demasiado numerosa».
Esta contestación me dio que pensar. Vino a mi memoria el pequeño estado de Atenas, el cual, con sólo veinte mil ciudadanos libres, es, hasta hoy, considerado, por las naciones más poderosas, como el guía supremo y como modelo en todo lo intelectual. Sólo que, entonces, Atenas permitió fiera rivalidad y cambio perpetuo y, decididamente, no fue feliz. Volviendo de mis divagaciones, a que tales reflexiones me llevaron, volví al de la emigración.
«Pero», dije, «supongo que cuando, cada año, un cierto número de entre vosotros deciden abandonar sus hogares y fundar una nueva comunidad en otra parte, serán necesariamente, pocos; apenas los suficientes, aun contando con las máquinas, para despejar el terreno, construir ciudades y constituir un estado civilizado, con todas las comodidades y lujos a que están acostumbrados».
«Estás equivocado», contestó el niño. «Todas las comunidades de la raza Viril-ya están en constante comunicación entre sí; cada año se acuerdo el número que, de cada comunidad, se unirán a los emigrantes de otra, a fin de crear un estado de capacidad suficiente. Para ello, se decide de común acuerdo el lugar del nuevo estado, al menos con un año de anticipación; cada estado envía avanzadas, para que nivelen el terreno, embalsen las aguas y construyan casas; de manera que, al llegar los emigrantes, encuentran casas construidas y el terreno parcialmente preparado. Nuestra vida activa y dura, cuando niños, hace que miremos con alegría la oportunidad de viajar y correr aventuras».
«¿Se eligen siempre terrenos deshabitados y sin cultivar para los emigrantes?», pregunté.
«Hasta ahora, casi siempre; porque tenemos por norma no destruir, sino en caso indispensable para nuestro bienestar. Naturalmente, no nos podemos establecer en tierras ocupadas por Vril-ya; si tomamos las tierras cultivadas de otras razas Ana, tenemos que destruir completamente a los habitantes que allí haya. Ocurre, a veces, que tomamos vastos lugares y encontramos alguna raza de los Ana, molesta y peleadora, especialmente si está bajo la administración del Koom-Posh o del Glek-Nas; quienes no gustan de nuestra vecindad y nos buscan pelea. En tales casos, naturalmente, como amenazan nuestro bienestar, los destruimos; no hay manera de hacer arreglos de paz con una raza tan idiota, que cambia constantemente la forma de gobierno que la representa. El régimen Koom-Posh» dijo el niño enfáticamente, «es muy malo; no obstante, tienen alguna inteligencia; y no les falta corazón; pero en los Glek-Nas, la mente y el corazón de las criaturas desaparecen y se convierten en quijadas, garras y vientre».
«Te expresas con mucho fuego. Permíteme que te diga que yo mismo soy ciudadano de un Koom-Posh; de lo que me siento orgulloso».
«Ya no me maravillo», contestó Taë, «de verte aquí tan lejos de tu país. ¿En qué condición estaba tu comunidad nativa, antes de convertirse en un Koom-Posh?».
«Era una colonia de emigrantes, como los que vuestra tribu envía. Por lo demás difiere de vuestras colonias en que por un tiempo dependieron del Estado del que los emigrantes habían salido. Más tarde se sacudieron el yugo y, coronados de gloria eterna, fueron desde entonces un Koom-Posh».
«¡Gloria eterna! ¿Cuánto duró ese Koom-Posh?».
«El término de vida de un An. Una comunidad bien joven, por cierto. En mucho menos de otros cien años, vuestro Koom-Posh será un Glek-Nas».
«No lo creas, los Estados más viejos del mundo, de donde yo vengo, tienen tanta fe en la solidez de nuestro régimen que van gradualmente adaptando sus instituciones a las nuestras. Los políticos más serios de esos Estados dicen que, les guste o no, la tendencia inevitable es hacia el Koom-Posh».
«¿Los Estados viejos?».
«Sí, los Estados viejos».
«¿Con poblaciones demasiado pequeñas, en proporción al terreno productivo?».
«Al contrario, con poblaciones muy grandes en proporción a su área».
«¡Ya veo!; Estados viejos verdaderamente. Tanto que llegarán muy pronto a ser decrépitos si no hacen emigrar la población sobrante, como hacemos nosotros. ¡Estados muy viejos; demasiado viejos! Dime, Tish, ¿no te parecería ridículo que hombres muy viejos trataran de caminar con las manos y los pies en alto, como los niños muy pequeños? Y si les preguntaras, por qué hacen tales travesuras, ¿no te reirías si te contestaban que esperaban volver a la infancia imitando a los infantes? La historia antigua abunda en casos parecidos de hace muchos miles de años; en cada caso, el Estado que jugó a ser Koom-Posh, muy pronto cayó en Glek-Nas. Entonces, horrorizado de sí mismo, anheló un amo, como un viejo en su decrepitud llora por una nodriza. Después de una sucesión de amos y nodrizas, más o menos larga, ese mismo viejo estado desapareció de la historia. Un estado antiguo que intente el régimen Koom-Posh, se parece al viejo que derriba la casa en que ha vivido; queda tan exhausto, perdido todo su vigor, que no le queda fuerza más que para construir una mísera choza, en la que él y sus sucesores pasarán el tiempo gimiendo: “Cómo sopla el viento; cómo sacude las paredes”.
«Mi querido Taë, te perdono tus palabras sin fundamento, que cualquier niño de escuela, educado en un Koom-Posh fácilmente rebatiría, aunque no estuviera tan precozmente familiarizado con la historia como tú pareces estarlo».
«¡No tan familiarizado! De todos modos, ¿acaso un niño de escuela, educado en tu Koom-Posh, pediría a su bisabuelo que se parara de cabeza con los pies en alto? Y si el viejo vacilara le diría: ¿Qué temes? ¡Mira cómo lo hago yo!».
«Taë, desdeño discutir con un niño de tu edad. Repito, comprendo que te falta la cultura, que sólo un Koom-Posh puede dar».
«Yo a mi vez», contestó Taë, con expresión de afable, pero orgullosa buena educación, característica de su raza, «comprendo que no has sido educado entre los Vril-ya; y te pido que me perdones, por no haber tenido el debido respeto a los hábitos y opiniones de tan amigable Tish».
Debiera yo haber observado antes, que mi huésped y su familia me llamaban, comúnmente «Tísh», como nombre cariñoso y cortés; el cual metafóricamente significaba, «pequeño bárbaro»; literalmente «ranita». Los niños dan este nombre cariñoso a las especies de ranas domésticas, que guardan en sus jardines.
Mientras tanto, habíamos llegado a las orillas del lago. Taë se detuvo a mostrarme los destrozos, hechos en los campos que lo rodean. «El enemigo se encuentra seguramente en esta agua» dijo Taë. «Observa la multitud de peces amontonados en las márgenes. Hasta los peces grandes se mezclan con los chicos, de los cuales habitualmente hacen presa. Ahora todos han olvidado sus instintos en presencia del enemigo común. Sin duda alguna, este reptil pertenece a la clase de los Kre -a; una clase más devoradora que cualquier otra. Según se dice, es una de las pocas especies que quedan de los más terribles habitantes de la tierra, que existían antes de que los Ana fueran creados. La voracidad de un Krek es insaciable; devora lo mismo vegetales que animales; los únicos que escapan de su garra son las ágiles criaturas, de la especie de los ciervos; el Krek es demasiado lento en sus movimientos. Su plato favorito es un An; por eso, los Ana los destruyen implacablemente, en cuanto entran en sus dominios. He oído decir que, cuando nuestros antepasados cultivaron, por primera vez, estos campos, abundaban tales monstruos y otros por el estilo; pero, como en aquel tiempo no se había descubierto todavía el Vril, muchos de nuestra raza fueron devorados. Hasta este descubrimiento, fue imposible exterminarlos completamente. A medida que las aplicaciones del Vril se han ido conociendo, se han ido destruyendo todos los animales dañinos. No obstante, de cuando en cuando, alguno de estos enormes reptiles sale de los distritos no explorados y salvajes. Recuerdo que, una vez devoraron a una joven Gy, que se estaba bañando en este mismo lago. Si hubiera estado en tierra y armada de su varilla, el monstruo ni siquiera se hubiera atrevido a dejarse ver; pues, como todas las bestias salvajes, el reptil tiene un instinto maravilloso, que le advierte de la presencia de uno que lleve la varilla Vril. Es un misterio para nosotros cómo enseñan a sus crías a evitarla, aunque sea la primera vez que la ven, Zee, quizás pueda explicártelo, porque yo no lo entiendo. Mientras yo esté aquí el monstruo no se moverá de su escondite; de modo que hemos de discurrir la manera con que hemos de atraerlo».
«¿No será eso muy difícil?».
«No, de manera alguna. Siéntate allá, en aquella hendidura (como a unos cien metros de la orilla); mientras yo me alejo un trecho. Al poco tiempo, el reptil te verá u olerá y, dándose cuenta de que no llevas Vril, se acercará a devorarte. Tan pronto como esté fuera del agua yo daré cuenta de él».
«¿Quieres decir que yo tengo que ser el cebo de ese terrible monstruo, el cual puede triturarme en sus mandíbulas en un segundo? Perdona que no acepte».
El muchacho se rió. «No tengas miedo», dijo «siéntate tranquilo y sin moverte».
En vez de obedecer el mandato, di un salto, dispuesto a echar a correr, cuando Taë me tocó ligeramente en el hombro y, fijando sus ojos en los míos, me dejó clavado en el suelo. Todo poder de volición me abandonó; sumiso a los gestos del niño, lo seguí a la hendidura, que me había indicado, y me senté allí en silencio. Muchos de los lectores habrán presenciado los efectos de la electrobiología, sean genuinos o falsos. Ningún profesor de tan dudoso arte ha sido jamás capaz de influenciar ni uno de mis pensamientos o movimientos; pero, en aquel momento, quedé convertido en una mera máquina a la voluntad de aquel terrible chiquillo. Mientras tanto, él tendió sus alas, se remontó y fue a posarse en medio de un matorral en la falda de un cerro a corta distancia. ¡Me había quedado solo! Con indescriptible sensación de horror, clavé mis ojos en el lago, fijos en el agua, como hechizado. Debieron pasar diez o quince minutos, que para mí fueron edades, antes de que la superficie tranquila, rutilante, bajo la luz de las lámparas, empezara a agitarse. Al mismo tiempo, los peces amontonados cerca de las márgenes, sintiendo la aproximación del enemigo, empezaron a saltar y dar vueltas. Pude observar cómo huían de un lado a otro, algunos saltando fuera del agua. Un lomo largo, oscuro y ondulante se movía sobre el agua, acercándose más y más hasta que apareció la enorme cabeza del reptil, con sus mandíbulas erizadas de colmillos, y sus turbios ojos fijos, hambrientos, en el lugar donde yo me encontraba inmóvil. Primero, mostró sus patas delanteras; luego el enorme pecho, lleno de escamas por ambos lados, como una armadura, y en el centro mostrando la arrugada piel, de un amarillo verdoso apagado; finalmente mostró todo el largo cuerpo; de no menos de treinta y cinco metros del hocico a la punta de la cola. Un paso más y aquellas enormes patas estarían sobre mí. Un solo momento me separaba de la más horrible forma de muerte, cuando surcó el aire lo que parecía un relámpago y como una exhalación envolvió al monstruo y al desvanecerse, apareció ante mí una masa negruzca, carbonizada y humeante; algo gigantesco, de lo cual no quedaban ni los perfiles; porque todo ardía y se convertía rápidamente en polvo y ceniza. Permanecí largo rato sentado e inmóvil, sin poder articular palabra, helado, con una nueva sensación de pavor; lo que había sido horror era entonces asombro.
Sentí la mano del niño en mi cabeza; el miedo me abandonó; el encanto quedó roto; me levanté. «Ya ves con qué facilidad los Vril-ya destruyen a sus enemigos», dijo Taë; luego, yendo a la orilla del lago, contempló los humeantes restos de l monstruo y dijo en voz baja: «He destruido criaturas de mayor tamaño; pero ninguna con tanto placer como a ésta. Efectivamente, es un Krek. ¡Cuántos sufrimientos debe haber causado, mientras ha vivido!». Después de esto, tomó los pobres peces, que habían saltado a la orilla, y amorosamente los devolvió a su nativo elemento.