Capítulo 17

Como los Vril-ya no podían gozar de la contemplación de los cuerpos siderales, ni había en la región diferencia alguna entre el día y la noche, aparte de la que ellos mismos establecían, regulando la luz, no seguían como es natural, el mismo proceso que nosotros para dividir su tiempo; no obstante, con la ayuda de mi reloj, que felizmente conservaba, me fue fácil computar su tiempo con gran precisión. Dejo para otra obra, que me propongo escribir sobre la ciencia y literatura de los Vril-ya (si vivo para completarla), todos los detalles sobre la manera en que ellos anotaban el tiempo. Me contentaré con decir que la duración del año difiere muy poco del nuestro; pero las subdivisiones no son las mismas. Su día (incluyendo lo que llamamos noche), consta de veinte horas, en vez de nuestras veinticuatro; pero su año comprende el número adicional de días correspondiente. Ellos dividen las veinte horas de su día así: ocho horas, llamadas «horas de silencio», para reposo; ocho horas, llamadas «horas activas», para las ocupaciones y actividades de la vida; y cuatro horas, llamadas «'Tiempo fácil» (con el cual cierran el día), para fiestas, deportes, recreo, conversaciones de familia, de acuerdo con los gustos e inclinaciones de cada cual. Pero, en verdad, no se conocía noche al aire libre. Mantienen a todas horas, tanto en las calles como en el campo de los alrededores, la misma intensidad de luz. Únicamente, bajo techo, amortiguan la luz al grado de un suave crepúsculo durante las horas de silencio. Tienen gran horror a la oscuridad y sus luces nunca se extinguen completamente. En ocasión de festivales, continúa la duración de la plena luz; pero señalan la distinción entre noche y día por medio de dispositivos mecánicos, que llenan la función de nuestros relojes. Los Ana son muy amantes de la música; de la cual se valen para que sus cronómetros marquen las principales divisiones del tiempo. Al dar cada una de sus horas, durante el día, los sonidos de los relojes públicos, mezclados con los de las casas y de las granjas, diseminadas por los campos, alrededor de la ciudad, producen un efecto singularmente agradable a la vez que extrañamente solemne. Pero durante las horas de silencio tales sonidos están amortiguados, de manera que sólo son audibles débilmente para un oído desvelado.

Los Vril-ya no tienen cambio de estaciones; por lo menos en el territorio de la tribu que me alojaba; la atmósfera era muy uniforme; muy tibia como en un verano italiano; más húmeda que seca; por la tarde ordinariamente sin viento; pero, a veces, llegaban fuertes ráfagas de las rocas que constituían los linderos de aquellos dominios. El tiempo para ellos era igual para sembrar o cosechar, como en las Islas de Oro de los antiguos poetas. A un mismo tiempo se podía ver las plantas tiernas, brotando y en flor y las crecidas con fruto. No obstante, los frutales se despojaban de sus hojas o cambiaban el color de las mismas, una vez que habían dado su fruto.

Pero lo que más me interesó, en relación con sus divisiones del tiempo, fue la determinación del término medio de duración de la vida entre aquella gente. Después de minuciosas averiguaciones, descubrí que el tiempo medio de vida era en ellos mucho más largo que el que se nos concede en la superficie de la tierra. Lo que son setenta años para nosotros eran cien para ellos. Esta longevidad no es la única ventaja. Entre nosotros, pocos alcanzan a vivir setenta años; entre ellos muy pocos viven menos de cien años; además gozan, en general, de muy buena salud y vigor, lo cual hace de la vida una bendición hasta el último instante. Varias causas contribuyen a ello; entre otras: la ausencia de toda clase de estimulantes alcohólicos y la moderación en la comida. Muy especialmente, quizás, contribuye a ello una serenidad mental no perturbada por ocupaciones agitadas o por pasiones vehementes. No están atormentados, como nosotros, por la avaricia, ni la ambición; son al parecer indiferentes al deseo de fama; son capaces de gran afecto; pero manifiestan su amor en complacencia tierna y alegre, la cual constituye su felicidad y, al parecer, muy rara vez su desgracia. Como la Gy está segura de casarse, como ella elija, y como en aquella raza, al igual que en la nuestra la felicidad del hogar depende principalmente de la mujer; la Gy, una vez elegido el compañero de su preferencia, es condescendiente con las faltas de éste, consulta sus gustos y hace cuanto puede para atraerse su afecto. La muerte de un ser querido es entre ellos, igual que entre nosotros, causa de tristeza; pero son muy pocos los que mueren antes de la edad en que la muerte es más bien una liberación. Por otra parte el cónyuge y los familiares del muerto se consuelan más fácilmente que nosotros porque tienen la convicción de reunirse con el ausente en otra vida, aun más feliz; algo que entre nosotros no es corriente.

Todas esas circunstancias concurren a una sana y gozosa longevidad; aunque, indudablemente, mucho se debe a su organización hereditaria. Según los archivos, sin embargo, en los primeros tiempos de aquella, civilización, cuando vivían en comunidades muy parecidas a las nuestras, agitadas por aguda competencia, sus vidas eran mucho más cortas y sus enfermedades más numerosas y graves. Ellos aseguran que la duración de la vida ha aumentado y continúa aumentando, gracias al descubrimiento de las propiedades medicinales y vigorizantes del Vril, aplicado como agente curativo. Pocos entre ellos se dedican regularmente a la práctica de la medicina, como profesión, y estos pocos son principalmente Gy-ei, las cuales, especialmente si son viudas sin hijos, encuentran gran deleite en el arte de curar y hasta actúan como cirujanas, en caso de necesidad, por accidente y más raramente por enfermedad.

Los Ana tienen sus diversiones y entretenimientos. Durante las horas de «tiempo fácil» del día, acostumbran a reunirse en gran número, a fin de practicar los vuelos deportivos, que he descrito antes. Poseen también salas para conciertos y hasta teatros; en los cuales representan obras, que a mí me parecieron algo semejante a las de los chinos; drama cuya acción se remonta a tiempos lejanos, a juzgar los caracteres y escenas. La unidad clásica está terriblemente violentada; el héroe es un niño en una escena y un viejo en la siguiente y así por el estilo. Estas obras son de composición muy antigua. Las encontré en conjunto, extremadamente aburridas, aunque acompañadas de sorprendentes efectos mecánicos. Tienen algunas farsas bastante humorísticas y piezas con pasajes de gran fuerza y vigor, expresados en lenguaje muy poético, aunque sobrecargado de metáforas. En resumen, las obras teatrales de los Ana me parecieron algo así como las obras de Shakespeare debieron parecer a un parisién del tiempo de Luis XV o quizás a un inglés del reinado de Carlos II.

El auditorio, del cual las Gy-ei componían la mayor parte, parecía gozar grandemente de la representación de tales dramas, lo cual para una raza tan serena y majestuosa de damas, me sorprendió grandemente. Pero muy luego me di cuenta de que todos los actores eran jóvenes, que no habían alcanzado a la edad de la adolescencia, cuyas madres y hermanas asistían a la representación para complacerlos.

He dicho que tales dramas eran muy antiguos. Al parecer, desde hacía varias generaciones no se producían obras de imaginación de suficiente importancia como para sobrevivir más que un breve tiempo. En efecto, aunque no faltaban publicaciones nuevas y tenían lo que podía llamarse periódicos, éstos estaban dedicados principalmente a las ciencias mecánicas; a dar cuenta de los nuevos inventos; noticias sobre diversas cuestiones de orden comercial; en otras palabras, a cuestiones prácticas. A veces, un niño escribe algún relato de aventuras, o una Gy da expresión a sus esperanzas o temores de amor en un poema; pero tales efusiones tenían poco mérito, y eran leídas sólo por niños y muchachas solteras. Las obras más interesantes, de carácter puramente literario, eran relatos de exploraciones y de viajes por otras regiones de aquel mundo subterráneo, escritos por jóvenes emigrantes, relatos que eran leídos ávidamente por los parientes y amigos que habían dejado.

No pude menos de expresar a Aph-Lin mi asombro por el hecho de que careciera de literatura contemporánea una comunidad tan avanzada en ciencias mecánicas, las cuales habían alcanzado progreso tan maravilloso, y cuya capacidad intelectual se había puesto de manifiesto al realizar tan cumplidamente la obra de dar bienestar al pueblo; algo, que los filósofos y políticos de sobre la tierra han declarado, después de edades de controversia, completamente irrealizable. Era tanto más de notar tal falta, si se tiene en cuenta la excelencia que su cultura había dado al idioma, el cual era, a la vez, rico, sencillo, vigoroso y musical.

A esto contestó mi huésped: «¿No comprende usted que una literatura, tal como la concibe, es enteramente incompatible con la perfección del bienestar social o político que nos honra en creer que hemos alcanzado? Después de siglos de esfuerzo, hemos alcanzado una forma de gobierno que nos satisface; en la cual, como no admitimos diferencias en rango, ni rendimos a los administradores honores que los distingan de los demás, no hay estímulo a la ambición personal. Nadie leería obras exponentes de teorías que implicaran cambios políticos y sociales; por lo mismo nadie las escribe. Si alguna vez aparece un An, que no está satisfecho con nuestro tranquilo modo de vivir, no lo ataca, simplemente se va. De consiguiente, toda esa literatura (que a juzgar por los libros antiguos en nuestras bibliotecas, era muy abundante) relacionada con teorías especulativas sobre la sociedad, se ha extinguido completamente.

Por otra parte, antiguamente se escribió mucho con respecto a los atributos y esencia del Supremo-Bien, argumentando en pro y en contra del estado futuro; pero ahora admitimos dos hechos; a saber: 1. Que existe un Ser Divino, y 2. Que existe un estado futuro. Además hemos convenido todos que, aunque escribamos hasta gastar la carne de nuestros dedos hasta el hueso, no podremos echar luz alguna sobre la naturaleza y condiciones de ese estado futuro; ni tampoco avivar nuestra comprensión de los atributos y esencia del Ser Divino. De manera que esta otra rama de la literatura ha quedado felizmente extinguida para nuestra raza. Digo felizmente, porque en tiempos en que se escribía mucho sobre temas de los cuales nada se podía decir en definitiva, la gente vivía en un estado de constante controversia y disensión. De allí que una gran parte de nuestra literatura antigua consiste en relatos históricos de guerras y revoluciones del tiempo en que los Ana vivían en sociedades turbulentas y numerosas, cada cual persiguiendo su engrandecimiento a costa de los demás. Usted ve nuestro modo sereno de vivir ahora; hemos vivido durante muchas edades. No tenemos acontecimientos que hagan crónica. ¿Qué más se puede decir de nosotros? Nacieron, vivieron felices y murieron. Ahora, con respecto a la literatura más imaginativa tal como la que llamamos ’Glaub-sila’ y, familiarmente ‘G1aubs', y que vosotros llamáis poesía, la razón de su decadencia entre nosotros es bien manifiesta."

«Vemos, que las obras maestras de esa clase de literatura (que todos leemos con gusto, pero de la que nadie toleraría imitaciones) describen, en su mayor parte, pasiones que ya no sentimos, tales como: ambición, venganza, amor superficial y prohibido, ansia de renombre guerrero u otras por el estilo. Los viejos poetas vivieron en una atmósfera impregnada de esas pasiones, de manera que sentían agudamente lo que expresaban tan brillantemente. Nadie puede expresar tales pasiones ahora; porque nadie es capaz de sentirlas; ni tampoco encontraría simpatía en sus lectores, si lo hiciera. Por otra parte, el elemento principal de la vieja poesía está en la disección de los complejos misterios del carácter humano, que arrastran a vicios anormales y al crimen, o conducen a señaladas y extraordinarias virtudes. Pero nuestra sociedad no sintiéndose tentada a cometer crímenes o a tener vicios, necesariamente ha hecho la moral media tan pareja, que no tenemos virtudes muy destacadas. Careciendo, pues, de fuertes pasiones, grandes crímenes, heroicidades y excelsas virtudes, que antiguamente constituían el suculento manjar de la poesía, nada más natural que muera de inanición, o que viva con dieta muy escasa. Tenemos todavía la poesía descriptiva de paisajes, arboledas, las aguas y la vida familiar. Nuestras jóvenes Gy-ei entretejen en sus versos de amor mucho de esta clase insípida de composiciones».

«Tal poesía», repliqué yo, «ha de ser encantadora. Entre nosotros tenemos críticos, que la estiman muy superior a la que describe crímenes, o analiza las pasiones del hombre. De todas maneras, la literatura que usted califica de insípida, atrae, entre las gentes que he dejado sobre la tierra, más lectores que ninguna otra».

«Posiblemente», dijo mi interlocutor, «pero, en tal caso, supongo que los escritores se esmerarán mucho en el lenguaje, y que se dedican a la cultura y al esplendor de las letras como arte».

«Ciertamente», dije. «Todos los grandes poetas han de hacer eso mismo. Aunque el don de la poesía sea innato, es necesario cultivarlo con sumo empeño, para que otros gocen de él; así como un trozo de metal se ha de trabajar para hacer de él una de vuestras máquinas».

«Indudablemente», comentó él, «vuestros poetas han de tener algún incentivo para elaborar tales bellezas verbales».

«Diré…, por instinto cantarían como los pájaros; pero para cultivar el canto y convertirlo en belleza verbal o artificial, nuestros poetas necesitan, quizás, el incentivo de la fama, unos; y la necesidad de comer, otros!».

«Eso precisamente», replicó Aph-Lin, «pero en nuestra sociedad no damos fama a nada, que el hombre pueda hacer en el período, que llamamos ‘vida’». Pronto perderíamos la igualdad, que constituye la feliz esencia de nuestra comunidad, si seleccionáramos a algún individuo para darle prominencia. Ello le daría algún poder y desde ese momento despertarían las malas pasiones que hoy duermen; otros hombres ambicionarían la misma alabanza; surgiría la envidia, con ésta el odio, el cual traería la calumnia y la persecución. Nuestra historia nos dice que la mayoría de los poetas y escritores más alabados y ensalzados fueron también los más vituperados; en general fueron muy desgraciados, en parte a causa de los celos de sus rivales, en parte debido a la constitución mental enfermiza, consecuencia de la mayor sensibilidad a la alabanza y al vituperio. En cuanto al estímulo de la necesidad, ningún hombre, en nuestra comunidad, conoce el aguijón de la pobreza; en segundo lugar, si fuera pobre, cualquier otra ocupación le resultaría más lucrativa que la de escribir."

«Nuestras bibliotecas públicas contienen todos los libros del pasado, que el tiempo ha preservado; tales libros, por las razones expresadas, son infinitamente mejores que cualquiera que se escribiera en la actualidad, y todo el mundo puede leerlos sin costo alguno. No somos tan tontos como para pagar por leer libros de clase inferior, cuando podemos leer los mejores por nada».

«Entre nosotros», dije yo, «la novedad tiene atractivos; tanto que un libro nuevo, aunque malo, se lee; mientras un libro viejo, por bueno que sea, se deja de lado».

«¡Novedad!», exclamó mi amigo. «Para estados bárbaros de la sociedad, en lucha desesperada por algo mejor, tendrá indudablemente un atractivo, que se nos niega a nosotros, que no percibimos valor alguno en esas novedades. Después de todo, como dijo uno de nuestros grandes autores, hace cuatro mil años: “quien estudia libros viejos, siempre encuentra en ellos algo nuevo; y quien lee libros nuevos también encontrará siempre algo viejo en ellos”. Pero, volviendo a la cuestión, no habiendo entre nosotros alicientes para labor minuciosa, sea el deseo de fama o la presión de la necesidad, los de temperamento poético le dan expresión por medio del canto, según usted dice; como cantan los pájaros; pero, por falta de cultura complicada, carece de auditorio y, faltando éste, se desvanece, entre las ordinarias ocupaciones de la vida».

«Bien», repliqué yo, «¿cómo es que la ciencia no sufre de falta de interés como la literatura?».

«Tal pregunta me sorprende»; contestó mi huésped. «El móvil de la ciencia es el amor a la verdad, sin consideraciones de fama; además, la ciencia entre nosotros se dedica a fines prácticos esenciales a la conversación social y las comodidades de la vida diaria. El inventor no pide fama; ni se le da. Disfruta en una ocupación, que está de acuerdo con sus gustos, y no necesita el desgaste causado por las pasiones. El hombre necesita ejercitar su mente, lo mismo que el cuerpo, y el ejercicio constante es mejor que el violento, para ambos. Nuestros cultivadores de la ciencia más ingeniosos son, por regla general, los que viven más y gozan de mejor salud. La pintura es un entretenimiento para algunos; pero el arte no es lo que fue en los antiguos tiempos; cuando los grandes pintores, de nuestras varias comunidades, competían por el premio de una corona de oro, que les daba rango social, igual al de los reyes, bajo cuyo cetro vivían. Habrá usted notado seguramente, en nuestro departamento arqueológico, cuántos más artísticos son los cuadros de hace varios miles de años».

«Posiblemente, debido a que la música está, en realidad, más aliada a la ciencia que la poesía, de entre todas las bellas artes, es la que mejor florece entre nosotros. No obstante, la falta de estímulo en forma de alabanzas o fama, hasta en la música, ha impedido que unos individuos se destaquen sobre otros. En cambio, nuestra música coral es excelente, con la ayuda de vastos instrumentos mecánicos en los cuales utilizamos el agua en gran medida, con preferencia a ejecutantes solos. Apenas hemos tenido compositores originales desde hace algunas edades. Nuestros aires favoritos son, en sustancia, muy antiguos; pero se han introducido en ellos muchas variaciones complicadas, obra de músicos mediocres, aunque ingeniosos».

Queriendo variar el tema, pregunté a mi huésped si entre las tribus Ana no había algunas animadas por pasiones; propensas al crimen y que admitieran las diferencias en condición, en intelecto y en moralidad, que el estado de su tribu y los Vril-ya en general, habían trascendido en su progreso hacia la perfección. «Si así fuera, entre tales comunidades, quizás, la poesía y las artes hermanas continúan siendo honradas y cultivadas».

«Existen tales sociedades en regiones remotas»; me contestó; «pero no las admitimos en las comunidades civilizadas; apenas les damos el nombre de Ana, y en manera alguna el de Vril-ya. Son bárbaros, que viven todavía principalmente en ese inferior estado del ser Koom-Posh, el cual tiende necesariamente, a la horrible disolución del estado que llamamos Glek-Nas. Pasan su mísera existencia en conflicto perpetuo y en cambio constante. Cuando no pelean con sus vecinos, pelean entre ellos mismos. Están divididos en secciones que se molestan, se roban y, a veces, se asesinan mutuamente; todo por cuestiones nimias que a nosotros nos resultarían incomprensibles, si no leyéramos historia y viéramos que también nosotros hemos pasado por los mismos estados de ignorancia y de barbarie. Por cualquier tontería se pelean; pretenden que son todos iguales; pero cuanto más luchan para serlo, para eliminar todas las distinciones, más patentes se hacen las disparidades, porque no les queda ninguno de los afectos y vinculaciones hereditarias, que hagan más soportable la diferencia de condición entre los muchos que no tienen nada y los pocos que lo tienen todo. Naturalmente los muchos odian a los pocos; pero, sin éstos, aquéllos no podrían vivir. Los muchos siempre atacan a los pocos; a veces los exterminan; pero enseguida surgen, de los muchos, nuevos pocos; luchar con los cuales es más difícil que con los antiguos. En las numerosas sociedades, en que la fiebre dominante es la competencia, para tener algo, ha de haber siempre muchos que pierden y pocos que ganan. En resumen, la gente a que me refiero son salvajes, buscando a tientas su camino en la oscuridad, hacia un vislumbre de luz, los cuales merecerían nuestra conmiseración por sus dolencias; si, como todos los salvajes, no provocaran, con su arrogancia y crueldad, su propia destrucción. ¿Puede usted imaginar que criaturas de esa clase, armadas sólo de las miserables armas como las de nuestro museo de antigüedades, toscos tubos de hierro, cargados de salitre, han amenazado, más de una vez, a una tribu de Vril-ya, que mora cerca de ellos? Fiados en que ellos son treinta millones de habitantes y la tribu sólo tiene unos cincuenta mil, pretenden que ésta acepte sus ideas de Soc-Sec (métodos financieros), determinados principios de comercio que tienen la impudicia de llamar ‘ley de la civilización’».

«¡Pero treinta millones de habitantes son un formidable peligro contra cincuenta mil!», exclamé.

Mi huésped me miró asombrado. «Extranjero», me dijo. «Debo decirle que la tribu amenazada pertenece a los Vril-ya y sólo espera que los salvajes declaren la guerra, para encargar a una media docena de muchachitos que destruya a toda la población».

Al oír tales palabras, un escalofrío de horror recorrió todo mi cuerpo; pues me reconocía más afín de los «salvajes», de quienes hablaba, que de los Vril-ya; a la vez recordaba mis alabanzas de las gloriosas instituciones americanas a las cuales Aph-Lin condenaba como Koom-Posh. Recobrando mi aplomo, pregunté si habría medios por los cuales pudiera yo visitar, sin peligro, tan temerario y lejano pueblo.

«Puede viajar sin riesgo por medio del Vril, sea por tierra o por aire, a través de diversas comunidades, con los cuales estamos aliados, o son de nuestra clase; pero no puedo dar seguridades en naciones bárbaras, gobernadas por leyes diferentes a las nuestras; naciones, en efecto, tan ignorantes, que muchos de sus habitantes viven del robo entre ellos; en donde, durante las ‘horas de silencio’, uno no puede, ni siquiera, dejar abierta la puerta de su casa».

En esto, nuestra conversación fue interrumpida por la llegada de Taë, quien vino a decirnos que había sido comisionado para descubrir y destruir el enorme reptil que yo había visto a mi llegada, al que había estado buscando. Al no encontrarlo, se inclinó a sospechar que mis ojos me habían engañado, o que la bestia se había internado entre las rocas, hacia las regiones salvajes donde moran los de su especie; pero después descubrió rastros de su guarida por la gran destrucción de hierba en la orilla de uno de los lagos. «Estoy seguro», añadió Taë, ‘que está oculto dentro de ese lago. Así que’ (dirigiéndose a mí), «he creído que te divertirás viendo la manera cómo destruimos a tan desagradables visitantes». Miré al muchacho y traje a mi memoria el tamaño enorme de la criatura, que se proponía exterminar y tuve miedo por él y, quizás, por mí, si lo acompañaba en tal cacería. Pero pudo más mi curiosidad por ver los efectos destructivos de aquel tan alabado Vril; además no me quise rebajar a los ojos de aquel infante, descubriendo mi temor por mi seguridad personal. En consecuencia, di gracias a Taë, por su cortés «invitación» y me manifesté dispuesto a acompañarlo en tan divertida expedición.