Todos en aquel hogar fueron muy bondadosos conmigo, pero la joven hija de mi huésped fue la que más se distinguió por su consideración y bondad. A indicación de la misma cambié mi traje y adopté el vestido de los Vril-ya, exceptuando las alas artificiales, que a ellos les servían de gracioso manto, cuando iban a pie. Pero como muchos de ellos tampoco llevaban las alas al desempeñar ocupaciones urbanas, no me diferenciaba mucho de ellos; lo cual me permitió visitar la población sin excitar molesta curiosidad. Fuera de casa, nadie sospechaba que había venido del mundo de sobre la tierra y me consideraban un miembro de alguna raza inferior, al que Aph-Lin tenía como huésped.
La ciudad era grande, en proporción al territorio rural que la rodeaba, el cual no era más extenso que la heredad de algún noble inglés o húngaro; pero todo él, hasta las rocas que constituían sus límites, estaba intensa y cuidadosamente cultivado; excepto en porciones de montañas y praderas, dejadas expresamente para el sustento de los animales, que habían conseguido amansar, aunque no para el servicio doméstico.
Era tanta su bondad hacia las criaturas inferiores, que dedicaban una cantidad del tesoro público al objeto de trasladarlas a otras comunidades, dispuestas a recibirlas (principalmente en colonias nuevas) cuando los animales se hacían demasiado numerosos para los pastos que se les tenía reservados. No obstante, no se multiplicaban en la proporción que se multiplican en nuestro mundo los animales criados para el matadero. Parece existir una ley de la naturaleza que hace que los animales no útiles al hombre, disminuyan en los dominios que éste ocupa y hasta que lleguen a extinguirse.
Es antigua costumbre en los diversos estados soberanos, en que se divide la raza de los Vril-ya, dejar entre cada estado una porción de tierra neutral sin cultivar. En el caso de la comunidad a que me refiero, esta porción, por ser de rocas agrestes era intransitable a pie; pero fácilmente cruzada por los habitantes alados o por embarcaciones aéreas, de las cuales hablaré más adelante. Además se habían abierto caminos para el tránsito de vehículos impulsados por Vril. Estas vías de comunicación se mantenían constantemente bien iluminadas; los gastos para lo cual se cubrían con un impuesto especial, al cual contribuían en justa proporción todas las comunidades comprendidas en la denominación de los Vril-ya. Por estos medios había considerable tráfico comercial con otros estados, cercanos y lejanos. La riqueza principal de la comunidad que nos ocupa era la agricultura. Se distinguían también por su habilidad para construir implementos de cultivo. Con el intercambio de estos productos obtenían otros, más de lujo que de necesidad. Pocas de las cosas importadas se pagaban a tan alto precio como los pájaros a los que enseñaban a cantar en concierto. Eran traídos de distantes parajes y eran maravillosos por la belleza de sus cantos y su plumaje. Tengo entendido que los criadores y amaestradores de tales pájaros ponían gran cuidado en la selección de los mismos y la especie había mejorado notablemente durante los últimos años.
No vi otra clase de animales domésticos en aquella comunidad, excepto unos muy juguetones y divertidos de la especie de los batracios, que parecían ranas; pero muy inteligentes; gustaban mucho a los niños y los tenían en los jardines particulares. Parece que no tienen animales como nuestros perros o caballos, aunque la sabia naturalista, Zee, me dijo que esta clase de animales había existido en aquellos parajes y se encuentra todavía en regiones ocupadas por razas distintas de los Vril-ya. Según me dijo, habían desaparecido gradualmente del mundo civilizado, desde el descubrimiento del Vril, gracias a cuyo descubrimiento, la utilidad de tales animales había desaparecido. La maquinaria y los inventos habían reemplazado al caballo, como bestia de carga, y el perro ya no se necesitaba, ni como guardián ni como cazador, como lo había sido cuando los Vril-ya temían los ataques de sus semejantes o cazaban a los animales menores para alimentarse. Realmente, en cuanto al caballo, la región era tan rocosa que este animal resultaba poco utilizable, ni para carga ni para paseo. El único animal que ellos emplean para carga, es una especie de cabra grande, que utilizan mucho en las granjas.
La naturaleza del suelo en aquellos distritos, se puede decir que fue la que impuso la necesidad de inventar alas y embarcaciones aéreas. Lo extenso del espacio ocupado por la ciudad, comparado con el territorio rural, se debía a la costumbre de rodear cada casa con un jardín independiente. La amplia calle principal, en la que habita Aph-Lin, se ensanchaba en una inmensa plaza en la cual estaban situados el Colegio de Sabios y todos los edificios públicos y en cuyo centro había una magnífica fuente de fluido luminoso, que yo llamo nafta, pero cuya verdadera naturaleza ignoro. Todos esos edificios públicos son de solidez y grandiosidad uniforme. Me recordaban los cuadros arquitectónicos de Martín. A lo largo de los pisos superiores corría un balcón o, mejor dicho, un jardín colgante, soportado por columnas y lleno de plantas y flores y alegrado por infinidad de aves amaestradas. De la plaza arrancaban varias calles, todas anchas y brillantemente iluminadas, que ascendían a las lomas circundantes. En mis recorridas por la ciudad, nunca se me dejó ir solo; Aph-Lin o su hija eran mis acompañantes habituales. En aquella comunidad, la Gy adulta sale acompañada con cualquier joven An, como si no existiera diferencia de sexos.
Las tiendas al por menor no son muy numerosas; los que atienden a los clientes son todos niños de varias edades, extraordinariamente inteligentes y corteses. El tendero estará o no presente, pero, si lo está, rara vez se lo ve ocupado en asuntos relacionados con el negocio; no obstante que lo ha emprendido por afición al mismo y contar con otros recursos económicos generales.
Algunos de los ciudadanos más ricos de aquella comunidad poseen tales tiendas. Como ya he dicho, no se reconoce diferencia alguna en rango; de consiguiente, todas las ocupaciones gozan la misma consideración social. Un An a quien compré mis sandalias, era hermano del Tur, o Supremo Magistrado; y aunque su tienda no era mayor que la de cualquier zapatero, se decía que era dos veces más rico que el Tur que residía en un palacio. No hay duda, sin embargo, que tendría alguna residencia en el campo.
Los Ana de la comunidad, en conjunto, son una colección de seres indolentes, una vez que han pasado de la infancia. Sea por temperamento o por filosofía, consideran que si se quitan al ser humano los incentivos a la acción, nacidos de la ambición y la concupiscencia, no es de extrañar que prefiera la quietud.
En sus movimientos corrientes prefieren los pies a las alas. Para sus deportes y actos públicos, emplean alas lo mismo que para las danzas aéreas que he descripto antes; así como para visitar sus residencias en el campo, las cuales están corrientemente situadas en grandes alturas, para viajar por otras regiones, con preferencia a otros medios de transporte.
Los acostumbrados a volar, aunque con menos rapidez que las aves, alcanzan velocidades de cuarenta a cincuenta kilómetros por hora, pudiendo sostenerse en el aire durante cinco a seis horas. No obstante, al llegar a la edad madura, el Ana generalmente no gusta mucho de movimientos rápidos, que exijan ejercicio violento. Quizás por esta razón, puesto que aceptan la doctrina (aprobada por muchos médicos, de que la transpiración regular por los poros de la piel es esencial para la buena salud) habitualmente toman los baños de vapor que nosotros llamamos turcos o romanos, seguidos de duchas de aguas perfumadas. Tienen gran fe en las cualidades salutíferas de ciertos perfumes.
Es también su costumbre, a determinados períodos, aunque de tarde en tarde (unas cuatro veces al año, cuando gozan de buena salud) tomar un baño cargado de Vril. Una vez probé el efecto del baño de Vril. Fue muy similar, por lo vigorizador, al de los baños de Gastein, las virtudes de los cuales son atribuidas por muchos médicos a la electricidad; pero aunque similares, los efectos del Vril son mucho más duraderos. Ellos consideran que dicho fluido empleado en pequeña escala es gran sustentador de la vida; pero en exceso, cuando se goza de buena salud, más bien tiende a reaccionar y desvitalizar. No obstante, acuden a él en todas sus enfermedades para ayudar a la naturaleza a restablecerse.
A su modo son amantes del lujo, pero todos sus lujos son inocentes. Se puede decir que viven en un ambiente de música y fragancia. Cada habitación tiene sus dispositivos mecánicos para producir sonidos melódicos, usualmente de tonos suaves que dan la impresión de dulces murmullos de espíritus invisibles. Están tan acostumbrados a estos sonidos, que no les estorban ni para conversar ni para reflexionar. Afirman que el respirar una atmósfera cargada de melodía y perfumes necesariamente produce un efecto a la vez calmante y eleva el carácter y el modo de pensar.
Han eliminado de su mesa toda clase de alimento animal, excepto leche y se abstienen de bebidas alcohólicas; no obstante, son refinados y delicados al extremo. En sus deportes, hasta los viejos, exhiben una alegría infantil. La felicidad es a lo que ellos aspiran, no como excitación de momento, sino como condición dominante de su existencia; la misma consideración por la felicidad de los demás se manifiesta en la exquisita amenidad de sus maneras.
La conformación del cráneo de los Vril-ya tiene marcadas diferencias con los de todas las razas conocidas de nuestro mundo. No puedo menos que pensar que tal conformación es un desarrollo, que ha requerido incontables edades, del tipo braquicéfalo de la Edad de piedra, descripto en el «Elemento de Geología» de Lyell, cap. X, pág. 113; comparado con el tipo dolicocéfalo del principio de la Edad de hierro, que corresponde al que hoy prevalece entre nosotros, conocido por el tipo Celta. Tiene el mismo volumen de frente, la misma redondez uniforme de los órganos frontales; pero más elevada y mucho menos pronunciada en el hemisferio craneal posterior, en el que los frenólogos colocan los órganos animales. Para expresarme como frenólogo diré que el cráneo de los Vril-ya tiene los órganos de peso, número, tono, forma, orden, casualidad, muy desarrollados y de construcción mucho más pronunciada que el de la idealidad.
Los órganos llamados morales, tales como la conciencia y la benevolencia, son extraordinariamente llenos; los amatorios y belicosos muy pequeños; los de adhesión son grandes; el órgano de la destrucción (es decir la determinada eliminación de obstáculos interpuestos) inmenso, pero menos que el de la benevolencia; y su filoprogenitura, más que amor animal, es la expresión de compasión y ternura hacia quien necesita ayuda y protección. Nunca encontré persona alguna deformada o contrahecha. La belleza de su porte no consiste tanto en la simetría de facciones, sino en la tersura de su cutis, que conservan sin una arruga, hasta la más avanzada edad, y una serena expresión de dulzura, combinados con la majestad, que parece provenir de la conciencia de poder y total ausencia de terror, físico o moral. Es esta misma dulzura, combinada con majestad, la que inspira a un observador como yo, acostumbrado a contende r con las pasiones de la humanidad, un sentimiento de humillación, mezcla de temor y admiración. Es como la expresión que un pintor podría dar a un semidiós, a un genio o a un ángel. Las mujeres de raza Vril-ya a veces, en su edad avanzada aparecen con un pequeño bigote.
Quedé sorprendido al notar que el color de la piel no era uniforme, al que yo había observado entre los primeros individuos que había visto. Algunos eran mucho más rubios y con ojos azules; cabello de oro y cutis de color más subido que los individuos del norte de Europa.
Me informaron que esas diferencias tenían su origen en casamientos con tribus más distantes de los Vril-ya, quienes, ya sea por accidente del clima o por primitivas distinciones de raza, eran más rubios que las tribus a que pertenecía aquella comunidad. Se consideraba que la piel rojo-oscura indicaba la más antigua familia de los Ana; pero ellos no sentían orgullo alguno por tal antigüedad; por el contrario creían que la excelencia actual de su raza se debía a los frecuentes cruzamientos con otras familias, distintas, pero de la misma procedencia; cruzamientos que recomendaban con tal que fueran con otras naciones Vril-ya. Las naciones que no tenían sus costumbres e instituciones, ni eran capaces de adquirir poder sobre los agentes del Vril, que ellos habían tardado muchas generaciones en conseguir, eran considerados por los Vril-ya con mayor desdén que los norteamericanos sienten por los negros.
Me explicaba Zee, quien sabía más de estas cosas que ninguna de las personas con quienes trabé relación, que la superioridad de los Vril-ya era, según se suponía, la consecuencia de las intensas luchas, que primitivamente tuvieron que desarrollar, contra los obstáculos de la naturaleza en los lugares en que precisamente se establecieron.
«Siempre» —me decía Zee, con tono moralizador— «dondequiera que se ha desarrollado este temprano proceso en la historia de la civilización, en que la vida es una lucha en la cual el individuo ha de poner a contribución todos sus poderes para competir con sus semejantes, invariablemente tenemos este resultado, a saber: puesto que en la lucha un gran número han de perecer, la naturaleza selecciona a los más aptos. En nuestra raza, aun antes del descubrimiento del Vril, sólo las más elevadas organizaciones fueron preservadas. Hay en nuestros antiguos libros una leyenda, que en su tiempo fue creída por todos, según la cual fuimos traídos de una región, que parece ser el mundo del que usted viene, a fin de perfeccionar nuestra condición y alcanzar el más puro refinamiento de nuestra especie, por medio de las terribles luchas que nuestros antepasados tuvieron que desarrollar y que, una vez que nuestra educación se haya completado, estamos destinados a volver al mundo superior y suplantar a todas las razas inferiores que hoy lo pueblan».
Aph-Lin y Zee a menudo conversan conmigo en privado sobre las condiciones políticas y sociales del mundo superior, cuyos habitantes, según Zee supuso tan filosóficamente, habían de ser exterminados algún día por el advenimiento de los Vril-ya. Por mis relatos, en los cuales me esforcé (sin caer en falsedades tan claras que habrían sido fácilmente descubiertas por la sagacidad de mis oyentes) en presentarlos desde el punto de vista más favorable, encontraron en nuestras poblaciones más civilizadas, mucha similitud con las peores razas subterráneas, a las que ellos consideraban sumidas sin remedio en la barbarie y condenadas a gradual, pero cierta, extinción. Aunque ambos coincidieron en el deseo de ocultar a su comunidad toda indicación prematura del paso hacia las regiones alumbradas por el sol; ambos, como eran compasivos, trataban de desechar la idea de aniquilar a tantos millones de criaturas: pero el cuadro que les pinté de nuestra vida, a pesar de la brillantez de mis colores, les entristecía.
En vano les citaba a nuestros grandes hombres; poetas, filósofos, oradores, generales, y desafiaba a los Vril-ya a que presentaran sus iguales. «¡Ah!» —exclamó Zee, con su hermoso rostro dulcificado por compasión angelical— «precisamente este predominio de los pocos sobre los muchos es la indicación más clara y fatal de una raza incorregiblemente salvaje. ¿No ve usted que la primera condición para la felicidad humana consiste en la eliminación de la lucha y la competencia entre los individuos, lo cual, cualquiera que sea la forma de gobierno que adopten, tiende a subordinar la mayoría a unos pocos, destruye la verdadera libertad del individuo, cualquiera que sea la libertad nominal del estado, e impide la tranquilidad de la existencia, sin la cual la felicidad mental, o corporal no se puede alcanzar?».
«Nuestro concepto» —continuó Zee— «es, que cuanto más podemos asimilar la vida a la existencia, que nuestras mentes sean capaces de concebir más cercana a la de los espíritus al otro lado de la tumba, más nos aproximaremos a una divina felicidad aquí y más fácilmente nos acercaremos a las condiciones del ser del más allá. Porque, seguramente, todos podemos imaginarnos la vida de los dioses, de los benditos inmortales, la que podemos suponer exenta de cuidados y pasiones, tales como la avaricia y la ambición. Nos parece que debe haber una vida de serena tranquilidad, no precisamente sin ocupaciones activas para las facultades intelectuales y espirituales, sino ocupaciones que, de cualquier naturaleza que sean, estén adaptadas a la idiosincrasia de cada uno, y no impuestas o desagradables; una vida alegrada por el intercambio sin trabas de gentiles afectos, en que el ambiente moral ahoga todo sentimiento de odio y venganza, lucha y rivalidad. Tal es el estado político que todas las tribus y familias de los Vril-ya tratan de alcanzar, y hacia el cual todas nuestras teorías de gobierno van encaminadas. Verá usted cuán completamente opuesto es tal progreso al de las naciones sin civilizar, de donde usted viene, el cual tiende sistemáticamente a perpetuar las dificultades, preocupaciones, pasiones en lucha, condición que se agrava más y más a medida que avanzan en su camino».
«La más poderosa de todas las razas de nuestro mundo, fuera de la égida de los Vril-ya, se estima a sí misma como la mejor gobernada de todas las sociedades políticas y como la que ha alcanzado al máximo de sabiduría política que es posible alcanzar; de manera que creen que las demás naciones deben imitarla. Se rige sobre la más amplia base del Koom-Posh, es decir, el gobierno de los ignorantes o el de las mayorías. Funda el supremo bienestar en la emulación de unos con otros en todo, de manera que las malas pasiones nunca descansan; emulación por el poder, por la riqueza, por el predominio en algo, y en esta rivalidad es horrible oír los vituperios, las calumnias y las acusaciones que, aun los mejores y más nobles entre ellos, se lanzan unos a otros, sin remordimiento ni pudor».
«Hace algunos años» —dijo Aph-Lin— «visité dicho pueblo y su miseria y degradación resultaba más espantosa a causa de que constantemente se jactaban de su felicidad y grandeza, en comparación con el resto de su especie. Y no hay esperanza que este pueblo (el cual evidentemente se parece al de usted), pueda mejorar, porque todas sus ideas tienden a mayor descomposición. Desean ensanchar más y más sus dominios; en directa contradicción con la verdad de que, más allá de ciertos límites, es imposible asegurar a una comunidad la felicidad propia de una familia bien ordenada; y cuanto más perfeccionan el sistema basado en el predominio de unos pocos ricos y poderosos sobre millones de pobres y desvalidos, más se alaban diciendo: “¡Ved con qué pocas excepciones, probamos la magnificencia de nuestro sistema!”'.
«En efecto» —replicó Zee—, «si la sabiduría de la vida humana consiste en aproximarnos a la serena igualdad de los inmortales, no puede haber caída más directa en dirección opuesta, que un sistema que aspira a llevar al extremo las desigualdades y turbulencias de los mortales. Ni tampoco alcanzo a ver cómo, basados en una creencia religiosa, los mortales que así obran, pueden aspirar a las alegrías de los inmortales, las cuales esperan alcanzar por el mero acto de morir. Por el contrario, las mentes acostumbradas a poner su felicidad en cosas tan contrarias a la divinidad, encontrarían muy aburrida tal felicidad, y anhelarían volver al mundo en que pueden reñir uno con otro».