Capítulo 14

Aunque, como ya he dicho, los Vril-ya, rechazan toda especulación sobre la naturaleza del Supremo Ser, parecen coincidir en una creencia, con la cual suponen que han resuelto el gran problema de la existencia del mal, que tan perplejos tiene a los filósofos de nuestro mundo. Sostienen la idea de que una vez que el Supremo Ser ha dado vida, con las percepciones de tal vida, por imperceptibles que sean, como en la planta, tal vida jamás es destruida; sino que pasa a nuevas y mejoradas formas, aunque no en este planeta (diferenciándose en esto de la corriente doctrina de la metempsicosis): y que las cosas vivientes retienen el sentido de identidad; el cual enlaza su vida pasada con la futura y es consciente de su mejoramiento progresivo en la escala de la felicidad. Pues ellos dicen, que, sin este postulado, no alcanzan a descubrir, de acuerdo con las luces de la humana razón, la perfecta justicia que ha de ser cualidad constituyente de la Suprema Sabiduría y del Supremo Bien. La injusticia, afirman, sólo puede emanar de tres causas, a saber: falta de sabiduría para percibir lo que es justo; falta de benevolencia para desearlo y falta de poder para satisfacerlo; y estas tres faltas son incompatibles en la Suprema Sabiduría o en el Supremo Bien, en el Omnipotente. No obstante, por más que la sabiduría, la benevolencia y el poder del Supremo Ser están de manifiesto en esta vida lo suficiente para que las reconozcamos, la justicia necesaria resultante de tales atributos, requiere absolutamente otra vida, no para el hombre únicamente, sino también para todo ser viviente de los órdenes inferiores. Tanto en el mundo animal como en el vegetal, dicen, vemos que un individuo, por circunstancias que no puede controlar, es excesivamente desgraciado, en comparación con cuantos le rodean (uno sólo existe como presa del otro) y hasta la planta sufre enfermedades al punto de perecer prematuramente, mientras que otra a su lado goza de vida exuberante y vive felizmente sin un dolor.

Los Vril-ya consideran errónea la analogía de tal condición con las flaquezas humanas, que implica de la afirmación, de que el Supremo Ser sólo actúa por medio de leyes generales; por cuanto, hace las propias causas secundarias tan potentes que anulan la bondad esencial de la Causa Primera. Todavía peor y más ignorante es el concepto, según el cual, el Supremo Bien rechaza despreciativamente toda consideración de justicia para las miríadas de formas en las cuales Él ha infundido Su vida y suponen que la justicia es meramente para el producto hombre. Ante los ojos del divino Dispensador de Vida, no existe ni pequeño ni grande. Si admitimos que nada que sienta, que vive y sufre, por humilde que sea, puede perecer en el transcurso de las edades; que el sufrimiento, por más que dure desde el momento del nacimiento hasta el paso a otra forma del ser (lo cual, en comparación con la eternidad, es más corto que el grito del recién nacido, comparado con la vida de un hombre) y en el supuesto que tal ser viviente retiene el sentido de identidad (puesto que sin él no se daría cuenta del ser futuro) y no obstante, que el cumplimiento de la divina justicia está fuera del alcance de nuestra comprensión, hemos de suponer que tal justicia es uniforme y universal y no variable y parcial, como lo sería si actuara sólo de acuerdo con leyes generales secundarias; porque la perfecta justicia fluye, necesariamente, de la perfección del conocimiento para concebir; de la perfección en querer y de la perfección en el poder de completar lo que se quiere.

Por muy fantástica que parezca esta creencia de los Vril-ya, tiende quizás a dar solidez políticamente a los sistemas de gobierno que, admitiendo diferentes grados de riqueza, establecen perfecta igualdad en rango, exquisita suavidad en las relaciones e intercambio y benevolencia hacia todas las cosas creadas, que el bien de la comunidad no exija ser destruidas. Aunque su idea de compensación a un insecto torturado o una flor enferma, nos parezca una loca fantasía, al menos no es perjudicial y no puede dar motivo para criticar a un pueblo que, no obstante vivir en los abismos de la tierra, jamás alumbrados por un rayo del sol material, mantiene una tan luminosa concepción de la inefable bondad del Creador; una idea tan arraigada de que las leyes generales por las cuales Él actúa, no admitan ninguna injusticia o mal parcial y, por tanto, no pueden ser comprendidas sin relacionarlas con su acción sobre todo el espacio y en todo tiempo. Y puesto que, como tendré ocasión de hacer ver más adelante, las condiciones intelectuales y los sistemas sociales de esta raza subterránea comprenden y armonizan las más diversas y aparentemente antagónicas doctrinas filosóficas y especulaciones, que intermitentemente han aparecido, han sido discutidas, desechadas y han reaparecido entre los pensadores y soñadores de nuestro mundo, podemos apropiadamente sentar la siguiente conclusión con respecto a las creencias de los Vril-ya: que la vida consciente y autoconciente, una vez dada, es indestructible en las criaturas inferiores, lo mismo que en el hombre: lo cual coincide con un elocuente pasaje del eminente zoólogo, Luis Agassiz, que he leído recientemente, muchos años después de haber confiado al papel los recuerdos de mi vida con los Vril-ya, que ahora estoy ordenando. Dice Agassiz: «La relación del animal individual con los demás es de tal carácter que, desde hace tiempo debiera ser considerada como prueba suficiente de que ningún ser organizado pudo venir a la existencia por otro medio más que por a directa intervención de una mente reflexiva».

Esto es un fuerte argumento en favor de la existencia en cada animal de un principio inmaterial, similar al que, por su excelencia y dotes superiores, pone al hombre muy por encima de los animales; pero este principio existe indudablemente y ya se le llame: sentido, razón o instinto, presenta en la entera escala de los seres organizados una serie de fenómenos íntimamente enlazados. Sobre el mismo están basadas, no sólo las manifestaciones más elevadas de la mente, sino la misma permanencia de las diferencias específicas, que caracterizan a todo organismo. ¿Me será dado añadir que una futura vida, en que el hombre se viera privado de esa gran fuente de felicidad y de mejoramiento intelectual y moral resultante de la contemplación de las armonías en un mundo orgánico, representaría una lamentable pérdida? ¿Acaso no nos es dado esperar que se establezca un concierto espiritual de todos los mundos combinados y de todos sus habitantes en presencia de su Creador, como la más elevada concepción del paraíso?" («Ensayo sobre Clasificación», Sec. XVII, págs. 97-99).