En idioma de los Vril-ya la palabra Ana corresponde a nuestro plural hombres. An, al singular hombre. La palabra para mujer es Gy, que se pronuncia gui, que para formar el plural se transforma en Gy-ei, con la pronunciación más suave ji-ei. Tienen un proverbio, según el cual esta diferencia en pronunciación es simbólica, en el sentido de que el sexo femenino colectivamente, es más dúctil; pero individualmente es difícil de manejar. Las Gy-ei gozan de todos los derechos de igualdad con los hombres, a lo cual se oponen algunos filósofos de la superficie de la tierra.
Durante la infancia, las niñas desempeñan las funciones del trabajo, indistintamente con los muchachos. Como éstos, se dedican en sus primeros años, a la destrucción de animales dañinos; para esto se prefiere con frecuencia a las muchachas; por ser por naturaleza más implacables bajo la influencia del miedo o del rencor. En el intermedio entre la infancia y la edad matrimonial, se suspende la relación familiar entre los sexos, la cual se restablece al llegar la Gy a la edad de casarse, sin que esta relación llegue en ningún caso a dar lugar a lo que nosotros llamarnos faltas contra la moral. Las artes y las ocupaciones propias de un sexo están también abiertas al otro sexo; no obstante, las Gy-ei se atribuyen cierta superioridad en los estudios abstractos y místicos, para los cuales, dicen ellas, los Ana no son aptos por su embotada inteligencia, más adaptada a la rutina de las ocupaciones de índole práctica; de la misma manera que algunas mujeres de nuestro mundo se consideran entendidas en las ramas de la ciencia y de la filosofía más abstrusas, a las cuales muy pocos hombres dedicados a los negocios tienen afición, por faltarles los conocimientos y la agudeza intelectual que ellas se atribuyen.
Sea a causa de su entrenamiento en ejercicios gimnásticos, o a su organización constitucional, las Gy-ei son ordinariamente superiores a los Ana en fuerza física (elemento importante para el mantenimiento de los derechos femeninos). Son de mayor estatura, y bajo sus curvas proporcionadas se ocultan músculos y tendones tan resistentes como los del sexo opuesto. En efecto, afirman que, de acuerdo con las leyes originales de la naturaleza, las hembras deben ser mayores que los machos y apoyan este principio en la vida primaria en los insectos y de las más antiguas familias de vertebrados; como los peces, en los cuales las hembras son bastante grandes como para merendarse a los machos, si así les place. Sobre todo, las Gy-ei poseen un más pronto y concentrado dominio sobre el misterioso fluido o agente que contiene los elementos destructivos; el cual aplican con sagacidad mucho mayor, acentuada por el disimulo. De manera que no sólo se pueden defender a sí mismas contra toda agresión de los hombres, sino que pueden, en cualquier momento y ante el menor peligro, dar fin a la existencia del esposo infiel. Hay que decir, para crédito de las Gy-ei que no hay constancia, desde hace muchas edades, de que hayan abusado de esta terrible superioridad en el arte de destrucción. El último caso de esta naturaleza, ocurrido en la comunidad a que me refiero, tuvo lugar (según su cronología) unos dos mil años antes. Se cuenta que una Gy en un arrebato de celos, mató a su marido. Este acto abominable inspiró tal terror a los hombres, que éstos emigraron en masa y dejaron a las Gy-ei abandonadas a sí mismas. Parece que esto desesperó a las Gy-ei, las cuales, cayeron sobre la matadora mientras dormía (y por tanto desarmada) y la mataron y entonces juraron solemnemente renunciar para siempre al ejercicio de sus extremados poderes maritales, e inculcar la misma obligación en sus hijas. Con este espíritu conciliador, enviaron una delegación a los fugitivos consortes y persuadieron a muchos de ellos a que volvieran; pero los que volvieron, en su mayor parte, fueron los viejos. Los jóvenes, sea porque no tuvieron bastante confianza en sus esposas o porque estimaron demasiado sus propios méritos, rechazaron la invitación y se quedaron en las comunidades en donde se habían acogido y allí encontraron otras compañeras, en lo cual probablemente, no ganaron gran cosa. Pero una pérdida tan grande de juventud masculina sirvió de saludable advertencia a las Gy-ei, lo que las afirmó más en su determinación de mantener su juramento. En efecto, es creencia popular que, debido al desuso hereditario, las Gy-ei han perdido la superioridad ofensiva y defensiva que tenían sobre los Ana, de manera similar a como algunos animales inferiores, de la superficie de la tierra, han perdido muchas peculiaridades de su formación primitiva, de que la naturaleza les había dotado para su protección, las cuales han desaparecido gradualmente, o han quedado atrofiadas bajo las nuevas circunstancias. De todos modos, sería peligroso que un Ana, que tratara de inducir a una Gy a probar quién de los dos es más fuerte.
El incidente relatado fue el origen de ciertas modificaciones en las costumbres matrimoniales, con tendencia a beneficiar algo a los hombres. Ahora se unen únicamente para tres años; al término, de los cuales, uno y otro pueden pedir el divorcio y casarse de nuevo. Al término de diez años, el An tiene el derecho de tomar una segunda esposa, dejando libre a la primera para retirarse si le place. Estas reglas son en su mayor parte letra muerta; los divorcios y la poligamia son muy raros y el matrimonio parece ser ahora un estado feliz y tranquilo entre este sorprendente pueblo. La Gy, no obstante su reconocida superioridad en fuerza física y habilidad intelectual, se inclina a conceder un trato gentil por temor a la separación o a una segunda esposa; pero los Ana son esclavos de sus hábitos y, salvo en casos extremos, no son muy inclinados a cambiar lo conocido, rostros y maneras, a las que ya se han acostumbrado, por novedades dudosas.
Pero hay un privilegio que la Gy retiene con ahínco, el cual constituye quizás el motivo oculto de muchos que defienden los derechos de la mujer sobre la tierra. Las Gy-ei reclaman el derecho, usurpado por los hombres entre nosotros, de declarar su amor; en otras palabras de ser festejadora en vez de festejada. Tal fenómeno como la solterona no existe entre las Gy-ei. En efecto, muy raro es que una Gy no obtenga el An en quien haya puesto su corazón, si el afecto de éste no está puesto en otra. No obstante, por tímido, remilgado y mal dispuesto que se muestre el hombre al principio, ella, con su perseverancia, ardor y poder persuasivo, más su dominio sobre los místicos agentes de Vril, tiene hoy, gran probabilidad de conseguir que él someta su cuello al «yugo». Los argumentos en que apoyan esta inversión de tal relación entre los sexos, que la ciega tiranía de los hombres ha establecido en la superficie de la tierra, parecen convincentes y se presentan con tal franqueza, que bien merece la consideración imparcial. Dicen que, por naturaleza, la mujer es de disposición más amorosa que el hombre; que el amor ocupa una gran porción de sus pensamientos y es más esencial para su felicidad y, por tanto, ella debe ser la parte cortejante; que por otra parte el hombre es indiferente y vacilante; que a veces siente egoísta predilección por el celibato; que frecuentemente pretende no darse por entendido ante tiernas miradas y delicadas insinuaciones; que, en otras palabras, ha de ser resueltamente perseguido y capturado.
A lo anterior añaden que, si la Gy no consigue el An que ha elegido y tiene que aceptar a otro que ella no elegiría, no sólo sería menos feliz, sino que demostraría que sus cualidades emotivas están poco desarrolladas. En cambio, el An es una criatura menos perseverante y no concentra sus afectos por mucho tiempo en un mismo objeto; si no puede conseguir la Gy que él prefiere, fácilmente se conforma con otra; y finalmente, que, en el peor de los casos, con tal que sea amado y cuidado, le es menos necesario para el bienestar de su existencia el que ame con la misma intensidad que es amado; él se contenta con las comodidades y con las muchas ocupaciones intelectuales que él mismo se proporciona.
Cualquiera que sea el criterio con que se reciba este razonamiento, el sistema va bien para el hombre; pues, estando seguro de que es amado verdadera y ardientemente y que cuanto más tímido y poco dispuesto se muestre con mayor determinación será pretendido, generalmente procura hacer depender su consentimiento de ciertas condiciones que él calcula que le asegurarán una vida, si no beatífica, por lo menos tranquila.
Cada An individualmente tiene sus aficiones, su propia manera de ser, sus predilecciones; sean éstas las que quieran, exige la promesa de que serán respetadas plenamente y sin restricciones. Esto, persiguiendo su objetivo, la Gy lo promete de buena gana y como la característica de este pueblo extraordinario es una implícita veneración a la verdad, y la palabra, una vez dada, nunca es quebrantada por la más voluble de las Gy-ei, las condiciones estipuladas son religiosamente observadas. En efecto, a pesar de todos sus abstractos derechos y poderes, las Gy-ei son las esposas más amables, conciliadoras y sumisas que yo he visto aun en los hogares más felices de sobre la tierra. Es un aforismo entre ellas el que «cuando una Gy ama, se complace en obedecer».
Se observará que al hablar de la relación entre los sexos me he referido únicamente al matrimonio; porque es tal la perfección moral que ha alcanzado esta comunidad, que toda relación ilícita es imposible entre ellos.