Pasó algún tiempo antes de que, por repetidos trances, si se pueden llamar así, mi mente quedara debidamente preparada para cambiar ideas con mis huéspedes y fuera más capaz de darme cuenta de sus diferentes usos y costumbres. Hasta entonces eran demasiado extrañas y nuevas en mi experiencia para que mi razón las pudiera comprender y fuera capaz de coordinar los detalles del origen e historia de esta población subterránea, la cual formaba parte de una gran raza familiar llamada Ana.
Según las primitivas tradiciones, los progenitores más remotos de la raza habitaron en un mundo en la superficie de la tierra, sobre el mismo lugar que los descendientes entonces habitaban. Se conservaban todavía en sus archivos mitos de aquel mundo y con los mitos, leyendas, según las cuales en la bóveda de aquel mundo había luminarias que ninguna mano humana encendía. Pero tales leyendas eran consideradas por algunos comentadores como fábulas alegóricas. Según las mismas tradiciones, la tierra misma, en la época a que la tradición alcanzaba, ya no estaba realmente en su infancia, sino abocada y en los dolores de una transición de una forma a otra; sujeta a muchos y violentos cataclismos de la naturaleza.
En uno de tales cataclismos, la porción de la superficie habitada por los antepasados de esta raza sufrió inundaciones, no repentinas, sino graduales e incontrolables en las que fueron sumergidos y perecieron todos, salvo un pequeño número. No me atrevo a conjeturar, si este relato se refiere a nuestro histórico y sagrado diluvio o a alguno anterior supuesto por los geólogos; aunque comparando la cronología de aquel pueblo con la de Newton, tal diluvio debió haber ocurrido muchos miles de años antes de la época de Noé. Por otra parte, los relatos de los escritores no van de acuerdo con las opiniones más en boga entre los entendidos en geología, por cuanto aquellos sitúan la existencia de una raza humana sobre la tierra en épocas muy anteriores a la asignada a la formación terrestre, adecuada para la introducción de los mamíferos. Un grupo de la desdichada raza, invadida por la inundación, se refugió huyendo de ella en cavernas entre las más altas rocas y vagando por hondonadas cada vez más profundas perdieron de vista para siempre el mundo superior. En efecto, la entera faz de la tierra había cambiado en aquel grave cataclismo; el mar se había convertido en tierra firme y ésta en mar. En las entrañas de la tierra, aun en la época de mi relato, según me aseguraron, se encontraban restos de habitaciones humanas; no en chozas y cavernas, sino en vastas ciudades cuyas ruinas atestiguan la civilización de las razas que florecieron antes de la época de Noé, las que se han de confundir con las generaciones a las cuales la filosofía atribuye el empleo del pedernal y el desconocimiento del hierro.
Los fugitivos llevaron con ellos el conocimiento de las artes que habían practicado sobre tierra; artes de cultura y civilización. Su primera necesidad debió ser la manera de proporcionarse bajo tierra la luz que habían perdido arriba. Al parecer nunca, ni en sus primeros tiempos, la raza a que pertenecía la tribu con la que yo vivía, había ignorado el arte de obtener luz de gases, manganeso o petróleo. Estaban acostumbrados en su estado anterior a luchar con las rudas fuerzas de la naturaleza. En efecto, la continuada batalla con su conquistador, el océano, que había tardado siglos en extenderse, había aguzado su ingenio para encauzar las aguas en diques y canales. A esta habilidad debían su conservación en la nueva residencia. «Durante muchas generaciones» —me decía mi huésped, con una especie de menosprecio mezclado con horror— «nuestros primitivos antepasados tuvieron, según se dice, que degradar su rango y acortar sus vidas comiendo carne de animales, muchos de los cuales, como ellos mismos, escaparon del diluvio y se guarecieron en las cavernas de la tierra. Otros animales que se supone eran desconocidos en el mundo de arriba, habitaban estas mismas cavernas».
Cuando lo que podríamos llamar la época histórica emergió del crepúsculo de la tradición, la raza Ana se había ya establecido en diferentes comunidades y había alcanzado un grado de civilización muy análogo al que hoy disfrutan las naciones más avanzadas de sobre la tierra. Conocían la mayoría de nuestros inventos mecánicos, incluso la aplicación del vapor y del gas. Las comunidades mantenían fiera competencia entre ellas: tenían sus ricos y sus pobres; sus oradores y conquistadores y guerreaban sea por un dominio o por una idea. Aunque diversos estados reconocían varias formas de gobierno, empezaban a preponderar las instituciones liberales; el poder e influencia de las asambleas populares crecía; las repúblicas pronto se generalizaron; la democracia, a la que los políticos europeos más inteligentes aspiran como meta final del progreso político. Este sistema aún prevalecía en la época de mi relato en algunas razas subterráneas, consideradas con desprecio como bárbaras, por la más avanzada comunidad de los Ana (a la que pertenecía la familia con la cual yo vivía) pero se la consideraba como uno de los más crudos e ignorantes experimentos de la infancia de la ciencia política. Era la época del odio y de la envidia, de fieras pasiones, de cambios sociales constantes, más o menos violentos, de lucha de clases, de guerra entre estado y estado. Esta fase de la sociedad no obstante, duró algunas edades y terminó finalmente, a lo menos entre las poblaciones más nobles y más intelectuales, gracias al gradual descubrimiento de las potencias latentes, almacenadas en el omnicompenetrante fluido que ellos denominaron Vril.
Según las explicaciones que me daba Zee, la cual como erudita profesora del Colegio de Sabios, había estudiado tales cuestiones más diligentemente que los demás miembros de la familia de mi huésped, tal fluido es susceptible de ser obtenido de toda clase de materia, animada o inanimada, y convertido en un poderoso agente. Puede destruir como el rayo; en cambio, aplicado diferentemente, puede restablecer y vigorizar la vida, curar y preservar. Se valen del mismo para curar las enfermedades o, mejor dicho, para ayudar al organismo físico a restablecer el equilibrio de sus poderes naturales y, por consiguiente, a curarse por sí mismo. Por medio del mismo agente atraviesan las sustancias más sólidas y abren valles al cultivo a través de las formaciones rocosas de su subterránea inmensidad. Del mismo extraen la luz que les proporcionan sus lámparas, la que es más fija, suave y saludable que la obtenida de las sustancias inflamables que utilizaban antiguamente.
Pero los efectos de este descubrimiento de los medios para dirigir la fuerza terrible de Vril se dejaron sentir más particularmente en las relaciones político-sociales. A medida que tales efectos fueron conocidos y hábilmente dirigidos, la guerra entre los conocedores de Vril cesó; por la sencilla razón de que desarrollaron el arte de destrucción a tal grado de perfeccionamiento que anularon toda superioridad en número, disciplina y estrategia militar. El fuego, concentrado en el hueco de una varilla manejada por la mano de un niño, era capaz de abatir la más resistente fortaleza y abrir su camino incendiario desde la vanguardia a la retaguardia de los ejércitos. Si un ejército se enfrentaba con otro y ambos dominaban tal agente no podía ocurrir otra cosa que la aniquilación mutua. Por tanto, los días de guerra habían pasado. El hombre estaba tan a merced del hombre (puesto que si querían, se podían destruir en un instante) que desapareció toda noción de gobierno por la fuerza, y se anularon todos los sistemas políticos y formas de ley. Sólo por la fuerza se pueden mantener unidas vastas comunidades dispersas en grandes extensiones del espacio; pero con tal agente ya no existía la necesidad de luchar por la propia conservación; ni había necesidad de engrandecerse para que un estado pudiese predominar sobre otro.
Los descubridores de Vril, por tanto, en el transcurso de varias generaciones, se dividieron pacíficamente en comunidades de población moderada. La tribu, en la que yo había caído, estaba limitada a 12.000 familias. Cada tribu ocupaba una extensión de territorio suficiente para satisfacer todas sus necesidades. A determinados períodos, la población sobrante se separaba para formar otras tribus. Aparentemente no había necesidad de selección alguna de los emigrantes, porque había siempre voluntarios en número suficiente para marchar.
Estos estados subdivididos pertenecían todos a una vasta familia general. Hablaban el mismo idioma, aunque tenían dialectos ligeramente diferentes. Se casaban entre sí; conservaban las mismas leyes y costumbres generales. El conocimiento de la energía «Vril» constituía un vínculo muy fuerte entre aquellas comunidades. La palabra A-Vril era sinónimo de civilización y Vril-ya significaba «Naciones civilizadas», nombre común por el cual las comunidades que utilizaban tal agente se distinguían de las que estaban todavía en estado de barbarie.
El gobierno de la tribu Vril-ya que nos ocupa era aparentemente muy complicado; pero en realidad era muy sencillo. Estaba basado en el principio, admitido en teoría, aunque poco practicado, sobre la tierra, de que el objeto de todos los sistemas de pensamiento filosófico tienden a alcanzar la unidad, o el ascenso a través de todos los laberintos intermedios hacia la simplicidad de una única causa primera o principio. Así, en política, hasta los escritores republicanos coinciden en que una benevolente autocracia aseguraría la mejor administración, si ofreciera suficientes garantías de continuidad o contra el gradual abuso de los poderes a ella acordados.
En consecuencia, la comunidad a que nos referimos elegía un único Supremo Magistrado, al que titulaban Tur. Nominalmente el cargo era vitalicio; pero rara vez se podía inducir a quien lo ocupaba a retenerlo una vez llegado al principio de su vejez. Verdaderamente, nada había en aquella sociedad que hiciera que sus miembros ambicionaran la retención del cargo. No había honores, ni distintivos de alto rango inherente al mismo. El Supremo Magistrado no se distinguía de los demás ni por su residencia ni por sus emolumentos. Por otra parte los deberes que sobre él pesaban eran maravillosamente ligeros y fáciles; pues que no demandaban un grado preponderante de energía o inteligencia. No habiendo temores de guerra no había que mantener ejércitos; no existiendo un gobierno de fuerza, no había fuerzas de policía que nombrar ni dirigir. Lo que llamamos crimen era algo desconocido entre los Vril-ya y no había cortes de justicia criminal. Los raros casos de diferencias civiles eran zanjados por el arbitraje de amigos elegidos por las partes, o decididos por el Consejo de Sabios, que describiré más adelante. No existían los abogados profesionales; pues, en realidad, las leyes eran convenios amigables, puesto que no existía ningún poder capaz de aplicar la ley a un ofensor que llevaba en su varilla el poder para destruir a sus jueces.
Existían costumbres y reglas al cumplimiento de las cuales la gente se había tácitamente habituado, en el transcurso de varias edades y si en algún caso algún individuo encontraba dificultad en cumplirlas, abandonaba la comunidad y se iba a otra parte. De hecho, existía en aquel estado apacible un conjunto muy similar al de nuestras familias privadas, en el que virtualmente decimos a los miembros adultos independientes que recibimos y entretenemos: «Quédate o vete, según que nuestros hábitos y reglas te gusten o desagraden». Pero, aunque no había leyes como las nuestras, ninguna raza sobre la tierra es tan respetuosa de la ley como lo era aquélla. La obediencia a la regla adoptada por la comunidad se había hecho instintiva en ellos, como si fuera implantada por la naturaleza. En cada hogar el jefe del mismo establecía reglas para su dirección, que no eran resistidas ni discutidas por quienes pertenecían a la misma. Tenían un proverbio, el significado del cual se pierde en gran parte al parafrasearlo; decía: «No existe felicidad sin orden, no existe orden sin autoridad; no hay autoridad sin unidad».
La dulzura de todo gobierno, civil o doméstico, entre ellos se pone de manifiesto en las expresiones idiomáticas que tenían para tales términos como «ilegal» o «prohibido». Decían: «Se pide no hacer tal o cual cosa». La pobreza entre los Ana era tan desconocida como el crimen. No es que la propiedad fuera en común o que todos fueran iguales en la extensión de sus posesiones o en las dimensiones y lujo de sus moradas; sino que, como no existía diferencia en rango o posición entre los grados de riqueza o en la elección de las ocupaciones, cada uno seguía sus propias inclinaciones sin despertar envidias o rivalidades. Unos gustan de una vida modesta, otros una más espléndida, cada cual es feliz a su manera. Debido a esta ausencia de rivalidades y el límite puesto a la población era difícil que una familia cayera en la miseria. No había especulaciones arriesgadas, ni competidores que ambicionaran mayor riqueza o más alto rango. Sin duda alguna, en cada asentamiento todos recibían originalmente la misma porción de tierra; pero algunos, más aventureros que otros, habían extendido sus posesiones a la selva lindera o habían mejorado sus campos para darles más fertilidad, o emprendieron el comercio o la industria. Así, necesariamente, unos se habían hecho más ricos que otros, pero ninguno había llegado a ser absolutamente pobre o a faltarle nada de lo que pudiera desear, según sus gustos. Si tal caso llegaba podían siempre emigrar o, en el peor de los casos, solicitar sin desdoro y en la seguridad de obtenerla, la ayuda de los ricos; porque todos los componentes de la comunidad se consideraban como hermanos de una afectuosa y unida familia. Volveré a ocuparme incidentalmente de este tema a medida que avance en mi narración.
El principal deber del Supremo Magistrado consistía en mantenerse en relación con ciertos organismos encargados de la administración de detalles especiales. El más importante y esencial de tales detalles era el relacionado con la provisión de luz. De este departamento, mi huésped, Aph-Lin, era el jefe. Otro departamento, que podríamos llamar de Relaciones Exteriores, se relacionaba con los diversos estados vecinos; mayormente para enterarse de todos los nuevos inventos; otro departamento estaba dedicado a tales nuevos inventos y a los perfeccionamientos de la maquinaria sometida a prueba.
Dependiente del departamento últimamente nombrado estaba el Colegio de Sabios, cuyos miembros eran principalmente los Ana viudos y sin hijos o las muchachas solteras; de éstas Zee era una de las más activas y, si entre aquella gente se reconocía lo que llamamos distinción o renombre (reconocimiento que como veremos más adelante no existía), Zee era una de las más renombradas y distinguidas. Eran las mujeres Profesoras de este Colegio las que estudiaban las materias de menos aplicación a la vida práctica, tales como: filosofía puramente especulativa, historia de tiempos remotos; y ciencias tales como: entomología, conquiliología, etc. Zee, cuya mente activa como la de Aristóteles, con la misma facilidad abarcaba los más amplios temas y los más minuciosos detalles, había escrito dos volúmenes sobre un insecto que se aloja entre la pelusa de las garras del tigre; obra considerada de gran autoridad sobre el tema. Pero las investigaciones de los sabios no se limitan a estudios tan sutiles y abstrusos. Comprenden otros más importantes, especialmente las propiedades del Vril, a la percepción del cual la más fina organización de los Profesores femeninos es eminentemente sensible. De este Colegio escoge el Tur, o Supremo Magistrado, los Consejeros, limitados a tres, en los raros casos en que la novedad de un acontecimiento o circunstancia dificulta su propio juicio.
Existen otros departamentos, de menor importancia; pero todos son llevados con tanto sigilo y quietud que desaparece toda evidencia de gobierno; y el orden social es tan regular y sin incidencias como si fuese una ley de la naturaleza. La maquinaria se emplea en medida inconcebible en todas las operaciones del trabajo, dentro y fuera de los edificios y la mejora y rendimiento de los mecanismos es el principal e incesante cometido de la administración. No existe la clase de jornaleros o sirvientes, sino que los necesarios para ayudar a manejar la maquinaria se escogen entre los jóvenes y niños, desde que dejan el cuidado materno hasta la edad matrimonial, que es a los dieciséis años para las Gy-ei (mujeres) y de veinte para los Ana (hombres). Estos jóvenes están organizados en grupos y secciones, bajo sus propios jefes. Cada uno sigue sus propias inclinaciones, o aquello para lo que se siente mejor adaptado. Algunos se inclinan a las artes manuales, otros a la agricultura, otros a las labores domésticas y algunos a los únicos servicios peligrosos a fin de proteger a la población de los riesgos a que está expuesta. Los únicos peligros que amenazan a la tribu son: en primer lugar los temblores ocasionales de la tierra, para prevenir y resguardarse de los cuales emplean la para lo cual máxima ingenuidad; las erupciones de fuego y agua; las tormentas de vientos subterráneos y escape de gases. En los confines del dominio y en todos los lugares susceptibles de que se produzcan tales peligros tienen guardas que se pueden comunicar telegráficamente con el local en que constantemente se encuentran sabios de guardia, éstos se turnan. Los citados guardias se eligen entre los jóvenes de mayor edad, próximos a la pubertad, elección que se basa en el principio de que a tal edad la observación es más aguda y las fuerzas están más alerta que en ninguna otra.
El segundo servicio peligroso, menos grave, es la destrucción de todas las criaturas peligrosas para la vida, o la cultura y hasta la comodidad de la raza Ana. De estas la más formidable son los inmensos reptiles, de los cuales se conservan reliquias antediluvianas en nuestros museos, y ciertas especies aladas gigantescas, mitad ave y mitad reptil. Estos, junto con los animales salvajes menores, equivalentes a nuestros tigres o serpientes venenosas, son cazados y destruidos por los más jóvenes; pues según los Ana, para tal empresa se requiere no tener piedad y los muchachos cuanto más jóvenes más sin piedad destruyen.
Hay otra clase de animales para cuya destrucción hay que aplicar cierto discernimiento y para lo cual se eligen los muchachos de edad intermedia. Son los animales que no amenazan la vida del hombre, pero que destruyen el producto de su trabajo; variedades del alce o ciervo y de un animal más pequeño muy parecido a nuestro conejo, aunque infinitamente más destructivo de las cosechas y más sagaz en sus depredaciones. El primer deber de los niños, elegidos en este caso, es procurar domesticar a los más inteligentes de tales animales, enseñándoles a respetar los límites marcados, de la misma manera que se enseña a los perros a respetar la despensa o a cuidar la propiedad de su amo. Únicamente se destruye a los animales de esta clase que resultan indomables. Nunca se matan animales para alimento o por sport; pero tampoco se salva a los que sean indomables o peligrosos para los Ana. Simultáneamente con estos servicios y tareas físicos va la educación mental de los muchachos, hasta el término de la edad juvenil. Es costumbre general que después sigan un curso de instrucción en el Colegio de Sabios; en el cual, además de los estudios más generales, el pupilo recibe lecciones especiales, según la vocación o dirección de su intelecto, que él mismo elige. Algunos, no obstante, prefieren invertir este período de prueba, viajando, y emigran o se establecen enseguida en el campo o en el comercio. No se ponen restricciones a las inclinaciones individuales.