Se me asignó una habitación en aquel vasto edificio. Estaba bella y fantásticamente dispuesta; pero sin la esplendorosa obra de metal y piedras preciosas que había en los salones públicos. Las paredes estaban, cubiertas con variedad de colgaduras hechas de tallos y fibras de plantas y el pavimento estaba cubierto por alfombras del mismo material.
La cama carecía de cortinas, los soportes de hierro descansaban sobre bolas de cristal; la ropa de cama era de un material delgado blanco parecido al algodón. Había además diversos estantes y repisas conteniendo libros. En un compartimiento cubierto con una cortina había una pajarera llena de aves canoras, entre las cuales no pude reconocer ninguna que se pareciera a las vistas en nuestra tierra, excepto una hermosa variedad de paloma, aunque se distinguía de las nuestras por una alta cresta de plumas azuladas. Todas estas aves habían sido amaestradas para que cantaran en artístico tono que excedía grandemente al de nuestros mirlos, los cuales rara vez pueden cantar en concierto. Uno se creía transportado a la ópera, al escuchar las voces de mi pajarera. Había dúos, tríos, cuartetos y coros, todo combinado como en una partitura. ¿Quería yo hacer callar a mis pájaros? No tenía más que correr la cortina y su canto cesaba al quedar en la oscuridad.
Otra abertura formaba la ventana, sin vidrios; pero tocando un resorte ascendía del suelo una especie de persiana, hecha de una sustancia menos transparente que el vidrio, pero lo bastante traslúcido para permitir una vista amortiguada del exterior. El ventanal daba salida a una amplia terraza; mejor dicho, un jardín colgante, en el que crecían esbeltas plantas de brillantes flores. La habitación y sus enseres tenían así un carácter que aunque extraño en detalle, era familiar en conjunto a la moderna noción de lujo y hubiera causado admiración de haberse encontrado en alguna casa aristocrática inglesa o del autor francés de moda. Antes de mi llegada, esta era la habitación de Zee, quien hospitalaria la había cedido para mí.
Algunas horas después de haber despertado, según expliqué en el capítulo precedente, me encontraba tendido en mi cama tratando de coordinar mis ideas y haciendo conjeturas acerca de la naturaleza y género de la gente entre la que me encontraba, cuando mi huésped y su hija Zee entraron. Mi huésped hablando en mi idioma nativo, me preguntó con mucha cortesía si me sería agradable conversar o prefería estar solo. Le contesté que me consideraba muy honrado y agradecía la oportunidad que me proporcionaba para expresarle mi gratitud por la hospitalidad y atenciones de que se me hacía objeto en un país en el que yo era un extraño, como también para aprender algo de sus costumbres y maneras a fin de no ofender a causa de mi ignorancia.
Al hablar, me levanté naturalmente de la cama; pero Zee, con gran confusión de mi parte, me ordenó que me tendiera de nuevo; percibí algo en su voz y mirada gentil que me impuso obediencia. Ella se sentó sin ceremonia al pie de mi cama mientras su padre se acomodaba en un diván a pocos pasos de nosotros.
«¿Pero de qué parte del mundo viene usted», me preguntó el padre, «que aparezcamos tan extraños a usted y usted a nosotros? He visto tipos individuales de casi todas las razas, diferentes de la nuestra, excepto las más primitivas que habitan en remotos rincones sin cultivar. Estas no conocen otra luz que la que emana de fuegos volcánicos y se contentan con vivir casi a oscuras como muchos seres que se arrastran, gatean y hasta vuelan. Pero usted ciertamente no puede pertenecer a esas tribus bárbaras; aunque por otra parte no parece que pertenezca a ningún pueblo civilizado».
Me lastimó un poco su última observación y le repliqué que tenía el honor de pertenecer a una nación considerada una de las más civilizadas de la tierra y que en cuanto se refería a la luz, aunque admiraba la ingenuidad y esplendidez con que mi huésped y sus conciudadanos habían conseguido iluminar las regiones en que la luz del sol no podía penetrar, no alcanzaba yo a concebir que quien había contemplado los cuerpos celestes pudiera comparar su brillo con las luces artificiales, inventadas por las necesidades del hombre. Pero mi interlocutor insistió en que había visto tipos de casi todas las razas diferentes de la suya, salvo los atrasados bárbaros que había mencionado. Ahora bien, ¿era posible que jamás hubiera estado en la superficie de la tierra y se refiriese únicamente a comunidades enterradas en las entrañas de la misma?
Mi huésped guardó unos momentos de silencio. Su semblante expresó alguna sorpresa, cosa que rara vez manifiestan los de su raza bajo ninguna circunstancia por extraordinaria que sea. Pero Zee era más inteligente y exclamó: 'Ve usted, padre mío, como es verdad la antigua tradición. Hay siempre algo de verdad en toda tradición comúnmente mantenida en todo tiempo por todas las tribus."
«Zee», dijo mi huésped dulcemente, «tú perteneces al Colegio de Sabios y debes ser más inteligente que yo; pero como Jefe del Consejo Conservador de la Luz, mi deber es no dar nada por admitido hasta que lo compruebe con la evidencia de mis propios sentidos». En esto volviéndose hacia mí, me hizo preguntas acerca de la superficie de la tierra y de los cuerpos celestiales; a las que contesté lo mejor que mis conocimientos me permitieron; pero mis contestaciones no parecían satisfacerle ni convencerle. Movió la cabeza en silencio y cambiando el tema casi bruscamente, me preguntó cómo había bajado y pasado de un mundo a otro.
Le expliqué que bajo la superficie de la tierra había minas que contenían minerales, o metales, esenciales para satisfacer nuestras necesidades y para el progreso de nuestras industrias y artes; luego le expliqué brevemente la manera como explorando una de estas minas, mi desgraciado amigo y yo habíamos vislumbrado algo de las regiones a las que habíamos descendido y cómo al bajar mi amigo había perdido la vida. Mencioné la soga y los garfios que el muchacho había traído a la casa en la que fui primeramente recibido, en testimonio de la verdad de cuanto había relatado.
Mi huésped continuó haciéndome preguntas sobre las costumbres y manera de vivir de las razas que habitan la superficie de la tierra; especialmente las consideradas más avanzadas. Él definía la civilización como el «arte de difundir en una comunidad la serena felicidad que corresponde a un hogar virtuoso y bien ordenado». Naturalmente procuré presentar al mundo, del que venía, con los más favorables colores y me referí ligera, aunque indulgentemente, a las anticuadas instituciones europeas, con idea de contrastarlas con la presente grandeza y futuro predominio de la gloriosa República norteamericana a la cual Europa envidiosamente trata de emular presintiendo su ruina.
Como ejemplo de la vida social de los Estados Unidos, escogí la ciudad en la cual el progreso avanza con la mayor rapidez y me entretuve en una animada descripción de las costumbres de Nueva York. Me sentí mortificado al ver en los rostros de mis oyentes que no les causaba la favorable impresión que yo esperaba, y elevé mi tema, tratando de las excelencias de las instituciones democráticas, como promotoras de sereno bienestar, por mediación del partido que gobierna, y la manera como tal bienestar se difunde por toda la comunidad, la cual elige para el ejercicio del poder a los ciudadanos más probos, de mayor cultura y buen carácter.
Afortunadamente recordé en aquellos momentos la peroración, sobre los efectos purificadores de la democracia americana, destinada a difundirse por todo el mundo, de cierto elocuente orador (por cuyo voto la compañía ferroviaria a la cual dos de mis hermanos pertenecían, acababa de pagar 20.000 dólares), terminé repitiendo las entusiastas predicciones sobre porvenir magnífico que la humanidad tenía ante sí, una vez que la bandera de la libertad ondeara en todo el continente y que doscientos millones de ciudadanos inteligentes, acostumbrados desde su infancia a la diaria manipulación de los revólveres, aplicara a un universo acobardado la doctrina del patriota Monroe.
Al concluir, mi huésped movió ligeramente su cabeza y adoptó una actitud meditativa, haciéndonos una señal a su hija y a mí para que calláramos mientras él reflexionaba. Después de un rato, dijo con tono serio y solemne: «Si usted cree, como dice, que aunque extranjero ha recibido atenciones de mi parte y de los míos, le recomiendo que nada revele a los demás respecto al mundo de donde usted viene, a no ser que yo le dé permiso para ello. ¿Consiente usted en lo que le pido?».
«Ciertamente, le doy mi palabra», dije algo sorprendido y tendí mi mano para tornar la suya; pero él colocó mi mano suavemente en su frente y su mano derecha en mi pecho, que es la costumbre de esta raza para sellar todas las promesas u obligaciones verbales. Entonces volviéndose a su hija, le dijo: «Y tú, Zee, no repetirás nada de lo que el extranjero ha dicho, o diga, de otro mundo que no sea el nuestro». Zee se levantó y, besando a su padre en las sienes, dijo con una sonrisa:
«La lengua de una Gy es suelta, pero el amor la sujeta fuertemente. Pero, padre mío, si temes por un momento que una palabra mía o tuya puede poner en peligro a nuestra comunidad a causa del deseo de explorar el mundo más allá, ¿no bastaría una oleada de Vril, adecuadamente dirigida, para borrar de nuestro cerebro hasta el recuerdo de lo que hemos oído decir al extranjero?
«¿Qué es Vril?», pregunté.
A esta pregunta, Zee entró en explicaciones, de las que entendí muy poco; porque no existe palabra alguna en ningún idioma, de los que yo conozco, que sea sinónimo exacto de la palabra Vril. La llamaré electricidad; pero abarca en sus múltiples ramificaciones otras fuerzas de la naturaleza, a las cuales en nuestra nomenclatura científica se da otros nombres, tales como: magnetismo, galvanismo, etc. Aquella gente creía que en el Vril habían alcanzado a la unidad de las energías naturales, conjeturada por muchos de nuestros filósofos y de la que Faraday habla, bajo el más cauteloso término de correlación:
«Por largo tiempo he mantenido la opinión», dice el ilustre experimentador, «que casi es una convicción, en común, según creo, con muchos otros amantes de los conocimientos naturales, que las varias formas, bajo las cuales se manifiestan las fuerzas de la materia, tienen un origen común; o, en otras palabras, están tan directamente relacionadas y en mutua dependencia que son convertibles, por así decirlo, una en otra y poseen equivalencias de poder en su acción».
Estos filósofos subterráneos afirman que, mediante una operación del Vril, al que Faraday quizás llamaría: «magnetismo atmosférico», pueden ellos influenciar las variaciones de temperatura; en otras palabras, el clima; que con otras operaciones, por el estilo de las atribuidas al mesmerismo, fuerzas electro-biológicas, fuerza ódica, etc., pero aplicadas científicamente mediante conductores de Vril, pueden influenciar nuestras mentes y los cuerpos animales y vegetales, a un grado no sobrepujado por los relatos de nuestros místicos. A la combinación de todos estos agentes le dan el nombre común de Vril.