Según supe después, permanecí en aquel estado durante muchos días, mejor dicho semanas, según nosotros computamos el tiempo. Al volver en mí me encontré en un cuarto desconocido y mi huésped y toda la familia me rodeaban. Con indecible sorpresa para mí, la hija de mi huésped me habló en mi propio idioma, con sólo un ligero acento extranjero.
—¿Cómo se encuentra usted? —preguntó.
Pasaron algunos momentos antes de que pudiese sobreponerme a mi sorpresa, lo suficiente para balbucear: «¿Usted conoce mi idioma? ¿Cómo? ¿Quién y qué es usted?».
Mi huésped sonrió e hizo una señal a uno de sus hijos, quien tomó de sobre la mesa varias delgadas hojas metálicas y me las mostró. En ellas había trazadas diversas figuras: una casa, un árbol, un pájaro, un hombre, etc.
En aquellos dibujos reconocí mi propio estilo. Bajo cada figura había escrito el nombre en mi idioma y escritura, y, debajo, con otra escritura, una palabra para mí desconocida.
Me dijo mi huésped: «Así hemos empezado; mi hija Zee, que pertenece al Colegio de Sabios, ha sido su institutriz y la nuestra también».
Zee entonces puso ante mí otras hojas de metal en las que había escritas con mi escritura, primero palabras y después frases. Bajo cada palabra y cada frase había extraños caracteres de otra mano. Concentrando mis sentidos comprendí que de aquella manera habían formado un rudo diccionario. ¿Lo hicieron mientras yo soñaba? «Eso basta, por hoy», dijo Zee con tono imperativo. «Descanse y tome alimento».