Una voz me habló con tono sereno, dulce y armonioso; en un lenguaje del que no pude entender ni una palabra; pero sirvió para disipar mi terror. Descubrí mi cara y levanté la vista. Aquel ser (no me atrevía a considerarlo hombre) me miraba con ojos que parecían leer en lo más hondo de mi corazón. Entonces, aplicó su mano izquierda sobre mi frente, y con la varilla que llevaba en la derecha tocó gentilmente mi hombro. El efecto de este doble contacto fue mágico.
En lugar de mi anterior miedo, experimenté una sensación de contento, de alegría, de confianza en mí mismo y en las cosas que me rodeaban. Me levanté y hablé en mi propia lengua. El desconocido me escuchó con aparente atención, pero había cierta expresión de sorpresa en sus miradas, y movió la cabeza como para dar a entender que no me comprendía. Después, me tomó de la mano y me condujo en silencio al edificio. La entrada era abierta, pues en realidad no había puerta alguna. Entramos en un inmenso hall, alumbrado por el mismo sistema que el exterior; pero se difundía por el aire un exquisito perfume. El pavimento era de mosaico, formado por bloques de metales preciosos, y en parte cubierto por una especie de esteras. Una suave melodía se dejaba oír por todos los ámbitos del hall, tan natural allí como el murmullo del agua, en un paisaje montañoso, o el gorjeo de los pájaros en las arboledas.
Una figura de traje similar aunque más sencillo que el de mi guía, estaba inmóvil cerca del dintel de la puerta. Mi guía lo tocó dos veces con su varilla, la figura se puso rápidamente en movimiento y se deslizó por el pavimento. Al fijarme, me di cuenta que no tenía vida, sino que era un autómata mecánico.
Haría dos minutos que había desaparecido, por una abertura sin puerta, medio cubierta por cortinas, situada al otro extremo del hall, cuando salió por la misma un muchacho de unos doce años, de facciones tan parecidas a las de mi guía, que me parecieron evidentemente padre e hijo. Al verme, el muchacho dio un grito y levantó en actitud amenazadora una varita parecida a la que llevaba mi conductor; pero a una palabra de éste la bajó.
Hablaron los dos durante unos momentos, examinándome mientras hablaban. El muchacho tocó mis vestidos y acarició mi rostro con evidente curiosidad, emitiendo un sonido como la risa; pero su hilaridad era más comedida que el regocijo expresado por nuestra risa. De pronto descendió una plataforma, construida como los ascensores de nuestros grandes hoteles y almacenes para subir a los pisos superiores.
Mi guía y el muchacho montaron en la plataforma y me indicaron hiciese lo mismo, como así hice. El ascenso fue rápido y seguro y nos encontramos en medio de un corredor con portales a cada lado. Por uno de éstos fui conducido a una habitación amueblada con esplendor oriental; las paredes estaban cubiertas de mosaicos, formados con espatos, metales y piedras preciosas sin tallar; abundaban los divanes y cojines; unas aberturas a modo de ventanas, que arrancaban del suelo, pero sin cristales, daban luz a la habitación y establecían comunicación con unas espaciosas terrazas que permitían contemplar el paisaje iluminado de los alrededores. En jaulas colgadas del techo, veíanse pájaros de extraña forma y de brillante plumaje, los que, a nuestra entrada, entonaron a coro un canto modulado al estilo de nuestros mirlos. Un delicioso perfume, procedente de pebeteros de oro, delicadamente esculpidos, llenaba el aposento.
Varios autómatas, parecidos al que antes había visto, permanecían de pie, mudos e inmóviles, apoyados en la pared. El desconocido me hizo sentar cerca de él en un diván y me habló de nuevo y también yo hablé; pero sin lograr entendernos uno a otro.
Empecé, entonces, a sentir más agudamente los efectos del golpe recibido al caerme encima los fragmentos de roca. Me vino como un desmayo, acompañado de punzantes y muy agudos dolores en la cabeza y en el cuello. Me dejé caer en el respaldo del asiento, haciendo vanos esfuerzos para ahogar un gemido. Al verme así, el muchacho, que hasta entonces parecía mirarme con desconfianza y antipatía, se arrodilló a mi lado para sostenerme, tomó una de mis manos entre las suyas, acercó sus labios a mi frente y alentó suavemente sobre ésta. A los pocos momentos, el dolor había cesado; me sobrevino un dulce y tranquilo sopor y quedé dormido.
No sé cuanto tiempo permanecí en tal estado; sólo sé que, al despertar, me sentí perfectamente restablecido. Al abrir los ojos me vi rodeado de formas silenciosas, sentadas a mi alrededor con la gravedad y quietud de orientales; todas eran parecidas a la del primer individuo con quien me encontré; iguales alas les envolvían; vestían las mismas prendas, tenían los mismos rostros de esfinge, de ojos profundos y de color rojizo; sobre todo, era el mismo tipo de raza; tipo humano, pero de aspecto más robusto y de mejor presencia, la cual inspiraba un indecible sentimiento de terror. Sin embargo, el semblante era dulce y tranquilo y hasta bondadoso en su expresión. Por extraño que sea, me parecía que en esta misma calma y benignidad estaba el secreto del terror, que su presencia inspiraba. Sus rostros estaban exentos de las líneas y sombras, con que los cuidados y las tristezas marcan los rostros de los hombres; parecían más bien rostros de dioses esculpidos; algo así como aparece, a los ojos de un cristiano doliente, la serena frente de los muertos.
Sentí en mi hombro el contacto tibio de una mano; era la del muchacho. En sus ojos se reflejaban piedad y ternura; pero como la que concedemos a algún pájaro o mariposa que sufren. Me encogí ante tal contacto y ante tal mirada; me causaban la vaga impresión de que, aquel muchacho podía, si quisiera, matarme, con la misma facilidad que un hombre puede matar a un pájaro o a una mariposa. El muchacho pareció dolerse de mi repugnancia; se separó de mí y se retiró al lado de una de las ventanas. Los otros continuaban conversando en voz baja; por sus miradas hacia mí, me di cuenta de que yo era el objeto de su conversación. Uno de ellos, en particular, parecía empeñado en convencer, al que me había encontrado, sobre alguna proposición que me afectaba; el último, me pareció, por sus gestos, a punto de consentir, cuando, de pronto, el muchacho dejó su lugar cerca de la ventana y se interpuso entre los otros y yo, como para protegerme y habló con palabra viva y enérgica. Por intuición o instinto, me di cuenta de que el muchacho, a quien tanto temía antes, estaba abogando en mi favor. Aún no había terminado el muchacho de hablar, cuando otro desconocido entró en la habitación. Aparentemente era de mayor edad que los otros, aunque no era viejo. Su aspecto, menos sereno que el de los demás daba la sensación de humanidad más en consonancia con la mía. El recién llegado escuchó quietamente lo que le decían; primero mi guía, luego los del grupo y finalmente el muchacho; después se dirigió a mí, no con palabras, sino por signos y gestos. Creí entenderlo perfectamente y no me equivoqué. Comprendí que me preguntaba de dónde había venido. Extendí mi brazo y señalé hacia el camino que había seguido, desde el precipicio de rocas; entonces se me ocurrió una idea. Eché mano a mi libreta de notas y en una de las hojas hice un croquis del borde de la roca, de la soga y yo colgado de ella; luego delineé las rocas cavernosas de abajo, la cabeza del reptil y la forma sin vida de mi amigo. Di este jeroglífico a mi interrogador, quien, después de examinarlo gravemente, lo pasó a su vecino y así recorrió todo el grupo. Después de este examen, el primer ser, a quien yo había encontrado, dijo algunas palabras y el muchacho, quien se había acercado y mirado el croquis, movió la cabeza afirmativamente, dando a entender que comprendía lo que significaba. El muchacho se acercó a la ventana, abrió las alas, pegadas a su forma, las sacudió una o dos veces y se lanzó al espacio.
La sorpresa me hizo dar un salto y me precipité a la ventana. El chico estaba ya en el aire, sostenido por sus alas, las que no se movían como las de los pájaros; sino que se elevaban sobre su cabeza y parecían sostenerlo en las alturas, sin esfuerzo de su parte. El niño volaba con la rapidez del águila; observé que llevaba la dirección de la roca, en que yo había descendido, cuyos perfiles alcanzaban a divisarse a través de la brillante atmósfera. A los pocos minutos, volvía penetrando por la misma abertura, por la que había salido, dejando en el suelo la soga y los ganchos, que yo había abandonado al descender por el precipicio.
Entre los presentes se cruzaron algunas palabras; uno del grupo tocó a uno de los autómatas, el cual avanzó y se deslizó fuera de la habitación. Luego, el último, que había entrado me tomó de la mano y me condujo al corredor. Allí nos esperaba la plataforma en que habíamos subido; montamos en ella y descendimos hasta el hall. Mi nuevo compañero, siempre tomándome de la mano, me condujo del edificio a la calle (por decirlo así) que se extendía enfrente, bordeada en cada lado por edificios separados entre sí por jardines, cubiertos de brillante vegetación de colores vivos y extrañas flores. En medio de esos jardines (los cuales estaban separados por paredes bajas) o caminando por la calle, se veían muchas formas similares a las que había visto. Algunos de los transeúntes, al verme, se acercaron a mi guía; por su tono, sus miradas y gestos, evidentemente le preguntaban por mí. En pocos momentos se juntó una multitud a nuestro alrededor, que me examinaba con gran interés, como si se tratara de algún raro animal salvaje. No obstante, al satisfacer su curiosidad, mantuvieron una actitud cortés y grave y después de breves palabras de mi guía, quien me pareció que se quejaba de la obstrucción de la calle, se alejaron haciendo una solemne inclinación de cabeza y siguieron su camino, con tranquila indiferencia.
Habíamos recorrido la mitad de la calle, cuando nos detuvimos ante un edificio diferente de los que habíamos pasado hasta entonces; formaba los tres costados de un vasto patio; en los ángulos del mismo, se elevaban altas torres de forma piramidal; en el espacio abierto entre los costados, había una fuente circular de dimensiones colosales; de la cual brotaba un chorro de agua que luego descendía, en forma de lluvia deslumbrante, que a mí me pareció de fuego. Penetramos en el edificio por uno de los portales y nos encontramos en una enorme sala; en ella se veían grupos de niños, al parecer, ocupados en trabajo, como el de alguna gran fábrica. En una de las paredes, había una enorme máquina en pleno funcionamiento, con ruedas y cilindros, parecida a nuestras máquinas de vapor; con la diferencia de que estaba ricamente ornamentada con piedras y metales preciosos y emitía resplandor pálido y fosforescente de luz cambiante. Algunos de los muchachos trabajaban en algo misterioso en aquella maquinaria; otros estaban sentados ante mesas. No se me permitió detenerme bastante tiempo como para examinar en qué trabajaban. No se dejaba oír ni una sola voz de aquellos niños; ni una sola cabeza se volvió para mirarnos. Estaban quietos e indiferentes como fantasmas, entre los cuales pasan inadvertidas las formas vivientes.
Saliendo de esta sala, mi guía me llevó por una galería, ricamente pintada en recuadros, con una exótica mezcla de oro en los colores, como los cuadros de Luis Cranach. Los temas descriptos en aquellas paredes se me antojaron episodios de la raza, en medio de la cual había caído. En todos los cuadros había figuras, la mayoría como las criaturas de parecido humano como las que había visto; pero no todas con la misma vestimenta, ni todas con alas. Había también representaciones de varios animales y pájaros, completamente desconocidos para mí; los fondos reproducían paisajes y edificios. Hasta donde mis escasos conocimientos de arte pictórico me permiten opinar, aquellas pinturas me parecieron exactas en diseño, de excelente colorido y demostraban un conocimiento perfecto de la perspectiva; pero los detalles no se ajustaban en manera alguna a las reglas de composición aceptadas por nuestros artistas; pues les faltaba, por así decirlo, un centro; de manera que el efecto era vago, diseminado, confuso, desconcertante; eran como fragmentos heterogéneos de un sueño de artista.
Llegamos a una sala de dimensiones moderadas, en la que estaba reunida la que, después supe, era la familia de mi guía. Se hallaban sentados alrededor de una mesa como para almorzar. Las formas allí agrupadas eran: la esposa de mi guía, la hija y dos hijos. De inmediato reconocí la diferencia entre los dos sexos. Observé que las mujeres eran más altas y de mayores proporciones que los hombres y de líneas de contornos todavía más simétrico; pero carecían de la suavidad y expresión tímida, que dan encanto al rostro de nuestras mujeres sobre la tierra. La esposa no llevaba alas; las de la hija eran más largas que las de los hombres.
Mi guía dijo unas pocas palabras; al oírlas, las personas sentadas se levantaron y con la peculiar dulzura de su mirada y maneras, que había observado antes y que, en verdad, era característica común de aquella formidable raza, me saludaron a su manera; la cual consiste en llevarse la mano derecha gentilmente a la cabeza y emitir un monosílabo sibilante: ssssi…, cuyo significado es: ¡Bienvenido!
La dueña de casa me indicó un asiento a su lado y me sirvió, en un plato de oro, viandas de una de las fuentes. Al probarlas, no obstante ser viandas desconocidas para mí, quedé maravillado, más de la delicadeza y exquisitez del sabor de las mismas, que de su raro aroma. Mis compañeros, entretanto conversaban quietamente entre sí; por lo que pude ver, evitaban cortésmente toda referencia directa a mí y todo escrutinio de mi apariencia. No obstante, yo era la primera criatura, de la variedad de la raza humana, a que pertenezco, que ellos habían visto; por lo tanto, me consideraban como el fenómeno más curioso y anormal. Toda rudeza es desconocida para aquella gente; a los niños, desde su primera infancia, se les enseña a desdeñar toda demostración emotiva vehemente.
Terminada la comida, mi guía me tomó nuevamente de la mano y volviendo a la galería, tocó una plancha metálica, cubierta de extraños caracteres; la cual conjeturé sería algo así como nuestro telégrafo. Descendió una plataforma; pero, esta vez, ascendimos a mayor altura que en el edificio anterior y nos encontramos en una sala de regulares dimensiones, cuyo aspecto general tenía mucho que sugería asociaciones con un visitante del mundo superior. Adosados a las paredes había anaqueles, llenos de lo que parecía ser libros; en efecto así era; la mayoría muy pequeños, como volúmenes en miniatura, todos encuadernados en hojas delgadas de metal. Distribuidos por la sala, había varios mecanismos muy curiosos, que me parecieron modelos, como los que se encuentran en el laboratorio de cualquier mecánico profesional. En cada ángulo de la sala había parado, inmóvil como fantasma, un autómata (dispositivo mecánico, del cual se valía aquella gente para todas las labores domésticas). En una alcoba había una cama baja o diván con almohadones. Una ventana, con las cortinas de material fibroso corridas, se abría sobre una gran terraza. Mi guía salió a ella y yo le seguí. Nos encontrábamos en el piso más alto de una de las pirámides angulares; la vista, que desde allí se dominaba, era de belleza imponente y salvaje, imposible de describir. Las vastas cordilleras de rocas cortadas a pico, que formaban el fondo lejano del paisaje; los valles intermedios, cubiertos de plantas multicolores; los destellos de las aguas, muchas de cuyas corrientes parecían de llamas rosaté; la serena luz difusa que lo iluminaba todo, procedente de miríadas de lámparas, se combinaban en un conjunto que no tengo palabras con que describirlo; tan espléndido era, sin embargo, tan sombrío; tan atrayente y, a la vez, tan terrible.
Pocos momentos después, me vi interrumpido en la contemplación de tan extraños paisajes. De pronto, se difundió por el espacio una alegre música, que parecía proceder de la calle; luego apareció por los aires una forma alada; luego otra, como en persecución de la primera; luego otras y otras, hasta que me fue imposible contarlas, tan numerosa y compacta era la muchedumbre que batía el espacio. Pero ¿cómo describir la gracia fantástica de aquellas formas y de sus ondulantes movimientos? Parecían dedicados a algún deporte o entretenimiento; unas veces se reunían en escuadrones opuestos; otras se diseminaban; un grupo siguiendo al otro, remontándose, descendiendo, entremezclándose, separándose; todos los movimientos a compás de la música de abajo, como en las danzas de las Peris de la fábula.
Volví mis ojos a mi huésped con asombro febril; me atreví a tocar, con mi mano, las largas alas, plegadas sobre su pecho; al contacto, sentí como una descarga eléctrica. Me encogí temeroso; pero mi huésped sonrió y, como si quisiera cortésmente satisfacer mi curiosidad, extendió despacio sus brazos. Noté que su indumentaria, debajo de las alas, se dilataba como una vejiga que se llena de aire. Los brazos parecían deslizarse dentro de las alas; un momento después se había lanzado al espacio luminoso, quedando suspendido allí con las alas extendidas, como águila tendida al sol. Luego, cual águila que se precipita, se lanzó hacia abajo, al medio de uno de los grupos y, después de saltar de un lado a otro, se elevó de nuevo. Tras de él, se desprendieron de los demás tres formas, en una de las cuales me pareció reconocer a la hija de mi guía, siguiéndole, como los pájaros siguen uno tras de otro. Mis ojos, deslumbrados por las luces y asombrados por la multitud, dejaron de ver los giros y evoluciones de esos jugadores alados; hasta que mi huésped salió de entre aquella multitud y aterrizó a mi lado.
Lo maravilloso de todo aquello, jamás visto por mí, empezó a afectar fuertemente mis sentidos; mi mente misma empezó a desvariar.
Aunque no soy supersticioso, ni jamás había creído, hasta entonces, que el hombre pudiera ponerse en contacto corporal con los demonios, sentí el terror y la horrible excitación que, en la Edad Media, hubiera sentido un viajero en presencia de un aquelarre de brujas y trasgos. Tengo el vago recuerdo de que traté de rechazar, con vehe mentes gesticulaciones y fórmulas de exorcismo, a mi cortés e indulgente huésped; quien con amables esfuerzos trataba de calmarme y aquietarme; pues acertadamente comprendió que mi terror y agitación eran ocasionados por la diferencia de forma y movimiento, los cuales habían excitado mi maravillosa curiosidad y que el espectáculo había excitado todavía más. Me parece recordar su gentil sonrisa cuando, para calmar mi alarma, dejó caer las alas al suelo, con la idea de demostrarme que sólo eran un dispositivo mecánico. La repentina transformación no hizo más que aumentar mi horror; presa del paroxismo extremo, que se manifiesta en supremo atrevimiento, me lancé a su cuello como fiera salvaje. Al instante caí al suelo como tocado por una descarga eléctrica; las confusas imágenes que flotaron ante mi vista, hasta que quedé insensible, fueron, la forma de mi huésped, arrodillado a mi lado, con una de sus manos en mi frente y el hermoso y sereno rostro de su hija, con sus grandes ojos inescrutables, clavados fijamente en los míos.