Poco después, el entero edificio a que me he referido, estaba ante mi vista. Efectivamente, estaba construido por mano del hombre y parcialmente tallado en una gran roca. A primera vista, podía suponerse que el estilo del mismo pertenecía a la primitiva forma de arquitectura egipcia. En su frente tenía grandes columnas ahusadas sobre macizos plintos, cuyos capiteles, según vi al acercarme, eran más ornamentales y más fantásticamente airosos de lo que la arquitectura egipcia permite. Así como el capitel corintio reproduce la hoja del acanto, así los capiteles de aquellas columnas imitaban el follaje de la vegetación que rodeaba el edificio, algo como el alce y el helecho.
Mientras hacía estas observaciones, salió de este edificio una forma humana… ¿era humana? Se detuvo en el ancho portal, miró alrededor, me vio y se aproximó. Llegó hasta pocos pasos de mí. A su vista y presencia, mis pies quedaron clavados en el suelo y se apoderó de mí indescriptible zozobra que me hizo temblar. Me recordó las imágenes simbólicas de genios o demonios que se ven en los vasos etruscos o se alinean en los muros de los sepulcros orientales; imágenes que reproducen el perfil del hombre, pero que son de otra raza. Era alto, no gigante; pero tan alto como el hombre que más se aproxime al gigante.
Su vestido principal, según me pareció, consistía de grandes alas plegadas sobre su pecho, que le llegaban a la rodilla; el resto de su vestimenta estaba compuesta de una túnica y polainas de material delgado fibroso. En la cabeza llevaba una especie de tiara cuyas joyas brillaban; y en su mano derecha llevaba una delgada varilla de metal brillante, parecido al acero pulimentado. Pero ¡qué rostro! Este fue el que me inspiró inquietud y terror; era el rostro de un hombre, pero de un tipo distinto a nuestras razas conocidas. Lo que más se le aproxima es el perfil y la expresión de la esfinge, tan regular en su serenidad y belleza intelectual y misteriosa. El color era peculiar; más parecido a la variedad roja que a ninguna otra de nuestra especie; su tono era más rico y suave; los ojos eran grandes, negros, profundos y brillantes; las cejas arqueadas en semicírculo. El rostro era lampiño; pero tenía algo indecible en su aspecto, que a pesar de la expresión serena y la belleza de las facciones, despertaba el instinto de peligro que se siente a la vista de un tigre o de una serpiente. Sentí que aquella imagen varonil estaba dotada de fuerzas hostiles al hombre. Al ver que se acercaba sentí un sudor frío, caí de rodillas y me cubrí el rostro con las manos.