La casa de Carlos Mallman mostraba el abuso que la clase alta puede llegar a hacer de la arquitectura: dos torres moriscas enmarcaban una copia de la entrada monumental del templo de Karnak. Fierecillas talladas en la roca viva orlaban las columnas del portal, que ofrecía una pronunciada inclinación por el románico, mientras que las verjas se curvaban en las sensuales y neuróticas curvas del art nouveau. Espejos de factura gótica captaban la luz de las estrellas y la devolvían a una solitaria calle de Martínez, que, en conjunto, se rendía un poco más al sentido común.
—¿No le parece que se le fue la mano? —preguntó el comisario inspector.
—Usted parece un comisario político —estaba dispuesto a defender la casa de Carlos Mallman con uñas y dientes—. Quiere que el más remoto fragmento de fantasía se someta al dictátum del realismo socialista.
—No veo qué tiene de malo el realismo socialista. Yo soy policía, y, por lo tanto, me gusta que las cosas sean como son. Así de simple. Pero no se asuste, no va a tener que defender nada con uñas y dientes. Construya usted las casas que quiera en las novelas que quiera. Yo no soy quién para corregirlo. La misión de la policía no es fabricar el orden, sino garantizarlo.
—Su presencia es más que una garantía de orden —contesté—. No pretenderá más que eso.
—Yo sólo pretendo que saque el párrafo sobre el sillón y que yo no pensaba —dijo el comisario inspector—. Ni más, ni menos.
—Muy bien. Veremos —ese párrafo era mi prenda de paz, con ese párrafo, que tantos lectores desprevenidos habrán pasado por alto, lo tenía sujeto, pendiente del hilo argumental, al acecho, para reivindicarse.
Apenas toqué el timbre, un dispositivo eléctrico empezó a actuar sobre las grandes puertas, que lentamente se abrieron, dejando al descubierto un vestíbulo cuadrangular, donde dos feroces leones de piedra se enfrentaban. Entre ellos, como una divina aparición, estaba esperándome una mucama, que me condujo al interior de la casa. Descorrió la bella mujer un pesado cortinaje y entré en un salón bastante grande, ni muy distinto ni muy parecido al de Enrique de Bree, aunque faltaba allí cierta estudiada coherencia. Dos lámparas semiopacas poblaban el ambiente de una alta penumbra, que sugería grandes bibliotecas plagadas de libros legales, dispuestos en una rebuscada asimetría. Una mesita-bar hacía juego con media docena de sillones que se multiplicaban en un espejo veneciano, creando una pálida sensación de eternidad. Y del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, veíase un arpa. Gruesas cortinas aislaban la casa del resto del mundo, y —supuse— a los habitantes de la casa entre sí. Simétrica con el arpa, una mesita ratona, pequeña, frente a la cual estaban sentados Carlos Mallman Falcón y una joven en un vestido azul. La miré deliciosamente: la postura del cuerpo limitaba exactamente entre el recato y el desparpajo, sin decidirse por ninguno de los dos. Era la perfecta cruza entre una estudiante de filosofía y una diosa de la literatura. Conversaban en voz baja. La mujer misteriosa que me acompañó hasta allí, había desaparecido. Me quedé parado en silencio, sin saber qué hacer. ¿Y ahora? ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Permaneceremos toda la vida así? ¿Me quedaré yo fuera de esta historia para siempre? Pero en ese caso no habría novela, no habría yo, no habría nada, y mi mundo se hubiera reducido a fragmentos dispersos. Rocé suavemente un sillón con la mano, y eso bastó para alertarlos. Se levantaron repentinamente y al unísono, como conspiradores sorprendidos en lo más hondo de su reunión secreta.
Carlos Mallman Falcón me pareció más alto que por la mañana. Digamos, dos centímetros más alto. Con frecuencia ocurren estas cosas en la oscuridad, o en las novelas. «No necesita justificarse» —dijo el comisario inspector— «¿Ve? Ése es el inconveniente de los recuerdos. Cuando uno tiene recuerdos, tiene que estar inventando justificaciones a cada momento. El pasado se convierte en una cosa culpable, que funciona como una acusación». Carlos Mallman, con sus dos centímetros extra, se siente más seguro, más dueño de sí mismo. Me ruega que disculpe a su esposa, que debió ir a acostarse porque no se sentía bien, y luego me presenta a la figura azul que tiene a su lado. Disculpo fácilmente a la esposa de Carlos Mallman: no la conozco ni la conoceré nunca, en realidad, no tengo el más mínimo interés en conocerla, pero no dejo de notar la curiosa inversión: primero su mujer ausente, luego, recién luego, la mujer del vestido azul que está a su lado. ¿Por qué? Porque quería aclarar la situación, dijo el comisario inspector, y las situaciones que necesitan ser aclaradas son situaciones que ocultan algo.
—Ésta es Ana Sajón Iribarren —dijo Carlos Mallman—. Era la mano derecha de Enrique en la editorial, y presidenta del consejo editorial. Ana, éste es Ricardo Martelli. Trabaja en el caso de Enrique. —Ana me dirigió una sonrisa que me aturdió por completo. Supuse que había llegado a ser algo más que la mano derecha de Enrique en la editorial, y odié a Enrique de Bree.
—Siéntese, por favor —dijo Carlos Mallman—. Supongo que ya habrá cenado. Le preparamos algo de café.
Era difícil hablar con Ana Sajón Iribarren mirándome así. Dije que sí, que ya había cenado. Dije que me encantaba el café, pero que no se molestaran. Dije que ya sabía que no era molestia, pero igual. Dije que si ya lo tenían preparado, entonces. Me di cuenta de que estaba dando una imagen pobre, desde el punto de vista estrictamente profesional, me detuve. Ana sonrió, se levantó, desapareció por un recoveco del salón, cerca del arpa. La seguí con una mirada incrédula y hambrienta.
—Pobre —dijo Carlos Mallman, balanceándose en el borde del sillón—, está muy afectada.
—¿Hace mucho que trabaja en la editorial?
—Seis, siete años. Es bastante tiempo —hice un gesto de comprensión, pero que en realidad era de celos, de arrebatada pasión. «Está demasiado enamoradizo», dijo el comisario inspector con su clásico sentido de la oportunidad.
Traté de darle un giro profesional al asunto, pero no se me ocurría cómo empezar. Sencillamente, me había olvidado.
—Pregúntele si llegaron a alguna conclusión —sugirió el comisario inspector—. ¿Ve cómo a usted hay que estar ayudándolo permanentemente en todo?
—¿Y ustedes llegaron a alguna conclusión? —pregunté.
—¿Nosotros? —Carlos Mallman parecía sorprendido—. Creí que eran ustedes los que tenían que llegar a alguna conclusión —en ese momento regresó Ana con el café, que puso delante mío, sobre la mesita ratona. Me invadió una oleada de calor, muy impropia para las circunstancias, que traté de disimular sonriendo como un idiota, y revolviendo el café sin objetivos ni esperanza alguna, ya que, como todos sabemos, se trata de un movimiento circular que no lleva a ninguna parte una vez que el azúcar está disuelta.
—Me pregunto por qué es necesario todo esto —dijo Carlos Mallman—. Es bastante desagradable, ¿no le parece? Es como hacer la disección de un cadáver. Para nosotros, el suicidio de Enrique es un asunto muy simple y muy desgraciado como para andar dándole vueltas.
—Es desagradable —admití—. Pero muchas veces, si no se hace la disección de un cadáver, no se sabe a qué se debió la muerte. Ustedes creen que se trata de un suicidio, y nosotros tenemos poderosas razones para sospechar otra cosa. Necesitamos toda la información posible. Y ya que hay que empezar por algún lado, empecemos por la editorial. ¿Qué les parece? Ustedes son… eran socios de Enrique, ¿no es así?
—Sí —dijo Carlos Mallman en un tono seco que definía muy bien los papeles. Él iba a luchar por el suicidio hasta agotar sus fuerzas, y desde ahora en adelante colaboraríamos en el terreno de la hostilidad—. Somos socios, aunque nuestra participación es mínima. En mi caso, yo me ocupaba de la parte legal de Las Glorias de Bree, y Enrique me asoció. Con Ana —se volvió hacia ella— las cosas fueron más o menos parecidas.
—¿Y cómo andaban últimamente Las Glorias de Bree?
Esta vez fue Ana la que contestó. Giré la cabeza hacia ella. Ana me clavó los ojos. Me estremecí, me quedé quieto. En unos pocos instantes, se había convertido en mi mujer ideal.
—Supongo que Las Glorias de Bree es bastante conocida como para que tenga que hablar de lo que publicamos —dijo Ana—. Una combinación de libros argentinos y best-sellers comprados llave en mano, en distintas proporciones, según las fluctuaciones del dólar. Novelas de impacto, y etcéteras.
—¿Y la situación financiera?
—Ahí estamos como todos —dijo Carlos Mallman—. Entrampados en la bicicleta de los créditos, y no puedo asegurar que salgamos adelante sin que nos trague alguna editorial española.
—¿Alguna editorial española hizo ofertas? —pregunté. (Estos gallegos son peligrosos, dijo el comisario inspector. Donde ellos pasan no queda editorial en pie).
—Sí —dijo Ana—. Hicieron ofertas. Ridículas, además. Y presiones. Pero pudimos resistirlas, y hasta ahora, todo quedó arreglado con contratos de coedición.
La boca se me hizo agua: contratos de coedición… y yo sin poder publicar una línea miserable. Esto promete, me dije, flor de filón. Bendije el momento en que algún desconocido había matado a Enrique de Bree, o Enrique de Bree se había suicidado, el momento en que el caso se complicó con el negocio editorial, sirviéndome en bandeja mi oportunidad. Bendije a Enrique de Bree muerto, fuera cual fuere la versión.
—De todas maneras —Carlos Mallman hizo una seña a Ana, que yo pesqué—, no sé si este tema va a conducirlo a alguna parte. —Estaba inquieto. Se notaba a la legua que quería evitar a toda costa el tema de las editoriales españolas.
—¿Por qué?
—Enrique no se ocupaba demasiado de la editorial, que estaba prácticamente en manos de Ana. Tampoco vivía de la editorial, como podrá imaginarse.
—¿Y de qué vivía?
—Cuando uno tiene un millón de dólares en un banco suizo, la pregunta no es difícil de contestar.
—¿Y ese millón?
—Herencia de familia —dijo Carlos Mallman—. Justamente, para Enrique, Las Glorias de Bree era apenas un pasatiempo. La había fundado su padre, en realidad, Federico Alejandro. Luego, Enrique se siguió ocupando. Un poco, como homenaje al padre, y otro poco por inercia.
—¿Y Federico Alejandro, el padre de Enrique?
—Se suicidó —dijo Carlos Mallman, resumiendo de un golpe la vida de Federico Alejandro—, creo habérselo dicho ya. Cuando Enrique era sólo un chico. Enrique no hizo más que imitar al padre. Quiso ser el padre…
—Mire —le dije—, la hipótesis del suicidio no encaja. No encaja para nada.
—¿La de asesinato sí?
—Veremos. Sólo veremos. ¿Y por qué se suicidó Federico Alejandro?
—Nunca se supo. —Carlos Mallman estaba incómodo. Por lo visto, tampoco este tema le gustaba. Y sólo por eso insistí.
—Pero alguna teoría tendrán.
—Ninguna. Una de las últimas cosas que le dijo a su mujer, es decir, a la madre de Enrique, es que ya había vivido bastante. Es el tipo de cosas que uno dice varias veces por día.
—No lo crea —dije, sabiendo que yo por lo menos lo decía unas veinte veces por hora.
—Usted es un tremendista —dijo el comisario inspector—; por lo menos asegure públicamente que no se va a suicidar antes de que termine la novela.
—Lo prometo —y extendí los brazos para dar mayor fuerza a mi afirmación.
—¿Cómo dijo? —preguntó Carlos Mallman. Iba a inventar algo, cuando Ana me interrumpió.
—Esto es tan increíble —dijo Ana—. Son las cosas que nunca le pasan a uno.
—Uno dice eso justamente cuando le pasan —dije—. Es medio difícil de explicar, pero cuando a uno le pasan, es como si le hubieran estado pasando siempre. —Carlos Mallman y Ana asintieron al unísono.
—Excesiva unanimidad —dijo el comisario inspector—. Son los asesinos. Cállese, aquí tengo mi oportunidad. ¿Quiere arruinar para siempre mi carrera literaria? Su carrera literaria se la arruinó usted mismo, dijo el comisario inspector.
Ensayé una nueva dirección. —Sobre el escritorio de Enrique encontramos una… bueno, una carpeta, y documentos. Parecen los primeros capítulos de… o más bien el proyecto de una historia fantástica. —Les resumí lo que había leído: les hablé de Antor el Grande remontando el Paraná Medio y fundando Bree. Les hablé de la ciudad de Bree, de las grandes torres del Observatorio Solar, y de las rampas fantásticas que bajaban hacia el río.
—Oí hablar de eso —dijo Carlos Mallman—. Pero no era cosa de Enrique, sino del padre. En sus últimos años, Federico Alejandro deliraba, y se puso a inventar la historia de una ciudad fabulosa, imaginaria. Por supuesto, también escribía. Y ahora que lo pienso, Enrique últimamente estaba revisando esos papeles. ¿Pero por qué lo trae a colación?
—Me interesa. En estas historias, uno nunca sabe qué es lo que va a conducirlo a la verdad. Pienso trabajar sobre esos documentos, reformularlos —lancé una ojeada a Ana—, reescribirlos tal vez.
—No tiene sentido —dijo Carlos Mallman—. No tiene ningún sentido.
—Para mí sí tiene sentido —Ana quebró la atmósfera espesa. Se miraron con aire de desafío. Tendría que ir develando el secreto de la trama de hostilidades y complicidades que rigen el movimiento de todos estos personajes que, capítulos más adelante, serán títeres en mis manos. No es otra, al fin de cuentas, la tarea de un detective. O de un escritor.
Ana ignoró a Carlos Mallman. —Me gustaría ver esa carpeta— dijo. El interés profesional del editor por un éxito masivo le brillaba en los ojos. «Eso lo inventó usted», dijo el comisario inspector, «éxito masivo: ésos son sus delirios de grandeza». «Le juro que fue así», dije con poca convicción, «le juro que fue así». «Ay, Dios mío», dijo el comisario inspector, «quién sabe en qué va a terminar todo esto, si los detectives, en vez de dedicarse a sus tareas específicas, se ponen a escribir».
—Las carpetas ahora están en poder de la policía —dije—, pero apenas pueda conseguir una copia… —dejé el resto de la frase flotando sugerentemente en el aire, mientras me hundía en deliciosos sueños de coediciones españolas, que se vendían a lo largo y a lo ancho del continente, y pensé en nuestros hermanos latinoamericanos, olvidados del hambre, la miseria y las respectivas deudas externas, gozando con el Verídico informe sobre la ciudad de Bree, y pensé en los collas a la sombra de la puna, y en los brasileños, leyendo en sus cafetales el Relatorio verdadeiro sobre a cidade de Bree, y en los nativos de Surinam y en la rambla de Barcelona, y en el Tibidabo y.
Aunque no había averiguado nada, decidí que era el momento para suspender la cosa: a punto de edición. Me levanté para irme, y Carlos Mallman me acompañó hasta la puerta, pidiéndome que los mantuviera al tanto de todo. Ellos, a su vez, me dirían cualquier cosa que recordasen o que se les ocurriese. Cuando estaba a punto de partir, la voz de Ana me alcanzó.
—Y no te olvides de mostrarme lo que hagas —dijo, cambiando al tuteo. La adoré. Pensé que el tuteo es como esas cosas que nunca le pasan a uno, pero que una vez que uno tutea a alguien, es como si hubiera estado haciéndolo durante toda la vida. Pensé que la novela no podría nunca ser traducida al inglés, pensé miles de cosas mientras tomaba el ferrocarril y sorteaba, en forma no siempre feliz, la complicada estructura de viejos puentes ferroviarios que desembocan en Retiro, mientras buscaba locamente un subte, y deambulaba por los túneles de una ciudad que a veces era la todavía en ciernes ciudad de Bree, y a veces era Ana; pensé en los edificios grises y medianos, aunque algo engrandecidos por la noche, de Buenos Aires, mi otra ciudad, con sus calles vacías de gente y de sentido, pensé en lo lejos que estamos del impulso fantástico que había animado a Bree, y empecé a plasmar la historia, empecé a fabricar las páginas que Ana leería y publicaría. ¡Yo construiré una ciudad a tu medida! ¿No es así, Ana, morena, marina, publicadora de novelas? A lo lejos se oyó la sirena de una ambulancia, repercutiendo por las calles desiertas, produciendo una vaga sensación de inseguridad, y evocando épocas en que esas mismas sirenas sólo transportaban la certeza del terror y la muerte. Torres y cúpulas de Bree estallaron delante de mí, y me levanté de la máquina con la última frase de Carlos Mallman sonando aún en mis oídos: Todos buscamos alguna vez nuestras ciudades doradas, y cuando las ponen delante nuestro, creemos reconocerlas. Yo ya lo hice. Federico Alejandro también. Enrique lo intentó. Sólo puedo desearle que las encuentre.
Vive Dios, que junto a Ana, que me amaba, estaba dispuesto a encontrarlas.