8

Las Glorias de Bree se notaba nativa del barrio de San Telmo, no como ahora que todas las editoriales huyen del centro y van a llorar su mediocridad y falta de fondos a los barrios laterales, so pretexto de la tranquilidad y la ausencia de contaminación, no: «Las Glorias de Bree» había nacido allí, sobre la calle Defensa: ¿quién hubiera sospechado, al ver la vieja casona (hasta un llamador había, una mano que sostenía un libro, en cuya tapa brillaba una antorcha), quién hubiera sospechado, digo, la historia que escondía? ¿Qué editorial puede ostentar una ciudad como ideología, cuando toda editorial se cree en realidad un mundo? ¿Qué editorial adorna sus largos pasillos con mayólicas japonesas y viste a sus empleados como campesinos medievales? ¿Qué editorial conserva un aljibe, donde los editores arrojan los originales despreciados, y donde, según se cuenta, en una hórrida noche de principios de siglo, una doncella fue aherrojada y ahogada por un hombre lobo? ¿Qué editorial monta en sus patios antenas parabólicas para escuchar los rumores de Bree? Nos quedamos un largo rato contemplándolas: el comisario inspector, deslumbrado como cualquier lego ante los prodigios de la técnica, pasaba sus manos sobre las pulidas superficies electrónicas. ¿Quién las colocó? ¿Cómo lo sabremos? ¿Cómo indagaremos este misterio que carcome nuestras conciencias, si apenas nos queda tiempo, si nuestro destino está sellado, como alguna vez lo estuvo el de la ciudad de Bree? Porque hete aquí que Carlos Lapaña, gerente comercial, emerge de las catacumbas que rodean el patio y donde se afanan docenas de empleados escrupulosos: ¿amantes de la literatura? ¿Vulgares cagatintas, capaces de pasar indiferentes junto a las glorias de la literatura y las glorias de Bree? ¿Espías a sueldo de editoriales competidoras?

—Encantado —dice Carlos Lapaña, solemne y sereno junto al aljibe, como un patriota que va a recibir la extremaución y está dispuesto a disparar su frase final, apropiada para los libros de historia—, encanta-a-do —dice, y en ese alargamiento de la sílaba, en esa prolongación de la a, que suena seis tonos por arriba del nivel medio en Las Glorias de Bree, se nota que esta nervioso, que los sucesos del día no lo han dejado indiferente, que no vive los crímenes como si nacieran tan sólo de la literatura: Carlos Lapaña se aferra a la vida, a su vida, con uñas y dientes, no permite que lo arranquen de ese lugar, de esa gerencia comercial que tan trabajosamente ocupa, y su anhelo, su temor, su ardoroso nerviosismo ante nosotros, se transmite eléctricamente a las mayólicas japonesas del patio, y arranca fantásticas vibraciones a las antenas parabólicas. La legión de empleados nos mira desde sus cubículos: a través de los vidrios parecen máscaras extáticas, a la espera del suceso improbable que cambiará sus vidas. Carlos Lapaña hace un gesto: que no lo miren, que él no tiene ansias de vedette; pero los empleados del patio, en blancas cofias de campesinos medievales, en honestos trajes de sencillos menestrales del Medievo, no se mueven, y lo obligan a tomar una decisión heroica: Oh, héroes homéricos, resabios de la edad de oro, ya terminada y de la cual la ciudad de Bree es tan solo el ansia, el vano resplandor. Carlos Lapaña nos hace pasar a su oficina: decorada con artísticas moquettes y decadentes cuadros naturalistas que, se nota, hacen sus delicias: un severo escritorio, de tipo militar, corona la habitación: libros comerciales, apilados como fláccidas torres, se amontonan sobre una de las esquinas. Vulgares libros de contabilidad que no nos dicen nada, como tampoco nos dice nada, en realidad, el rostro vulgar de Lapaña, un rostro —ni siquiera una cara— que ni fu ni fa: un sencillo burócrata escapado de la atmósfera medieval del patio, hacia mundos más acordes con la producción masiva y la revolución industrial. El contramaestre de un barco que ha visto caer a su capitán a manos de los traicioneros aceros españoles.

—Encantado yo también —dice el comisario inspector—. Yo soy el comisario inspector Díaz Cornejo. Éste, aquí, es un colaborador muy cercano: Ricardo Martelli, mi ayudante.

—Su....ayudante.

Repite Lapaña con idéntica cadencia y agrega, como quien no quiere la cosa, para mostrar su inserción en la realidad nacional: Qué bien, pero qué bien.

—No tan bien —el comisario inspector levanta las manos admonitoriamente—; no tan bien.

—No tan bien, claro, claro que no también —Lapaña balbucea—. Se suicidó....se suicidó el señor Enrique de Bree.

—Asesinaron —corrige, condescendiente, el comisario inspector—; asesinaron, señor Lapaña. A-se-si-na-ron.

—A-se-si-na-ron —se somete Lapaña—, claro, no tan bien también. Sui-ci-da-ron. —Y esas palabras, allí, y así pronunciadas con humildad que no llega a la soberbia, reverberaron en la habitación mágicamente—. ....sí —murmura Carlos Lapaña—, sí.... es…realmente.... impresionante....

—Menos puntos suspensivos y más concisión —objeta el comisario inspector.

—¿Cómo dijo?

—Dije que menos puntos suspensivos y más concisión. Y ahora agrego que los puntos suspensivos deben ser tres y no cuatro, como hace usted. Mi ayudante (su.... ayudante, canta Lapaña), mi....ayudante, que pretende ser escritor —el comisario inspector levanta los ojos hacia el cielo en una muda protesta— lo podrá confirmar. ¿No es así?

—No siempre —trato de ser contundente, conciso—. En general son tres, pero pueden ser más. Cuatro, por ejemplo, o cinco, algunas veces. Desde el punto de vista teórico, usted habrá leído a Roland Barthès, señor Lapaña, y a Derrida, podría ser cualquier número natural, pero ni números negativos ni fracciones. Ahora la literatura viene muy mezclada con las matemáticas, señor Lapaña.

—¿Fracciones? —pregunta tímidamente Lapaña—, ¿fracciones?

—Sí —interviene el comisario inspector para salvar una situación que yo no sabría cómo continuar—. Fracciones, quebrados, números racionales, para ser más explícito. Y agradezca por haber asistido a una clase científico-literaria de alto nivel, que esta editorial tal vez anduviera necesitando. Y ahora, como comprenderá, no vinimos a hablar de literatura, aunque hagamos un poco de literatura, y son los vicios del oficio (yo no entiendo nada de literatura —se bate en retirada, se defiende Lapaña como un león—, yo no entiendo nada de literatura, yo sólo cumplo órdenes, yo soy sólo el gerente comercial). No tengo ninguna duda de que él —me señaló— no va a poder resistir a la tentación de escribir todo esto. Está desesperado por tener su novela. Es… pero en fin, siempre lo hace. Así que procure ajustarse a las técnicas de la narrativa, porque supongo que no querrá que su personaje salga desdibujado.

—No, no, claro que no —se apresura Lapaña—. Claro que no.

—Entonces, usted comprenderá que ha llegado el momento de hacerle esas pequeñas preguntillas.

—¿Quiere que le lea sus derechos? —dije yo, cual si fuera Starsky y Hutch.

—Ah, claro, por supuesto —dice Lapaña, casi alegre de empezar a entender, mientras prende nerviosamente un cigarrillo—, esas preguntillas, claro que sí, estoy dispuesto.

El comisario inspector bostezó tan ostensiblemente que Lapaña volvió a naufragar en un océano de dudas.

—¿Ve? —me dijo el comisario inspector—; ésa es la técnica. Dejar el inconsciente al desnudo, permitir que aflore el significante, aunque… qué va a entender usted. Pero de todas maneras, le dejo que siga. Usted sabe que estas cosas me revientan —y se alejó y empezó a pasearse por la oficina de arriba abajo, mirando los cuadros naturalistas, mientras hojeaba en forma distraída los libros de contabilidad.

Parado frente a mí, en el centro de la oficina, con el cigarrillo entre las manos, abandonado por el comisario inspector, que representa la ley (y que vuelve a bostezar ruidosamente), Lapaña mira con desesperación a los costados, buscando algún punto de apoyo, por precario que sea: una silla, una pared.

Resuelvo concedérselo. Y es que, queridos amigos, sin su escritorio, Carlos Lapaña no es nadie. Librado a su suerte, no es nadie, se lo lleva el susurrante vendaval de la vida. Le indico, pues, que se ubique en su lugar de siempre, arrimo una silla, me siento frente a él, empiezo: le pregunto cuántas personas trabajan allí, me dice que diecinueve, bueno (sonrojándose), diecinueve hasta ayer, porque hoy, está bien, ya lo sabemos, y le pregunto qué hacía el finado Enrique, y bueno, hoy solamente dieciocho, contándome a mí, y a los correctores de pruebas, y a los corredores literarios, y a Ana: ¿Ana?, digo, ¿qué Ana? Ana Sajón Iribarren, dice, es la jefa del consejo editorial, y también socia, ah qué bien, y naturalmente yo, que soy el gerente comercial. ¿Socio también?, no, no socio, aunque mi participación tengo en las ganancias, y ¿Enrique?, y… el señor de Bree, Enrique, digo, no sea imbécil, no nos vamos a andar con títulos, bueno, Enrique era el socio principal, el gerente general, y él, bueno, él era, y yo soy el gerente comercial, ah, qué bien, usted me comprende, lo comprendo, yo no entiendo nada de literatura, sólo papelerío, impuestos, líos administrativos, legales, ah qué bien, soy casado, tres hijos. ¿Cuántos? Tres varones, 18, 17 y 16, qué seguiditos, así es, qué bien, qué bien, si quiere le muestro las fotos, no, por favor, por favor, nada de eso.

—¿Y quiénes son los otros socios?

—Bueno.... es una sociedad.... una gran familia.... y son Carlos Mallman, y Enrique, y Ana, y Álvarez, Carlos Álvarez.

—Demasiados puntos suspensivos —dije—; ¿y qué publicaban exactamente?

—Y.... de todo, je, je. Enrique.... el señor de Bree era muy amante de la literatura, je, je.

—Muy gracioso.

—No, no, disculpe, por momentos me olvido de que lo mataron.... Es.... es tan terrible, ¿no?....y bueno....como le decía....novelas....policiales…

—De espionaje.

—Sí… de espionaje....ero.... eróticas.

—¿Con ilustraciones?

—Sí, siempre con ilustraciones… para gente sensible… para ejecutivos… a la gente le gusta mirar las figuritas, je, je… Si no, es todo tan árido… Usted me entiende, ¿no es así? Sí, lo entiendo. ¿Y notó algo sospechoso últimamente? ¿Sospechoso como qué? Cualquier cosa que a usted le parezca sospechosa. Señor… ¿usted qué me quiere decir? No soy «señor» y no le quiero decir nada en especial, no le entiendo,… señor…

—Licenciado.

—No le entiendo, licenciado.

—Le preguntaba si no ocurrió nada últimamente, especial, digamos, algo que llamara la atención.

—¿Como por ejemplo? Mire que aquí nunca…

—En ningún lugar nunca, hasta que van y matan a alguien ¿me comprende? Algún enjuague raro de dinero, algún conflicto sobre derechos de autor, o las ilustraciones. A veces ese tipo de ilustraciones genera dificultades, ¿sabe?

—No, no, licenciado, licenciado —dice Lapaña, queriendo honrarme con el doble título, y pasándose un pañuelo por la frente— aquí está todo bien.

Entreveo el momento de atacar. ¡Oh finezas psicológicas! — Usted se imaginará que se hará un peritaje sobre los libros contables de la editorial.

Lapaña se pone pálido.

—Ah, licenciado, usted nos tiene que comprender… los impuestos… licenciado… la sobrefacturación.

—Lo comprendo perfectamente. Por suerte, yo no tengo impuestos que evadir, porque no gano nada.

—Sí, claro,… je… je.

—Y además, quiero una lista de los libros publicados, y otra de los socios, con nombres, apellidos y dirección.

—Bueno… licenciado… no sé si le puedo proporcionar una lista completa, claro, de las últimas cosas, sí, claro.

—¿Nunca tuvieron conflicto con otras editoriales?

Lapaña se contrajo en un espasmo de terror.

—No, no… sólo una vez… con editoriales españolas que…

—¿Que qué?

—Que nada, licenciado, nada, no me obligue a hablar de eso, por favor; no soy yo el más indicado.

Me di cuenta de que ninguna fuerza del mundo, ninguna tortura, obligaría a Lapaña a hablar de las editoriales españolas.

—Bueno, entonces alcánceme las listas.

—Las listas, sí, claro, licenciado, ahora voy a que se las confeccionen —(confeccionen, pensé, qué imbécil)— y se dirigió hacia una puerta. Pude ver que se le caían las lágrimas y aproveché.

—Rapidito, rapidito.

—Sí, sí —solloza Lapaña—, sí, señor, licenciado, licenciado —y se esfumó detrás de una puerta.

—¿Usted no aprende nunca? —El comisario inspector abandonó los cuadros naturalistas y los libros de contabilidad— ahora le voy a mostrar.

—¿Qué es lo que me va a mostrar?

—Ahora le voy a mostrar. Usted se la pasa buscando pistas, aun cuando yo le digo que este tipo de cosas no sirve para nada. Usted se cree un moderno Sherlock Holmes con algunas inflexiones de Philip Marlowe, y a veces se quiere hacer pasar por Lew Archer. Desde aquel asunto del bebé usted está muy ensoberbecido, jovencito. Usted piensa que todo es cuestión de imaginación.

—¿De imaginación? ¿Pedir una lista de libros publicados le parece imaginación?

—Yes —dijo el comisario inspector—, me parece imaginación.

—¿Pero por lo menos va a hacer controlar las listas de socios?

—Si usted quiere.

—Sí —dije algo fastidiado—, quiero.

—Perfectamente —dijo el comisario inspector— se hará lo que usted diga. Como acá usted es el especialista, y no yo… pero —dirigiéndose al techo, o eventualmente a alguna de las paredes— con estos jóvenes de hoy no se puede discutir.

—No sé si soy joven, no sé si soy de hoy —murmuré mientras pensaba que «soy de hoy» sonaba verdaderamente horrible—, pero usted me había dicho que iba a mostrarme algo.

—Efectivamente. Voy a darle una lección. Esperemos a que retorne nuestro héroe.

Prendí un cigarrillo y esperé. ¿Qué diablos se proponía? Encontrar al asesino de Enrique de Bree ya era bastante difícil. Encontrarlo en contra del comisario inspector presentaba características alarmantes.

El comisario inspector no dijo nada más. Siguió paseándose por la oficina hasta que se abrió la puerta y apareció el brillante gerente comercial, con unos papeles en la mano.

—Pe-ro La-pááááááá-ña —dijo entonces el comisario inspector cálidamente, abriendo los brazos, acercándose a él, pronunciando afectuosa y firmemente cada sílaba como si se tratara de una cruza exacta entre una canción de cuna y un slogan partidario— La-páááá-ña ¡Qué felices nos hace usted! ¡pero si lo estábamos esperando!

Lapaña se quedó petrificado. En el marco de la puerta, con los papeles en la mano, parecía una estatua de sal, una moderna versión editorial de la mujer de Lot.

—Licenciado… licenciado… —fue lo único que atinó a decir.

—Pero, querido amigo, no se quede así —el comisario inspector agarró las listas y los libros y me los alcanzó—, no se quede así. Estamos entre amigos, entre amigos íntimos, de toda la vida…

Lapaña no pudo más. Se abrazó al comisario inspector y se puso a llorar desconsoladamente. (¿Ve?, dijo el comisario inspector, ahí tiene: llora como un bebé. Ahora está en su terreno). Y yo… bueno… yo me estaba contagiando los puntos suspensivos. Miraba y nada más. ¿Qué podía hacer?

—Bueno, bueno —decía el comisario inspector—; ya pasó, ya pasó.

—No —sollozaba Lapaña—, no pasó.

—Sí que pasó —lo consolaba el comisario inspector—; si no fue nada. Lo único que quiero es que seamos amigos.

—Sí.... sí.... licenciado.... licenciado....

—Entonces —dijo el comisario inspector hablándole al oído—, ya que vamos a ser muy amigos, ¿por qué no me cuenta cómo lo mató a Quique? Vamos, dígalo.

Lapaña se incorporó, se puso rígido, miró al comisario inspector con los ojos muy grandes y fijos. —Licenciado— dijo. Y se desmayó.

Salimos de la oficina cerrando la puerta suavemente. Mientras cruzábamos el patio medieval y las mayólicas japonesas, yo protestaba: —Ahora sí que estoy listo… esta editorial, por lo menos, nunca me va a publicar la novela— pero el comisario inspector no me hacía caso. Estaba radiante.

—El interrogatorio ha terminado, como diría Alain Resnais —dijo.

—Pobre Lapaña —dije yo. Después de una ojeada a la lista de libros, la arrugué y la tiré a la calle. Había sido puro formulismo pedirla, pura prepotencia y abuso de poder.

—Enrique de Bree, Carlos Mallman, Ana Sajón Iribarren, Carlos Álvarez —dije leyendo la otra lista— son todos los socios. Ya que no quiere acompañarme a verlo a Carlos Mallman esta noche, ¿por qué no averigua algo sobre Carlos Álvarez? ¿Por qué no nos repartimos el trabajo? Yo me ocupo de Carlos Mallman, usted de Carlos Álvarez.

—Yo no pienso ocuparme de nada —dijo el comisario inspector—. ¿Le parece que no hice bastante por hoy?

—Nadie duda de que haya hecho bastante, pero nada le cuesta hacer un poco más.

—Tiene razón. No me cuesta nada. Acepto. Voy a mandar un par de policías para que hagan todas esas preguntas imbéciles; ¿conocía usted al muerto?, ¿qué estaba haciendo a las equis horas del día equis? Como si los verdaderos asesinos no tuvieran siempre una explicación impecable. Justamente son los inocentes los que nunca encuentran su coartada, por el simple hecho de que no se tomaron el trabajo de fijarse qué estaban haciendo a la hora equis del día equis, y no se tomaron el trabajo porque esa hora y ese día, para ellos, no tenía la menor importancia.

—Muy bien —aplaudí la disertación—; mande dos policías, o tres, si quiere. Veremos qué sacan en limpio.

—Nada —dijo el comisario inspector—; ¿qué van a sacar?

—Lo que sea. Yo me ocupo de nuestro abogado, usted haga lo suyo.

Caminamos unos metros en silencio, antes de tomar diferentes rumbos.

—¿Vio cómo lo desmayé? —dijo antes de despedirse el comisario inspector—. Así se hacen las cosas. Lo desmayéen dos minutos apenas, sin tantas preguntas inútiles, sin listas ni pavadas. Pero me temo que usted no va a aprender nunca.