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—¿Enigmático? —dijo el comisario inspector—; ¿qué tiene de enigmático?

—¿No le parece enigmático?

—En absoluto —el comisario inspector se revolvió, un tanto incómodo—. Ya conozco su tendencia a complicarlo todo con elementos mito-históricos. Seguro que va a tejer toda una serie de leyendas sobre esa ciudad. Lo de recién fue sólo un adelanto.

—Puede servirme de arranque para mi novela.

—¡Su novela! ¿Le parece necesario complicar el mundo con fantasmagorerías? ¿Por qué no se sienta a escribir de una buena vez, en lugar de andar a la pesca de argumentos?

—Es lo que estoy haciendo. ¿Quiere escuchar?

—Bueno —se resignó—. A usted no hay más remedio que estar escuchándolo eternamente. Pero siempre y cuando retire ese vergonzoso párrafo que me dedicó sobre el sillón, y que yo no pienso y no sé cuántas infamias más.

—Haga méritos para ello. Y entonces veremos.

No fue difícil adivinar, desde un comienzo, que la ciudad de Bree no sería una ciudad como las otras. Concebida como un desprendimiento de la fantasía, apenas como un trozo de terreno apto para el cultivo de lo imaginario, estaba destinada a ser un mundo paralelo enquistado en el corazón de la joven República, que, dicho sea de paso, envejecía rápidamente. Desde los orígenes, en Bree se respiró el aire de lo indescriptible. En lugar de construirla alrededor de una iglesia, Antor el Grande edificó la altísima torre de un Observatorio Solar, que sus descendientes agrandaron hasta la locura. Allí, en laboratorios especiales y cámaras a prueba de sonido, se cultivó una ciencia complicada y poderosa. La fama de los científicos de Bree corrió rápidamente en la boca de las gentes, y se dijeron cosas que, como desafiaban al sentido común, inmediatamente se tornaron ciertas. Así, se comentaba —siempre en voz baja, ya que los argentinos somos apasionados por la conspiración— que habían alcanzado los límites del conocimiento humano, y que podían dominar a voluntad los fenómenos del aire, del agua y de la tierra. La fantasía —como suele ocurrir— se volvió en poco tiempo imparable, y dos trágicas crecidas de finales del siglo pasado les fueron atribuidas con intencionada malevolencia. Y no era para menos. Muy pronto, desde los pueblos cercanos, empezó a verse el resplandor de las torres y cúpulas de Bree, y mientras un viento implacable poblaba la llanura de ánimas, trayendo el gemido de los lobisones y otros ejemplares de nuestra fauna nacional en los fogones y en los salones se hablaba con temor de esa ciudad que colgaba del hilo delgado de lo inverosímil.

Se decía, por ejemplo, que las calles de Bree estaban empedradas en oro, y se decía que la cámara nupcial destinada a perpetuar la dinastía de Antor —y fíjese la exageración— había sido tallada en una sola esmeralda gigantesca. De dónde podía haber salido semejante esmeralda, es algo que nadie intentó explicar.

También se decía que en los jardines de Bree manaban las fuentes de la salud, que garantizan la juventud perfecta.

—Ah, la eterna historia de la fuente de Juvencia —interrumpió el comisario inspector—. Pero si hoy en día esas cosas ya no son ningún secreto. Según los antropólogos, esas fuentes maravillosas que aparecen en los mitos son aguas termales. Aunque yo me inclino por los antibióticos generalizados.

También se decía que los habitantes de Bree utilizaban para desplazarse curiosas naves que se levantaban del suelo sin necesidad de alas, y que se movían en un silencio total.

—Ovnis —dijo el comisario inspector—. ¿No le parece que esto está yendo demasiado lejos?

Pero lo más curioso de todo es que nadie había visto con sus propios ojos la ciudad de Bree, que permaneció desde siempre encerrada sobre sí misma en un secreto absoluto. Nadie pudo llegar jamás hasta ella, ni atravesar sus murallas, guardadas por celosos centinelas y armas sofisticadas. Y aunque semejante acumulación de riquezas tentó a aventureros dé toda laya, quienes intentaron abordarla terminaron, tras fatigosas jornadas, encontrándose junto al Paraná Medio, cansados y abatidos, huérfanos de toda esperanza.

Cuando nació Diego, el primer hijo de Antor el Grande y de María de Alzaga, que Había viajado de contrabando en la expedición y que descendía de un primo segundo del famoso conspirador, ya las salvas que lo anunciaron fueron oídas a lo largo y a lo ancho del país. El comentario fue unánime: parecían anunciar el nacimiento de un gran rey.

—Antor también tenía la apariencia de un rey —evocó el comisario inspector—. Según parece, esta gente se inclinaba en forma decidida por la monarquía.

Diego de Bree agregó nuevas torres al Observatorio Solar, e impulsó de tal manera las ciencias y las artes, que se desarrollaron de manera alucinante. La lista de lo que ocurrió se vuelve interminable, y se la resumo: la medicina, la astronomía crecieron fuera de todo límite y prudencia. La ciudad se pobló de antenas que emitían mensajes codificados y permanentes. Radiotelescopios potentísimos apuntaron hacia regiones inexploradas del cielo. Delicados aparatos medían los pulsos del corazón. En los laboratorios de biología se avanzaba resueltamente en el terreno de la —vacilé—, de la ingeniería genética.

—¡Dios mío! —dijo el comisario inspector— ¿y qué más?

Se edificaron estructuras cibernéticas, de forma cuadrangular, mientras en los talleres, junto a las calles que reflejaban el resplandor solar, los artistas arrancaban al metal dibujos maravillosos y terribles, reproduciendo las líneas difíciles y elusivas de las pesadillas. En las bodegas de Bree, estacionada en odres de maderas preciosas, se destilaba una bebida que se llamó ragón y que hubieran paladeado, sorprendidos, los dioses homéricos. Las casas de Bree se poblaron de espejos que, tras la pronunciación de ciertas fórmulas rituales, reflejaban las generaciones futuras con tanta claridad como los objetos de uso cotidiano.

—¡Mi madre! —dijo el comisario inspector—. No falta nada: la ciencia, el arte, los oráculos, la bebida. Lo que se dice una ciudad muy completa.

—En efecto, así parece. Ahora escuche lo que sigue que va a ser importante. A las orillas de Bree, el Paraná Medio fluía mansamente, y fue el mismo Diego quien ordenó a sus arquitectos construir las fantásticas rampas que bajaban hacia el río, aunque ningún barco partió ni llegó jamás a la ciudad. ¿Escuchó bien?

—Perfectamente.

—Bueno. Como ya dije, sin embargo, las puertas de Bree permanecieron herméticamente cerradas. Varias veces, embajadores de los poderes de la Nación intentaron un acercamiento, y fueron cortésmente despedidos. Pero la tentación era grande, y ante las negativas reiteradas, y en un momento de osadía, se intentó enviar un ejército para ocupar la ciudad por la fuerza.

—Como las Malvinas.

—Y terminó de manera parecida, aunque bastante menos trágica —dije, cerrando el Verídico Informe—. Cuando las tropas quisieron acercarse a Bree, la ciudad se les escabulló, y empezaron a girar una y otra vez en círculos, cada vez más imperfectos, rozando el Paraná Medio. La repetición inexplicable genera siempre el pánico, y los soldados se desbandaron. El gobierno prefirió olvidar.

—Y bueno —dijo el comisario inspector—. Las Malvinas son argentinas, eso ya se sabe.