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—Escúcheme bien —dijo deslizando la mirada a lo largo de muros y arcos obsesivamente adornados con la efigie del pájaro guanaco—. Escúcheme bien.

Cuando Ramiro de Bree se vio junto al cadáver de Federico Alejandro, el pánico lo invadió. Consultó al espejo, pero, o bien había olvidado las fórmulas rituales, o bien el espejo se había descompuesto para la ocasión, porque sólo le devolvió su propia imagen, empequeñecida por el miedo. Ramiro comprendió que Federico se había burlado de él, cerrándole las puertas de Bree y ocultándole los objetos sagrados. Arrancó el medallón del cadáver de Federico y se fue. Su intento inmediato también fracasó: ya vimos cómo sus agentes llegaron hasta la Chola muy poco después que ésta desapareció con la radiobrújula que nos permitió a nosotros, finalmente, llegar hasta aquí. Por ahora no hay nada nuevo, y es más o menos lo que sabíamos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Qué hizo Ramiro, entonces? Es difícil decirlo, pero no es difícil conjeturar que, no sabiendo qué hacer, recordara la profecía de su padre, Alvaro de Bree.

—Tendré un hijo que tendrá un hijo que me vengará. Stop.

—Efectivamente. Pero Ramiro no tuvo un hijo, sino una hija.

—Hasta las profecías son poco precisas hoy en día —dije.

—Siempre ocurren estas cosas cuando la mitología se mezcla con la genética —dijo el comisario inspector—. Esta alteración del orden fantástico trastornó de tal manera a Ramiro que murió poco después, inmerso en el delirio. O mejor, ponga que murió loco. Es mejor, le agrega una dosis de actualidad: usted sabe, la locura, la psiquiatría, la libertad, el tercer mundo y etcétera. Bueno, lo importante es que murió, demostrando de paso las consecuencias de recordar profecías. Para entenderlos, hay que tener en cuenta que Ramiro había sido educado en una tradición más bien conservadora —piense en el duelo, las reglas cuasi monárquicas de sucesión, etc.— y no se dio cuenta de que el hecho de que hubiera tenido una hija en vez de un hijo no importaba en lo más mínimo. A esta altura de la civilización, ni siquiera el mito se detiene por este tipo de detalles.

Toda esta historia parece estar signada por mujeres ambiciosas y desaforadas: la hija de Ramiro no fue la excepción. A medida que crecía, se perfilaban en ella los rasgos decididos de su abuela Leonor Omarman, su determinación y la capacidad de encender la llama del amor y de la muerte en el corazón de los hombres.

Mientras tanto, Enrique, el hijo de Federico Alejandro, crecía también. Llevaba una vida regalada, de niño rico, y más tarde se limitó a repasar distraídamente el Verídico informe, a mal administrar la editorial, a casarse y luego pelearse continuamente con su esposa María Inés, y a tener un hijo al que llamó Fernando, probablemente como homenaje a Fernando de Bree, su hermano desconocido. Enrique, el hijo de Federico Alejandro, y la hija de Ramiro se llevaban pocos años, de manera que no era difícil adivinar lo que iba a suceder.

¿Qué es ese mareo que me invade, esa súbita sensación de vértigo que me acorrala? ¿Quién emite esa letanía que suena delante de mí, palabras sueltas que se acumulan y que de pronto estallan en significados espantosos? ¿Qué es esa música de fondo, esa historia mítica que resuena en el silencio con terrible contundencia?

En un momento dado, la hija de Ramiro, ya convertida en una bellísima mujer, se decidió a entrar en acción. Eligió un nom de guerre para ello, un nombre sencillo, corto y capicúa —el comisario inspector me dedicó una mirada compasiva—. Y en cuanto al apellido, como en esta novela las mujeres tienen dos apellidos, eligió dos.

—Ana Sajón Iribarren —pude balbucear. ¿Qué había pasado entonces? ¿Por qué no me lo había dicho? ¿Qué alianzas había establecido, que la arrastraron a su casi segura muerte? ¿Por qué, si juntos hubiéramos luchado por reconquistar la ciudad de Bree, si juntos hubiéramos sido invencibles?

—Espere, que ya se va a enterar. Ya se va a enterar de todo. Ana no intentó sustraerle a su primo Enrique los secretos con amenazas ni nada por el estilo. Consiguió trabajar en Las Glorias de Bree, y se limitó a dejar que la sangre y la naturaleza cumplieran su cometido, cosa que la sangre y la naturaleza hicieron con gusto, ya que ni la una ni la otra sentían especial predilección por la hipertrofia artística que andaba sembrando por todas partes María Inés —el rencor por no haber sido invitado a la «fiesta informal», se conservaba intacto en el comisario inspector—. Enrique se divorció e inició con Ana el romance que iba a llevarlo a la ruina. Ana se asoció a Las Glorias de Bree, con lo que ésta se convirtió prácticamente en una empresa unifamiliar, ya que Carlos Mallman es como de la familia.

—¿Y las editoriales españolas?

—Ahí vienen —dijo el comisario inspector, haciendo equilibrio sobre una almena.

—Cuidado —le dije—. ¿Usted sabe lo que es caerse desde las altas torres de un mito? —me hizo caso y se sentó en uno de los bancos de cerámica.

Las editoriales españolas se expandían, mientras tanto, y alternando la persuasión y el terror —las dos Españas— se tragaban a las demás editoriales como si fueran galletitas. Pero cuando se encontraron ante Las Glorias de Bree, comprendieron que estaban ante un bocado muy grande, para lo que no necesariamente servían las tradiciones de absorción comercial, y buscaron a alguien más expeditivo: nuestro Commendattore, que en paz descanse, experto en libros y trámites de libros.

No fue difícil imponerlo: Ana quería llevar a Las Glorias de Bree a punto de saqueo, para acorrarlo a Enrique, y consiguió el apoyo de Carlos Mallman en el proyecto. La Editorial Asturias, en ese momento, le venía bien. Sin embargo, todos estos subterfugios de política editorial sirvieron de poco, y la cuestión de Bree llegó a estar casi por completo paralizada.

Porque Ana, en última instancia, chocó con el mismo obstáculo que su padre Ramiro, y que la Chola: el mundo cotidiano no reaccionaba ante los estímulos de lo fantástico. Lo que ella no podía sospechar es que era la trama misma la que estaba deteriorada por el abuso y la literatura. María Inés, por su parte, se mantenía atenta. A su fino olfato de artista no se le escapaban todas las posibilidades que ofrecía la ciudad perdida. A través de la institutriz de su hijo, ella también había establecido sus conexiones. Y así las cosas, todos, editoriales españolas incluidas, andaban detrás de la ciudad de Bree. La cuestión era ver quién se quedaría con ella.

Pero el Commendattore era demasiado ejecutivo. Ante la situación, en vez de esperar el cumplimiento de profecías, vaticinios, ciclos históricos, mensajes indescifrables de los espejos, y las que consideraba otras pavadas por el estilo y que a usted tanto le gustan, recurrió a su matoncito, que tuvo una pequeña conversación con Enrique, de la que Enrique salió bastante estropeado, para decirlo suavemente. Pero la prepotencia no sirvió de nada, porque el propio Enrique no sabía nada: su excursión a la calle Junín, como vimos, había sido un fracaso. Tenía en sus manos el Verídico informe, es cierto, pero no atinaba ni a corregirlo ni a terminarlo.

Tal vez Enrique se hubiera suicidado después de este episodio, aunque sólo fuera por introducir simetrías y repeticiones y redondear la historia, pero eso no lo sabremos nunca. Porque entonces Carlos Mallman entró en escena. Y así como Ramiro irrumpió en la muerte de Federico Alejandro, Carlos Mallman Falcón lo hizo en la de Enrique.

¿Por qué lo hizo? ¿Por qué mató a Enrique? Porque Carlos Mallman, finalmente, había descubierto dónde estaba el quid de la cuestión. Había comprendido que el verdadero freno era Enrique, que con sus veleidades de niño rico, playboy o como usted quiera llamarlo, estaba taponando el libre juego de las fuerzas de la fantasía, impidiendo que la trama imaginaria se desarrollase. Enrique estaba ya medio muerto, y Carlos Mallman se hizo cargo de la otra mitad. Tal vez elaboró paralelamente una teoría de la necesidad histórica, una especie de materialismo ad hoc aplicado al mito, no lo sé. O tal vez sabía que un asesinato es sólo un acto imaginario, un punto de partida para poner en marcha los mecanismos arbitrarios de la muerte y la aventura.

—No puedo creerlo —dije.

—Se lo advertí desde el principio —dijo el comisario inspector—. Lo más curioso es que Carlos Mallman tenía razón. La muerte de Enrique, efectivamente, liberó todo el potencial fantástico acumulado. Apareció usted y el nudo empezó a armarse. Por eso lo estimularon para que escribiera, por eso siguieron paso a paso lo que usted escribía y le proporcionaron las pistas necesarias, llámense sugerencias literarias u óperas, aprovechando que se había despejado el otro obstáculo.

—¿El otro obstáculo? —pregunté—. ¿Y cuál era el otro obstáculo?

—Lapaña —dijo el comisario inspector tan tranquilo—. Carlos Mallman se dio cuenta de que Enrique taponaba todo, pero nadie advirtió que no sólo Enrique taponaba todo. Sólo yo.

Sólo yo, cuando fuimos a Las Glorias de Bree, y vi los cuadros naturalistas en las paredes, esas aberrantes naturalezas muertas y esos jarrones con rutas, comprendí lo que podía llegar a suceder. Las Glorias de Bree, en su momento, fue un invento excelente que permitió ir enhebrando las cosas; pero ahora, ya excesivamente comercializada, iba a actuar como un lastre, más que como un incentivo. Lapaña era un elemento de realidad y cordura que podía empantanar todo. Y más cuando una revisión superficial de los libros comerciales podía revelar todas las trapacerías de Ana y Carlos Mallman y convertir el caso en un elemental problema de competencia entre socios. Mientras usted discurría sus disparates con Lapaña, me tomé el trabajo de revisar los libros de contabilidad y me di cuenta de que Lapaña debía ser eliminado. Entonces lo desmayé. Yo no tengo la falta de escrúpulos del señor Carlos Mallman, y me limité a ofrecer una solución más modesta, aunque igualmente eficaz. Y sin embargo, nadie me lo reconoció. Ni siquiera Carlos Mallman, que hubiera podido razonar por analogía, se dio cuenta, y por eso insistía en que lo despertaran.

—Entonces… Lapaña…

—Entonces Lapaña —dijo el comisario inspector—. Efectivamente. Con Lapaña presente, no hubiera habido novela policial posible, porque Lapaña la hubiera ajustado fatalmente a las necesidades editoriales y contables de Las Glorias de Bree, que eran completamente divergentes de las de usted. Así somos los servidores públicos. Nunca nadie nos reconoce lo que hacemos. Una vez suprimido Lapaña, Ana, Carlos Mallman, María Inés y hasta el mismo Commendattore tenían el campo orégano. Con un personaje como ése en el medio, con esas pavadas de los hijos, los títulos y los puntos suspensivos, usted no hubiera llegado a ninguna parte. ¿No va a reconocerme ese favor?

—Sí, claro —me apresuré.

—No le creo. Usted siempre quiere conservar el monopolio de las ideas. Pero haga como le parezca.

Una vez muerto Enrique y desmayado Lapaña, la cosa estaba en condiciones de funcionar. Ana lo enamoró a usted rápidamente, y lo enganchó con promesas de publicación, a las que usted, por cierto, es muy sensible. Consiguió, incluso, que usted torciera la trama para ajustarla mejor a los intereses de ella.

—No lo puedo creer —murmuré.

—No lo crea —dijo el comisario inspector—. Mire, yo no sé si esto es real o no. Tampoco importa demasiado, porque en última instancia, nada importa. La trama que usted tejió los ayudaba a actuar, y ellos, a su vez, lo ayudaban para que usted siguiera. Es muy dialéctico, como ve.

—¿Y cómo supieron, por ejemplo, lo de Cárdenas, o que íbamos a ir al cementerio?

—Ah, cómo se ve que a usted le falta experiencia en materia de drogas y mujeres. Dígame: ¿qué sabe usted sobre lo que habló, fantaseó y proyectó durante la noche que estuvo en manos del CX-10 de María Inés? ¿Qué locuras se le ocurrieron que después trasladó al papel sin pensar, y que ya habían sido registradas? ¿Qué sugerencias recibió y aceptó sin darse cuenta? ¿Quiénes lo escucharon? Usted sabe muy bien que el efecto de las drogas se siente de inmediato en la literatura. ¿No le llamó la atención que la «fiestita informal» de María Inés ya se hubiera acabado cuando usted llegó? Esas… fiestas nunca terminan tan temprano.

Y en cuanto a quién hizo qué, le diré que en el caso de Cárdenas, me inclino por María Inés. A través de interpósitas personas, por supuesto. Usted ya tuvo ocasión de comprobar perfectamente lo que puede un cheque.

Me recorrió un temblor al pensar otra vez en aquella noche que me había parecido tan inocente. — ¿Y Ana? ¿Qué pasó con ella? ¿Y cómo fue que el Commendattore raptó a Fernando?

—El Commendattore no raptó a nadie. Ana y María Inés le entregaron al chico. De eso hablaban seguramente, cuando usted las encontró en la confitería.

Los ojos se me vaciaron: recordé el invernadero, y recordé a Fernando en la rama de un roble. Y Fernando me preguntaba con su vocecita cantarina: —¿En serio vos eras amigo de mi papá? —¿Pero cómo pudieron hacer semejante cosa? Eran enemigas mortales.

—La culpa es de las vacilaciones de usted —dijo el comisario inspector—. Las alianzas entre los personajes se hacían y deshacían como por arte de magia. Usted se quedó encantado con ese chico, lo cual inmediatamente alertó a Ana y María Inés. Ana lo llevó a su casa, y luego, de acuerdo con María Inés, se lo entregaron a Álvarez que estaba dispuesto a viajar a Bree, con Fernando como guía, en la creencia sincera, alentada por usted, de que Fernando tenía todas las claves. Usted dudaba alrededor de la figura de Fernando de Bree y eso los confundió. Después apareció la historia de Cárdenas y la radiobrújula. El Commendattore postergó su viaje e hizo una excursión por el cementerio: equipado con el aparato y con Fernando, la ciudad no se le iba a escapar. Pero no contaba con Carlos Mallman Falcón. Él tenía noticias diferentes: se había quedado en los capítulos en que usted estaba enloquecido con Ana. Según él creía, para usted, Ana era la gran clave, y entonces actuó en consecuencia. Se ocupó de ella y a la fuerza le arrancó la historia. Ana resistió, seguramente, pero al final lo puso al corriente de todo, y entonces Carlos Mallman tomó las medidas que condujeron al triste resultado que todos conocemos.

—¿Y Ana? ¿Cómo pudo…?

—¡Cómo se equivocó usted con esa señorita! ¡Y cómo se empeña en no reconocerlo! ¿Usted se cree que Ana pensaba compartir la ciudad de Bree con usted? ¿No se da cuenta de que usted era sólo su instrumento? ¿No piensa que tal vez le tenía preparado un destino nada envidiable, y semejante al que seguramente corrió ella?

—No, no —dije—, no puede ser que vivamos en un mundo de enemigos, donde todo es mentira, y donde la gente sólo sabe acosarse, disputando ciudades.

—Pues es así. Vivimos en un mundo de enemigos, y vivimos en un mundo donde todo es mentira, donde lo real no tiene ninguna importancia, y donde si algo existe o no existe es un detalle mínimo. La victoria es siempre de los otros, y por eso lo único recomendable es el olvido.

—¿Y Fernando de Bree? —pregunté, reconstruyendo mi voz a través de laberintos de desdicha, irremediables—. ¿Y Fernando de Bree, no el hijo de María Inés, sino el otro, el que iba a salvarnos a todos nosotros, el que iba a reconquistar la ciudad, el que iba a arrancarnos de todo esto? ¿Dónde está?

—Hace bien en preguntar. Fernando de Bree, sí. ¿Quiere que le diga una cosa? Yo creo que Fernando de Bree nunca existió. Que fue precisamente el fantasma que presidió todo. ¿Recuerda cuando apareció por primera vez, y usted dijo que el texto estaba trastrocado, que no se entendía bien y que por lo tanto debía ser una parte importante? Vaya si lo era. Tan importante que usted nunca pudo fraguar el personaje, pero las consecuencias las padecimos todos. Nunca sabremos por qué la Chola le habló a Federico de un niño que nunca existió, pero podemos explicarnos muy bien por qué partió sola para Europa. El mito de Fernando de Bree, el héroe dorado, caló muy hondo. ¿Por qué cree usted que Leonor Omarman estaba aún viva y esperando? ¿A quién cree usted que estaba esperando? ¿Con quién cree usted que nos confundió?

—Con Fernando —dije—. Con Fernando de Bree, que murió antes de llegar hasta aquí.

—En parte murió antes de llegar hasta aquí, y en parte nunca nació —dijo el comisario inspector—. Y en parte vive. Porque, si usted quiere, Fernando de Bree es ese resto de Bree que queda en todos los hombres, eso que hace que todos reconozcan, al verla, una ciudad como ésta, que nunca existió.

—Muy estimulante —dije, emprendiendo el camino de regreso—. Lo que me asombra es la manera en que usted llegó a comprender todo esto.

—¡Bah! Si quiere decirlo en difícil, diga que descubrí las fracturas del discurso. Si no, diga que sólo usé el sentido común.

—¿Y el resto? ¿Y el final de la historia? —miré por última vez la ciudad de Antor el Grande, de Diego, de Alvaro y de Federico Alejandro. La ciudad de Leonor Omarman, y también de Ana y mía. La ciudad sagrada de Fernando de Bree—. ¿Qué va a pasar con nosotros ahora?

—No lo sé —dijo el comisario inspector, siguiéndome—. Pero lo vamos a saber dentro de muy poco.