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El coche se detuvo bruscamente junto al mojón que marcaba la entrada, negándose a seguir adelante, como si percibiera la espesa consistencia de lo maravilloso. Casi furtivamente, nos deslizamos por calles polvorientas y abandonadas, donde el sonido de nuestros pasos repercutía convencionalmente en las paredes sin vida. Porque no era esto lo que habíamos esperado. No estas endebles paredes de barro, estos techos de madera parcialmente terminados, estas calles de terracota y greda fácil, esta ausencia de resplandores y escorzos. ¿Dónde estaban aquellas puertas magníficas, guardadas por centinelas de rostros impávidos y aborrecibles? ¿Dónde aquellas murallas sobre las que oscilaban animales terribles, cuya sola mención llenaba de espanto el corazón de los hombres? ¿Por qué este sol cayendo a plomo sobre las casas abandonadas y las calles, por qué esta densa e irrespirable atmósfera de insoportable luminosidad, que acompaña sólo parcialmente los cambios que advertimos al compás de nuestro avance por una calle central? La construcción se torna más firme y rígida, la piedra y atisbos de mármol sustituyen al ladrillo, al adoble, y los precarios materiales del principio, aparecen las rejas, que paulatinamente empiezan a curvarse en arabescos. Atravesamos duros y frescos pórticos, donde alguna vez se habrían congregado las mujeres para chismorrear y contemplar el río. Cruzamos sórdidas habitaciones, donde habrían retozado los amantes, bajo doseles ahora destruidos por las ratas. Penetramos en piadosos conventillos, donde se conservaban los pálidos restos de una albañilería prodigiosa, cuyas herramientas se habían fosilizado, volatilizado entre escombros de estuco. Nos introdujimos en tiendas donde alguna vez las legendarias damas de Bree se habrían probado sus vestidos de miriñaque y sedas finísimas. La inmovilidad era tan absoluta, que las telas conservaban sus pliegues, y que la más leve de las perchas no se atrevía a oscilar. Persianas abiertas en ángulos inverosímiles confirmaban la ausencia total de movimiento: el aire parecía haberse solidificado sobre Bree, estableciendo capas de olvido superpuestas que nosotros nos habíamos atrevido a levantar una a una. Y sin embargo: ¿dónde estaban las calles empedradas en oro, los salones de mármol, las fantásticas rampas que bajaban hacia el río? ¿Dónde estaban los recovecos de la inexpugnable fortaleza, de la ciudad fabulosa? ¿Dónde el nudo de todos los hilos simultáneos que confluían para que nosotros pudiéramos andar el tramo definitivo que marcaría el punto final de tantas cosas? Atravesamos un portal flanqueado por dos arcos profusos, y de pronto algo rodó: un fragmento de mampostería se quebró bajo la presión de nuestros pasos. Una nube de polvo se elevó en el aire y empezó a disgregarse lentamente: estábamos ante la mansión de Antor el Grande, donde se habían sucedido las generaciones, y que se mantenía intacta en medio del derrumbe general. En los altos portones de piedra, madera y bronce, tallada a fuego, la figura del pájaro guanaco, símbolo de la sabiduría y el poder, adoptaba los contornos amenazadores de una advertencia. Caminamos a través de largos salones vacíos, puertas que todavía chirriaban con una tonadita antigua, patios bordeados por arcos grandiosos, pasadizos de mármol blanco adornados con barandillas de plata. Tres escaleras concurrentes nos condujeron a una negra puerta de alabastro, donde la figura del pájaro guanaco brillaba con la rara luminiscencia que precede a una anunciación. Antes de que llegáramos a tocarla, la doble hoja se abrió, dándonos paso a una cámara sombría. Una levísima luz verde se desprendió de las paredes. La luz de sol, sabiéndonos allí, empezaba a filtrarse a través de la delgada capa de polvo que cubría los muros exteriores. Comprendí dónde estábamos: era la cámara nupcial, tallada en una sola esmeralda, que Antor el Grande había destinado a la perpetuación de su estirpe.

Algo se movió junto al enorme lecho central. Una anciana andrajosa, que parecía vivir en alguna leyenda remota, se desprendió del marasmo de lo maravilloso. Con dificultades se puso de pie, arrancándose a un piso al que había permanecido casi pegada. No era difícil saber ante quién nos encontrábamos: era Leonor Omarman. Estiró las manos, tratando de sustituir a los ojos que se mantenían cerrados por la fuerza de la costumbre. Los dedos recorrían en el aire un preciso itinerario: palpaba nuestras formas, buscaba entre los pliegues de nuestra verdadera realidad un contorno conocido. Giraba sobre sí misma muy despacio, como un trompo mecánico, pesado y polvoriento que exhalara sus últimos recursos de energía, aproximándose hacia una escalera estrecha y sin decoración alguna, insinuada en el extremo más apartado: quería dirigirse por última vez a los grandes miradores para presenciar el jirón terminal del espectáculo.

Pero no pudo hacerlo. Apenas tocó los primeros peldaños, se derrumbó y volvió a integrarse al suelo de la cámara, como una mancha oscura y febril que enseguida reconocimos: la pavorosa agonía.

Esperamos de pie hasta que todo hubo terminado. Leonor Omarman había muerto. El comisario inspector cruzó los brazos blandos y sin hueso, cerró los ojos que habían sabido encender la llama del amor y de la muerte en el corazón de los hombres, y luego cubrió la mancha oscura con una cortina de terciopelo rojo. Con el corazón contraído, emprendimos el camino de la pequeña escalera como si se tratara de un incierto peregrinaje: escalones interminables se encadenaban en caracol, apoyándose en mayólicas con la estampa del pájaro guanaco, esta vez vigilante y serio. Cintas delgadas de luz azul atravesaban las paredes por celosías disimuladas en la parte superior de la estructura. Rellanos imperceptibles marcaban pausas cuidadosamente distribuidas, prefigurando la terraza abierta donde desembocamos, guarnecida por canteros tallados en cerámica, y bordeada por una doble hilera de almenas diseñadas como dientes o imanes, cúmulos de atracción.

A nuestros pies se extendía la magnífica ciudad de Bree. Allí estaba, con sus cúpulas y sus altos miradores. Allí estaban las calles asfaltadas en oro, y las torres altivas del Observatorio Solar, los edificios umbríos y sonoros y las fantásticas rampas que bajaban hacia el río, la cámara remota donde Ramiro descifró el secreto de su historia, y las terrazas adornadas por guirnaldas de metal desde donde, como ángeles malos, se alzaron las cohortes de la rebelión, los grandes radiotelescopios apuntados hacia el cielo, los generadores de piedra, los hangares donde estacionaban las naves que se deslizaban sobre el suelo sin sonido alguno, los pájaros guanaco tallados en paredes y palacios y en las rampas que bajaban hacia el río, las construcciones cibernéticas que esparcían por el aire su significado confuso. El comisario inspector se apoyó sobre las almenas y miró a lo lejos.

—Es curioso —dijo—. Uno tiene la sensación de haber estado ya alguna vez aquí. —Y agregó—: ¿Quiere que le cuente una historia?