A pesar de las protestas, el comisario inspector actuó con una eficiencia impresionante. Del auto en que vino a buscarme pasamos directamente a un helicóptero rápido. Buenos Aires se alejó bajo nosotros, como una masa gris, poblada de luces como enanitos angelicales que contrastaban con la oscuridad de la cabina, donde nadie hablaba. El comisario inspector y yo estábamos acurrucados en el asiento de atrás. Carlos dormía resueltamente en el piso, y algo en la silueta del piloto me resultó familiar. El piloto se dio vuelta, se sacó el casco, se desparramaron los largos y decisivos cabellos negros de María Inés.
—¡Vos aquí!
—Querido —dijo María Inés—, todo este asunto me resulta tan espantosamente creativo que dejé el ciclo de conferencias y me vine.
—¿Pero cómo pudiste…?
—Querido, ¿cuántas veces te dije que vos no sabés lo que puede un cheque? —la sonrisa de María Inés brillaba en la cabina, como si hubiera pasado toda su vida allí. Manejaba el helicóptero con una habilitad asombrosa—. Hice un curso introductorio al manejo de aviones —me explicó. La técnica y el arte, pensé, uniéndose al río interminable de la creación y la cultura. Y las ciudades. Uno busca soluciones y sólo encuentra ciudades. Allí estaba María Inés, allí estaba la Chola muriéndose, allí estaba Antor, remontando el Paraná Medio, para fundar una ciudad errante. Dormito un rato, y me despierto con un breve sacudón que indica que María Inés inició un descenso brusco, según las mejores técnicas del curso introductorio, que le permiten posarse como una palomita a unos cincuenta metros de un puesto policial, sobre la ruta. Saltamos del helicóptero mientras las aspas giran como molinos de viento y reflejan las luces altas de los autos y el parpadeo monocorde de los patrulleros, que tiñen el escenario de blanco, luego de rojo, otra vez de blanco. Alguien se nos acercó.
—El comisario Bunsen —se presentó. Bunsen tenía en la mano Madame Bovary—. ¿No le dije que a éstos les dio por la literatura francesa?, dijo el comisario inspector —Carlos estaba parado a mi lado, indefenso y endeble. Del otro lado me escoltaba María Inés, la mirada tendida hacia las oscuras lejanías de la creación.
—¿Fue un accidente? —preguntó el comisario inspector.
—Accidente, puede ser —dijo Bunsen—. Lo que no creo es que haya sido muy casual, que digamos. Hicimos como usted nos dijo, transportamos todo hasta aquí, unos quinientos metros, y esperamos.
El comisario inspector asintió. El espectáculo era sobrecogedor. Al costado del puesto, los coches estaban incrustados unos en otros, en una especie de orgasmo funerario.
—¿Cuántas víctimas?
—Cinco —dijo Bunsen—. El que manejaba el Polara, una pareja joven del Fiat, el hombre que usted buscaba en el Torino, y un chico.
—¿Un chico?
—Diez años.
Volvimos a mirar los focos, la masacre, el mareante espectáculo. Diez años.
—Según parece, le cruzaron el Polara en el camino y lo pararon. Iban a hacerlo bajar cuando apareció el Fiat y se produjo el desastre.
—¿Y los otros?
—No sabemos. Había otro coche más, y seguramente, cuando se produjo el choque, volaron. Los patrulleros llegaron casi inmediatamente, fíjese que estamos sólo a quinientos metros. Puede decirse que lo oímos. Yo estaba leyendo Rojo y Negro y me sobresalté. Cuando llegamos, el chico estaba todavía vivo, pero se nos murió entre las manos —un auto que se deslizó lentamente a lo largo de la ruta nos distrajo por un momento del vertiginoso escenario. El comisario inspector agarró a Carlos de un brazo—. Querría ver los cadáveres.
Bunsen asintió. —Están esperando que usted los reconozca para trasladarlos. —María Inés se fue con ellos, mientras a lo lejos se escuchaba el sonido agudo y ambiguo de una ambulancia acercándose. La tragedia tiene su organización, sus leyes. Sus sonidos también. Ante un gesto de Bunsen, los técnicos que revisaban los coches me dejaron pasar.
A duras penas pude meter la cabeza entre los hierros retorcidos que habían sido el marco de la puerta. Restos del tapizado se mezclaban con una radio pasacassettes y los fragmentos de un volante deportivo. Metí la mano en la guantera, saqué unos papeles chamuscados y los miré a la luz de la Luna que había adoptado un horrible cuarto menguante y se mezclaba con los focos policiales, produciendo el curioso efecto de un decorado de ciencia-ficción. Barajé varios carnets y pólizas de seguro: allí no había nada. Metí nuevamente la cabeza entre los restos del auto, y lo encontré: en el piso, la dentadura postiza mordía desesperadamente un rectángulo de papel plateado.
Un grito agudísimo de María Inés partió la noche en dos. Corrí hasta donde estaban atendiéndola, en el suelo. Más allá, Carlos se había sentado como un zombie junto a una camilla, donde se adivinaba el cuerpo de Álvarez. Y al lado, sobre otra camilla, descansaba el cadáver pequeño y aterido de Fernando de Bree.
Retrocedí hasta la banquina y vomité. Cuando miré nuevamente, todo había terminado: María Inés subía a un coche policial que se alejaba de nosotros para siempre. Me acordé del capítulo 11, cuando apareció por primera vez en el teléfono, como una voz gorgojeante y desconocida que se disculpaba. ¿Te habrás disculpado del todo y de todo, María Inés Bustamante y Bulnes? ¿Vislumbraste regiones del horror que no se arreglan con un cheque? ¿Y qué me dejás a mí, que estoy viendo cómo suben a una ambulancia el cuerpo de Álvarez, y luego el cuerpito querido de Fernando de Bree? Ya nunca escribirá una ópera, ni se esconderá entre las plantas del invernadero. Sigue el camino de su padre Enrique y de su abuelo Federico Alejandro. No podía subsistir en un mundo donde todo se reduce a una sola rutina: un cadáver, una ambulancia. ¿Cuántas veces más volverá a ocurrir? Me quedé llorando en silencio, contemplando las ambiguas formas que puede adoptar un final.
Un auto que venía en nuestra dirección disminuyó la velocidad, fascinado por el espectáculo, y aceleró luego ante los gestos de hostilidad de los policías. En la otra dirección, pasó un camión con doble acoplado, como un monstruo voluminoso e inocuo. La vida seguía adelante, del mismo modo que el tráfico seguía por la ruta, desviándose apenas por el amontonamiento de coches. Y no está bien ni mal. Sólo que Fernando no volvería jamás a jugar carreras por los caminos de una plaza. El viento sacudió el papel que tenía en la mano, del cual colgaba todavía la dentadura postiza.
La dejé caer al suelo. Los dientes del Commendattore se entrechocaron por última vez con un ruido falso.
De entre los pliegues de la envoltura de plata extraje una plaqueta rectangular. Tenía la consistencia de un cartón delgado. Nítidos colores serpenteaban de un borde a otro, cruzándose como un ambiguo magma, y rematando en soldaduras de punta respingada. Parecía desprender un sonido remoto e inaudible.
—¿Y esto? —preguntó el comisario inspector—. ¿Es el famoso mapa?
—No es un mapa —dije. Es una radiobrújula. Es lo que Federico Alejandro le envió a la Chola, y es lo que usted debió esconder con más cuidado. Vibra con empuje cibernético, y señala el camino inequívoco de la ciudad de Bree.
—Aquí cerca hay una hostería —el comisario inspector parecía atacado de una repentina urgencia—. Pero me parece mejor no esperar: podemos dormir un rato en el coche y apenas amanezca seguimos viaje. ¿Qué le parece?
Me parecía peligroso. Los coches que habían cercado a Álvarez podían andar cerca, pero no dije nada. Porque hiciéramos lo que hiciéramos, nunca más Fernando iba a saludar desde lo alto de una pared, y decir: ¿viste cómo pude hacerlo? Allí se había quedado, a las puertas de Bree. Carlos se nos acercó como un animal herido. La lengua se movía con avidez en la boca, suspirando por una droga que ya no conseguiría. —¿Y yo? ¿Y yo qué voy a hacer ahora? —preguntó.
El comisario inspector desenfundó su arma. —Caminá —dijo.
Carlos se contrajo en un espasmo de terror, y empezó a retroceder por la banquina, hacia atrás, dándonos la cara.
—¡Caminá como la gente! —rugió el comisario inspector—. ¡Date vuelta! —Carlos obedeció. Siguieron tensos instantes, hasta que lo vimos perderse en la noche. Sentí que todo mi cuerpo se estremecía con el placer de la crueldad. Porque nunca más Fernando de Bree me miraría desde el invernadero, preguntándome con su vocecita infantil: ¿y vos eras amigo de mi papá?
—Menos mal que el auto de Álvarez no se incendió —dije, señalando la radiobrújula.
—¿Menos mal? Me extraña que a esta altura de las cosas, usted no haya comprendido que este aparato está seguramente protegido contra esa clase de contingencias.
—El agua y el fuego.
—Y el olvido. Téngalo siempre presente.
El comisario inspector reclinó el asiento delantero del coche que nos habían prestado, un BMW que, por su aspecto, había sobrevivido a numerosas situaciones de riesgo, pero yo no tenía ganas de dormir. Caminé un poco, me senté sobre el pasto del borde de la ruta y repasé las escenas que acababa de presenciar, la violencia con que las cosas entraban en la recta final, empezaban a acomodarse, a someterse a los rigores de la coherencia y la memoria. Del estómago me vino a la boca un sabor amargo.
Y entonces, de repente, amaneció.