50

Era María Inés. La diáspora retrocedía; todos regresaban.

—¡Querido! —exclamó María Inés—. ¡Tanto tiempo queriendo llamarte!

—¿Cómo estás? —pregunté.

—Apuradísima, querido, apuradísima. Te hablo aprovechando una pausa en el ciclo de conferencias del doctor Azinahuer, me imagino que lo conocés.

María Inés se imaginaba mal, pero la perdoné.

—¿Tenés alguna novedad?

—Justamente, querido, justamente. Por eso te llamaba. Quiero contratarte.

—¿Contratarme? —ayer nadie daba un peso por mí y hoy todo el mundo quería contratarme.

—Sí, querido, contratarte. ¿Vos no eras detective privado o algo así?

—Algo así.

—Bueno, perfecto, entonces, estás contratado.

—¿Y para qué estoy contratado?

—Para que me lo encuentres a Fernando y para que me averigües quién entró en mi departamento cuando yo no estaba —calculé mentalmente que la mitad del trabajo estaba hecho. Pero la otra mitad me alarmaba, y mucho.

—¿Que lo encuentre a Fernando?

—Sí, querido. Yo admito perfectamente que un artista como él tiene que vivir la bohemia, y organizar su propia vida. Pero ya hace dos días que no aparece, y no quiero que se desgaste en francachelas.

Conque eso es lo que te preocupa, pensé. — ¿Y no tenés idea de dónde puede estar?

—¿Cómo voy a tener idea, querido? —se ofendió María Inés—. Yo no me meto para nada en la vida de Fernando. El puede hacer lo que quiere e ir a donde quiera. Es un artista, y es libre. Pero ya llaman de vuelta para la conferencia, te dejo… chaucito —y colgó.

Me quedé con el tubo en la mano, pensando que las posibilidades del asombro no se agotan nunca. ¿Qué se habría hecho de Fernando? Uno busca a los niños, y sólo encuentra ciudades. ¿Dónde estará Fernando?, me pregunté con preocupación. ¿Dónde estará Ana?, traté de pensar, mientras me disponía a dormir.

Pero escrito estaba que si alguna vez habría de dormir, no sería precisamente esa noche. Uno quiere dormir, y sólo encuentra ciudades: el timbre sonó cinco minutos después que terminé la charla con María Inés. No puede ser. ¿Quién va a venir a verme a esta altura de la noche y a esta altura de la novela? No, no puede ser. Tuve la tentación de no contestar el timbre, pero la curiosidad pudo más. Es la Chola, que despertó, es Leonor Omarman, es el Commendattore que viene a decirme que se casa con Frau Verbotten. Es Ana.

Es irreal, pensé, y pensé que sólo lo irreal existe, como diría el comisario inspector.

—Yo no diría eso —dijo el comisario inspector—. Usted me hace decir cada pavada, y yo no tengo oportunidad de defenderme. Imagínese lo que van a pensar los lectores.

—Los lectores van a pensar que usted hubiera hecho mucho mejor en conservar el papel —contesté. Y el timbre volvió a sonar.

Es María Inés que quiere hacer un boceto de mi casa, y luego un esbozo del amor, para más tarde elaborar un proyecto de matrimonio. Es Ana, que volvió. Pájaros de Bree. Corrí como un loco a abrir la puerta. Era Carlos.

—¿Qué Carlos? —preguntó el comisario inspector— porque con la sobreabundancia de Carlos que hay aquí…

—Carlos, el asesor editorial del Commendattore.

Estaba pálido y ojeroso, parecía a punto de derrumbarse. Las mangas desabrochadas del jean azul dejaban aisladas las muñequeras de cuero, como objetos malignos y casi inútiles, y descubrían una flora de pinchazos violáceos y significativos. Los ojos semicerrados lo rodeaban de un aura implorante, como si hubiera alcanzado el reverso de la trama, y de repente un adolescente desvalido empezara a abrirse paso con dificultades en medio de esa ficción de hombre maduro preparado para el delito o la cárcel.

—Perdone que lo moleste a esta hora —dijo Carlos, y se tambaleó hasta un sillón, para ser exactos, el mismo que había ocupado Carlos Mallman en el capítulo anterior y que el comisario inspector ocupó varias veces a lo largo de estas páginas. Hundió la cabeza entre las manos, e hizo un esfuerzo por hablar.

—¿Qué pasó? —pregunté—. ¿Y qué hacés aquí?

—Se fue —la voz salía pastosa y ríspida, goteando desde una maraña química—. Se fue, y necesito encontrarlo.

—¿Quién se fue?

—Carlos —dijo Carlos.

—¿Carlos? —pregunté.

—El Commendattore.

—¿Ve? —dijo el comisario inspector—. Ése es el problema cuando los personajes se llaman todos de la misma manera.

—¿Álvarez? ¿Y adónde se fue?

—No lo sé —consiguió decir Carlos—. Justamente quería encontrarlo para que lo en…cuentre —hoy todo el mundo estaba buscando a todo el mundo y me elegían a mí como su detective preferido. Los ojos de Carlos se agrandaban y empequeñecían a intervalos regulares, como si miraran un paisaje extraño sin comprenderlo del todo. Tenía la vista clavada en las muñequeras de cuero, que parecían utensilios olvidados por alguna otra civilización. ¿En qué pensaba? ¿De qué trataban las conferencias del doctor Azinhauer? ¿Qué extrañaba Carlos en el Commendattore? ¿Qué dosis estaba buscando? ¿Quién mató a Enrique de Bree?

—¿Y cuándo se fue?

—No sé bien cuan…tos, cuándo. Hoy fui a la oficina… y él se había ido. Or…dené todo, dejé la oficina ordenada, estuve un rato largo ordenándola.

—¿Y no fuiste a su casa?

—Carlos vive —dijo Carlos—, vive en la Editorial Asturias, la dejé orde…nada. Todo muy orde…nado.

—¿Y no tenés idea de dónde puede estar?

Sacudió la cabeza con visible esfuerzo, luego la ladeó, y se quedó así. Iba a tener que sacarle la información gota a gota, si es que tenía alguna. Las calles de Bree flotaron ante mis ojos, mezclándose con el ruido infernal de las máquinas azuzadas por Frau Verbotten.

—¿Álvarez lo estaba presionando a Carlos Mallman por algo?

—No… lo sé —la cabeza de Carlos giró hacia el otro lado, el cuerpo se aflojó, la respiración sufrió uno o dos espasmos, y de pronto se tornó regular: se estaba durmiendo, vencido por la droga, o la necesidad de ella. Sólo esto me faltaba. Además de todo, semejante asesor editorial durmiendo en mi living, mientras el asesino quiere contratarme y el sospechoso se tomó el raje. Que López y Pérez dejen de pintar sus miniaturas y vengan a tomarse un cafecito, y tenemos a la orquesta completa. Miré a Carlos con lástima, pero no sólo por él. Parecía mentira que toda la historia de Bree, que todos los tesoros de la ciudad de Antor terminaran y se resumieran en el sueño artificial de un drogadicto que en el mejor de los casos podría evolucionar hasta llegar a ser un buen punk. Lo registré y le saqué el cortaplumas, mientras una idea general de la situación empezaba a tomar forma en mi cabeza. Los engranajes chirriaban y empezaban a ajustarse a un plan preciso, a ceder ante el empuje de orden. Ah, pájaros guanacos, pájaros de Bree, torres muy altas, rampas de piedra que bajan hacia el río, mitológicas y firmes. Ay, Frau Verbotten y las Hijas de Wotan. Ay, Carlos Mallman, que tocas el arpa y buscas a tu socio bien amado. Ay de Ana, ay de Fernando de Bree, ay. ¿Y el Commendattore? ¿Dónde estará? ¿Dónde está el Commendattore, con la dosis necesaria para resucitar a este degeneradito desarmado? Empezaba a adivinarlo, a intuirlo, a olisquearlo en el aire pesado y tumefacto. Empezaba a comprender que había que buscar al Commendattore en algún camino de la provincia de Santa Fe, hacia las márgenes del Paraná Medio. Uno busca al Commendattore, y sólo encuentra ciudades. Levanté el teléfono y llamé al comisario inspector. Me atendió con voz jovial, pero yo no estaba para bromas, ni siquiera para recordarle que hubiera hecho mejor en esconder bien el papel. Le conté las novedades.

—¿Así que en el sótano, eh? ¿Me creerá si le digo que me lo imaginé desde el primer momento, cuando vi ese rompecabezas tan bien armado en ese rincón? Lo que sí me extraña es el sentido de las cosas. Que todas las editoriales terminan convirtiéndose en prostíbulos, ya lo sabemos. Pero que un prostíbulo retroceda hasta el punto de convertirse en una editorial resulta verdaderamente sorprendente.

—En efecto. Pero el asunto es que, sorprendente o no, el Commendattore se nos escapó de las manos, y empiezo a sospechar dónde está.

—En eso le gané de mano —dijo el comisario inspector—. Yo sé perfectamente dónde está.

Todo el sueño acumulado se me pasó de repente. — ¿Y dónde está?

—Recibí una llamada de la policía de Santa Fe. Hubo un choque de automóviles brutal, con varios muertos y Álvarez es uno de ellos. No creo que puedan equivocarse, aunque allí también prendió el virus de la literatura, francesa, en ese caso. Pero Álvarez es demasiado gordo para ser un personaje de Flaubert.

—¿Cuándo fue eso?

—Hará unos pocos minutos. ¿Vio? A veces yo también tengo mis raptos de curiosidad y me doy el gusto de adivinar alguna que otra cosa. Pedí que me alertaran sobre cualquier cosa que ocurriera por esos lares. Me contestaron con citas de Sartre, pero igual lo hicieron.

—¿Y por qué no me avisó inmediatamente?

—Porque pensé que no tenía importancia. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene?; con el tiempo ya se iba a enterar.

Estuve a punto de contestar una barbaridad, recordé a tiempo que era inútil, y además: ¿si al fin y al cabo no tuviera importancia? Pero yo tenía que encontrar a Ana y a Fernando, y sólo los encontraría cuando alcanzara la ciudad de Bree.

—Bueno —dije—. Entonces es necesario que vayamos para allá.

—¿Ir para allá? ¿Está loco? ¿Usted sabe dónde queda Santa Fe? ¿Y qué le importa a usted un accidente de automóviles?

—Ocurre que sé dónde queda Santa fe. Y ocurre que me importa. Y ocurre también que si usted hubiera escondido el papel como corresponde, el accidente no hubiera ocurrido, y no tendríamos necesidad de ir. Así que iremos.

—Estoy muy cansado.

—Yo también estoy muy cansado —dije con firmeza—; estoy cansado de tanto misterio, pero quiero llegar hasta el final.

—¿El final? ¿Y qué le importa a usted el final?

—Me importa —dije— porque tengo una novela que terminar, y porque tengo un contrato en blanco firmado con Frau Verbotten. Me importa porque quiero encontrarla a Ana. Y me importa, sobre todo, porque todas las cosas se reducen a un final. A un final que, en el fondo, es siempre el mismo. Uno que mata, otro al que matan. Uno que se muere, mientras el carnaval del mundo sigue adelante.

—Eso parece la letra de un tango.

—Es la letra de un tango —dije—; así que pida un coche y páseme a buscar.

—Los tangos son de la capital —se defendió débilmente el comisario inspector—. No es necesario ir a buscarlos a Santa Fe, cuando uno se muere de sueño.

—Eso era antes. Ahora los tangos tienen mucho éxito en Japón. Y si uno se muere de sueño, es una forma como cualquier otra de morirse.

—Está bien —se rindió—. Espéreme que arregle todo —y colgó.

Y ahora, sólo esperar. Carlos, dormido en el sillón que tantas veces ocupó el comisario inspector, que hace un rato ocupó Carlos Mallman, el mismo donde, si la memoria no me fallaba, se habían sentado López y Pérez en algún momento. Pájaros guanaco atravesando los techos sórdidos y alcanzando el espacio sin nombre. Fernando escribiendo su ópera, Fernando rearmando la ciudad de juguete que yo había derribado y que ahora estaba buscando. Porque uno se busca a sí mismo, y sólo encuentra ciudades. Máquinas de Bree imprimiendo estas mismas líneas, fustigadas por el látigo cruel de Frau Verbotten. Álvarez, con todo su amor por la humanidad, convertido en un amasijo de carne y hierros retorcidos en algún lugar impreciso de la provincia de Santa Fe. El Commendattore muerto. ¿Quién mató al Commendattore? Parecía el final de una ópera, cuando todos los personajes, ángeles y villanos, se juntan sobre el escenario para entonar el cantabile final de arrepentimiento, premio y castigo. O como cuando las notas de la afinación de una orquesta empiezan a ajustarse en un crescendo inicial, que marca el comienzo de la música, y ahí empieza todo. Faltaban todavía algunos personajes, algunos cabos sueltos, pero no tardarían en aparecer. Me preparé un té, ya que no tenía café, como bien había dicho en el capítulo primero al comisario inspector. Todo era incierto. Flotaba en un vacío necesario, total. La furia, la ansiedad o lo que fuera, se retiraban poco a poco. La ciudad que yo hubiera querido alcanzar, la ciudad poblada por Ana, o por Anas de todas las formas y tamaños, vigilada por las fantásticas rampas que bajaban hacia el río, y por altas torres cibernéticas, y alcázares donde Leonor Omarman lanzaba una y otra vez al espacio vacío su lamento de fantasma en celo, la ciudad de Bree, se borroneaba. Me dejaba solo, enfrentado a mi única e incomparable realidad, a las ruinas de una ciudad dentro de mí, abandonada al polvo y al espanto.