Empujé al viejo, que casi se cae al suelo. ¿Cómo se llamaba? ¿Fernando? ¿Fernando Vario?
—Efectivamente —dijo el comisario inspector—. Vario, Fernando.
—El ju… gue… te… no —plañó lastimeramente el viejo—, el ju… gue… ti… to… no…
Pero yo no estaba para que el juguetito sí o el juguetito no. Corrí entre las pilas de camas desmanteladas y destruidas, desde donde me llamaban melancólicamente los antiguos nombres: Loli, Paca, Porota… la Chola, como reliquias de un mundo que ya no volvería. Atravesé todo el largo del pasillo, y en la esquina conocida se alzaba, orgulloso, el enorme rompecabezas: la poderosa ciudad de fantasía surgida de la vejez (o de la infancia) de Fernando Vario: las violentas torres, el impulso fantástico del Observatorio Solar, las misteriosas rampas que bajaban hacia el río.
De una patada deshice todo. Aplasté las calles de oro, los vehículos que se trasladaban sin tocar el suelo, los telares que tejían las telas más maravillosas del universo, el cuadriculado cibernético. Fernando Vario se acercó llorando y me ayudó a apartar los escombros, hasta dejar al descubierto, a ras del suelo, una puerta trampa, en cuyo centro oscilaba ligeramente una argolla que me hizo pensar en el cofre del tesoro del Conde de Montecristo. ¿Cuál era el mecanismo que la abría? ¿Cuál era el mecanismo que disipaba la ciudad para ceder el paso, y luego la reinstalaba, desafiando al tiempo y al progreso? Probablemente, no lo sabría nunca. Traté de levantar la puerta-trampa, que era muy pesada para mí. El viejo corrió a ayudarme, yentre los dos, con esfuerzo, logramos alzarla y ponerla a un costado. ¿Quién abría esa puerta con facilidad? ¿Quién tenía la fuerza y la mitología como para que su paso por ella fuera libre? ¿El fabuloso Commendattore? ¿Los que nos habían asaltado en el cementerio? Me quedé contemplando el cuadrado oscuro que se hundía en la tierra, y donde, cuando los ojos se acostumbraron, distinguí una estrecha escalera de caracol. Bajé en busca del premio prometido: allí, fuera lo que fuera, debía estar. El viejo lagrimeaba.
Serían veinte, veinticinco escalones. ¿Qué es esta oscuridad? ¿Adónde me lleva? ¿A qué profundidad estoy? ¿Qué tesoro o sorpresa me espera allí abajo? Tanteaba con cuidado las paredes de ladrillo, alumbrándome cada tanto con un fósforo, hasta que mis manos tocaron algo blando. Palpé con cuidado, traté de adivinar, encendí un nuevo fósforo, vi una puerta acolchada, sin cerraduras ni candados. La empujé y se abrió.
El ruido y la luz me golpearon tan de repente que estuve a punto de caerme. Enormes prensas rugían vomitando papel escrito, gigantescas impresoras y encuadernadoras guillotinaban las hojas y armaban los libros. Estaba en el reducto secreto de las editoriales españolas. Frau Verbotten se paseaba como una walkyria furibunda entre los obreros y empleados, soldados del mundo siniestro de Nibelhein. La Orden de las Hijas de Wotan colgaba de su cuello, brillando como una joya de fantasía al contacto de la luz de los tubos fluorescentes.
—Esto es arrrrrrte —bramaba Frau Verbotten—, ¡esto es arrrrrrte!
Sobre una mesa, López y Pérez pintaban delicadas miniaturas para adornar las tapas y filigranas para el Verídico informe sobre la ciudad de Bree, que las prensas vomitaban sin final.
—El Verrrrrrrídico informe sobre la ciudad de Brrrrrrree —rugía Frau Verbotten—. ¡Esto es arrrrrte! ¡Esto sí que es arrrrrte!
—¿Dónde está el commendattore? —la encaré—. ¿Dónde está Ana?
—No lo sé —dijo Frau Verbotten—. ¿Cuándo vamos a tener los últimos capítulos?
—¿Dónde está María Inés? —grité, tratando de hacerme oír por encima del ruido ensordecedor—. ¿Dónde está Fernando?
—Escribiendo la óperrrrrra —dijo Frau Verbotten—. Tiene que escribir la óperrrrrra.
—¿Dónde está Carlos Mallman? —mirando de reojo, me di cuenta de que López y Pérez se acercaban con cara de «el barroco no me gusta nada», así que corrí hacia la puerta. Pero Frau Verbotten fue más rápida y taponó por completo la escalera de caracol.
—Tiene que firrrrrmarme un contrrrrrato —vociferó— un contrrrrrrato editorial —y sacó de debajo de sus vestiduras un papel en blanco y una lapicera. López y Pérez se acercaban, agarré la lapicera, firmé, y Frau Verbotten me dejó pasar. Fernando Vario lloraba sobre las ruinas de su rompecabezas. Me lancé a la calle, recordé que había pasado la noche en una bóveda y quise arrojarme sobre una cama. ¿Dónde estará Ana? Su paradero tendría que ver con cosas cuyas razones debían estar ya hundidas en el polvo de Bree.
—Como todas las razones —interpoló el comisario inspector—. Al fin y al cabo, todas las razones terminan en el mismo lugar, para ser desalojadas por otras razones, que a su vez correrán la misma suerte.
—Y serán desalojadas por otras razones —completé—; o sea, que el problema del alojamiento de las razones debe ser mucho menor que el de los alquileres en la ciudad de Buenos Aires. Pero no veo por qué se empecina en los lugares comunes.
—¡No me hable de los alquileres y los lugares comunes! —dijo el comisario inspector—. A veces pienso que si la gente se alojara en los lugares comunes, el problema de los alquileres estaría resuelto. Y los lugares comunes están al alcance de todos.
Mientras volvía a la casa, la necesidad de dormir se hacía más y más intensa. Pájaros negros pasaban rozando las ventanas. Dos monstruos prehistóricos y titánicos luchaban en la esquina de Callao y Córdoba. Modernos edificios se derrumbaban con estrépito, y la muchedumbre salía corriendo, despavorida. De los escombros brotaban insectos alados que entonaban cánticos de guerra. Tomé un colectivo repleto. La gente huía de la inundación y el fuego que simultánea y contradictoriamente avanzaban desde el sur. El respirar acompasado de la multitud hacía que la atmósfera fuera más densa y más sórdida que de costumbre. Cuando por uno de esos milagros inconcebibles que ocurren a veces conseguí un asiento, tuve que cederlo a una ancianita encorvada. «Si no fuera porque no puede ser», pensé, «diría que esta ancianita es la Chola».
—¿Ve su error? —intervino el comisario inspector—. Usted debió suponer que era la Chola justamente porque no podía ser. Nos hubiéramos ahorrado una buena cantidad de disgustos si usted razonara correctamente.
—Hubiera escondido mejor el papel —contesté con sequedad.
El día había transcurrido rápidamente, como si dos o tres cosas simples hubieran bastado para agotarlo, y ahora empezaba a anochecer. Bajé del colectivo, caminé hasta mi casa sorteando una súbita nevada que cayó de pronto, acompañada de estruendos de cohetes y fuegos de artificio: ¿Será fin de año?, pensé; ¿será Navidad?; ¿será que me estoy durmiendo? Me acordé de Lapaña, todavía desmayado. Supongo que ahora, que todo terminó, o que falta poco para que termine, el comisario inspector pondrá en práctica algún embrujo para despertarlo.
—De ninguna manera —intervino el comisario inspector— ¡Qué mal me conoce! Él prefiere estar así. ¿Qué quiere usted? ¿Que lo despierte, que lo vuelva a enfrentar con sus cochinos problemas cotidianos? Él es feliz así, tendido sobre el piso de la editorial que tanto ama, mirando pasar el cielo, como el príncipe Andrei Bolkonsky después de la batalla de Austerlitz. Tal vez se despierte algún día, cuando el aliento de Bree vuelva a ascender desde el polvo.
—Donde puede ser que se quede para siempre, dado que usted escondió mal el papel.
—¡Un papel! —protestó el comisario inspector—. ¿Y qué es un papel? ¿O usted se cree que todo terminó por la falta de un miserable papel, que encima de todo ni siquiera sabemos qué decía?
—Sí —dije—. Creo eso.
—Pues entonces se equivoca. En realidad, las cosas están igual que siempre. Nada ha pasado, nada pasará. Nunca pasa nada.
—No estoy tan de acuerdo, si me disculpa. Pienso que esto se acabó.
—No me diga.
—Le digo.
Pero me equivocaba. Tal vez le asignara al perdido papel —mapa de tesoros, mensaje de buques piratas, contrato de editoriales españolas, proclamación de milagros, llave de todas las puertas— un valor que no tenía. Tal vez estaba exaltado, pero lo cierto es que, por esa noche al menos, las cosas no se habían terminado. (Y habría muchas noches más, noches de insomnio y espanto, pobladas de murmullos, ecos de generaciones por venir, exhalación de los niños y las plantas que poblarán la Tierra y la recubrirán de ciudades. Pájaros de Bree despertándose más allá de las rocas, mordiendo los metales más duros y derrumbándose entre un estrépito infernal de columnas y torres. Porque uno busca personas y sólo encuentra ciudades. Uno busca el hilo argumental, la trama cotidiana, y sólo encuentra ciudades, ciudades barrocas y enrevesadas, cerradas a cal y canto, ciudades escondidas y tenues, que alguna vez brillaron a lo largo del gran río). Los ascensores descompuestos me hicieron retroceder: subí a tientas por una escalera que temblaba y se quejaba con voz humana. De las puertas de los departamentos, mujeres hermosísimas, adornadas con plumas doradas y vestidas con telas transparentes me llamaban con susurro». Melodiosos, me sumergían en los delirios de lo inalcanzable, y yo sabía sus nombres: Lolita, Paca, Porota… la Chola. Todo se oscureció de repente. Lapaña se desmayaba, Ana desaparecía, María Inés cuidaba su invernadero y Fernando escribía su ópera, Leonor Omarman lloraba desde las altas torres, un hombre remontaba un río y ponía en marcha el mecanismo de lo imaginario. Una ciudad entera se alzaba desde el fondo oscuro de un río fangoso y entonaba el cántico del oro. Subí a tientas los últimos escalones. Las líneas rectas del edificio se curvaban y parecían precipitarse sobre mí. Carlos Mallman estaba inclinado furtivamente ante mi departamento, pasando una tarjeta por la ranura de la puerta, como lo habría hecho en la Editorrial Asturias. Se dio vuelta con calma al oírme. La naturaleza entera se aplacó. Las luces se encendieron suavemente.
—Hace dos horas que lo estoy esperando —dijo Carlos Mallman.
—Nadie lo obligaba a esperarme. Me alegro que haya vuelto de su «viaje». Pase, por favor.
Carlos Mallman se sentó como si tomara posesión de mi casa.
—Quería hablar con usted —me dijo, mientras yo calculaba mentalmente si habría o no suficiente whisky para convidarlo. Finalmente decidí que sí y fui en busca de la botella.
—Quería hablar con usted —repitió. Ahogué un bostezo involuntario que pasó por respuesta. Serví un vaso de whisky, y resistí la tentación de tomar. Un poco de alcohol, y estaría del otro lado.
—Quiero contratarlo —dijo Carlos Mallman—. Y esto va por mi cuenta.
—¿Ah sí? ¿Y para qué quiere contratarme?
—Para que lo encuentre a Álvarez.
—¿A su socio?
—Al mismo. Y no es mi socio, así a secas. Es mi socio a la fuerza. Es el socio que nos impusieron —dijo, y yo pensé en las máquinas funcionando a todo vapor en el sótano de la calle Junín.
—¿Y por qué no lo busca usted mismo? Supongo que sabrá dónde encontrarlo. Es una información común entre los miembros de un mismo directorio. ¿No tiene un radiollamado?
Carlos Mallman no le dio importancia a la ironía con que yo me tomaba las cosas. Sus asuntos eran serios. —Quiero contratarlo —insistió. El tono de voz sugería que, sólo con decirlo, me había contratado, y que por lo tanto, desde ese preciso instante, yo era su esclavo.
—¿Va a permitir que el propio asesino lo contrate? —dijo el comisario inspector—. Mire que con eso nos va a hacer quedar mal a los dos. Que todos sepan que yo no tengo nada que ver con esto.
—Hubiera guardado el papel donde corresponde —le contesté—; entonces no hubiera quedado mal con nadie.
—¿Y para qué quiere encontrarlo? —pregunté.
—Para tratar asuntos privados. Le pagaré, y le pagaré bien. Para que lo encuentre, me informe su paradero y nada más.
—¿Y dónde está Ana? —pregunté.
—No lo sé. Hace unos días que no la veo. Supongo que en su casa.
—Desde ayer no aparece en ningún lado, editorial incluida —dije.
Carlos Mallman no dijo nada. Yo opté por no dar detalles, pero de todas maneras, no pude contenerme.
—¿No tiene idea de dónde puede estar? ¿De qué puedo hacer para encontrarla? —había un tono de súplica en mi voz que no me gustó nada. Le confería cierta superioridad, cierto dominio de la situación, que aprovechó inmediatamente.
—Ana es muy inestable —dijo—. Este tipo de desapariciones no son raras. No se extrañe por eso. Ana no tiene nada que ver con todo este asunto.
—Eso podría ser mentira —objeté, mientras pensaba en las ropas revueltas de Ana, y en las sábanas arrancadas—. Son demasiadas las cosas que no tienen que ver con este asunto.
—Todo podría ser mentira —dijo el comisario inspector—; todo es, en el fondo, mentira. Y es mejor que sea así.
—Hubiera guardado bien el papel —dije—. Eso sí que hubiera sido mejor.
—Encuéntrelo y le pagaré bien —dijo Carlos Mallman.
—¿Por qué no va a la policía?
—Si quiero contratarlo a usted es porque no quiero que intervenga la policía —dijo Carlos Mallman secamente—. Esto es un asunto confidencial entre Álvarez y yo. Y ahora —con voz más condescendiente y meliflua— naturalmente, usted también.
—Ah, menos mal —dijo el comisario inspector—. Déjeme pensarlo hasta mañana —mi único objetivo en ese momento era sacármelo de encima. Pero Carlos Mallman no parecía muy convencido.
—Necesito encontrarlo lo antes posible. Mañana… puede ser demasiado tiempo —levantó la voz.
—¿Eso es una amenaza?
—¿Por qué iba a ser una amenaza? —preguntó extrañado. Y yo me extrañé también. En realidad, ¿por qué iba a ser una amenaza? Pero la charla se estaba prolongando por más tiempo del que yo podía aguantar sin dormirme. Bostecé.
—Veo que lo aburro —dijo, agudamente, Carlos Mallman.
—De ninguna manera. Ésta es una historia apasionante. Pero está bien. Déjeme pensarlo hasta mañana, aunque si me entero de algo, le avisaré. Por ejemplo, si el Commendattore cae en medio de la noche para proponerme editar un libro en la Editorial Asturias —la frase no le causó ningún efecto, y yo pensaba: ¿qué le habré firmado a Frau Verbotten en el sótano de la calle Junín? ¿Quién toca el arpa de Carlos Mallman? Me levanté, y él me imitó, refunfuñando.
—Mañana hablamos —dijo, yéndose.
Yo me caía de sueño. Pero a pesar de todo, alcancé a pensar que si Lapaña se despertara de su desmayo, tal vez podría aclarar un par de cosas.
—Pero no se va a despertar —dijo el comisario inspector—. Le aseguro que no.
No me molesté en contestarle, del mismo modo que no me había molestado en contarle a Carlos Mallman mis últimos descubrimientos. Me quedé un instante apoyado en la puerta, y en ese momento empezó a sonar el teléfono.