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Las letras verdes seguían brillando con la misma prepotencia que en el capítulo 14 sobre el vidrio sucio de la editorial Asturias. Golpeé varias veces hasta constatar que no había nadie y luego usé la experiencia adquirida observando al cerrajero que había abierto la puerta de María Inés. Ésta era mucho más fácil, por cierto. La oficina sórdida, como la primera vez, me hizo pensar en calles y cámaras que ya nunca vería. Sobre el piso mugriento brillaba una tarjeta blanca, deslizada por alguien que no se había tomado el trabajo de forzar la puerta. La alcé; aunque no era necesario: desde lejos se reconocían los firuletes tercermundistas de Carlos Mallman. La tarjeta ahí no significaba mucho, pero por lo menos establecía alguna conexión entre los personajes, un toque de irrealidad, como sugeriría el comisario inspector. Y también significaba que empezaban a reaparecer. Desde el mismo teléfono de la oficina llamé a lo de Carlos Mallman, sin que contestara nadie, y lo mismo en la oficina. Después probé en lo de María Inés: resultado idéntico. ¿Y el Commendattore? El commendattore había dejado su covacha en perfecto orden. Abrí los cajones, donde se ordenaban facturas y recibos por las compras más inverosímiles que pudieran imaginarse y muy impropias, por cierto, para una inocente editorial, aunque desde allí se manejase el destino de paz y de amor de la humanidad. Abrí los armarios sin mejor resultado. Vacié el papelero, desde donde se deslizaron dos bichos que desaparecieron tan rápidamente que no pude identificarlos. Mejor para ellos.

Salí al pasillo y golpeé discretamente en la oficina de al lado. Me atendió una secretaria rubia y remilgada arreglándose el pelo para no desentonar con el aspecto general del edificio. Le pregunté si había visto movimiento en la oficina de al lado.

—¿El señor gordo? —preguntó arreglándose el pelo—. No, es decir sí, me parece que lo vi venir, es decir no, pero creo…

Tanta seguridad me puso nervioso. —¿Y el otro? —pregunté.

—¿El jovencito? —dijo arreglándose el pelo.

No pude contenerme. — ¿Quiere dejar de arreglarse el pelo?

—¿Por qué? —dijo arreglándose el pelo.

—Porque me pone nervioso. ¿Vio al jovencito o no?

—Sí —dijo arreglándose el pelo—, al jovencito, sí. Vino y se fue, es decir, es una manera de expresarse, tal vez no vino, pero se fue…

—¿Quiere dejar de arreglarse el pelo? —vociferé.

Me cerró la puerta en las narices. En esta novela, yo siempre me quedo del lado de afuera.

—Y no sin razón —dijo el comisario inspector—; al fin de cuentas, ¿qué tiene de malo que alguien se arregle el pelo? Aunque lo que más me divierte son sus pretensiones de ser un detective de novela negra. ¿Se imagina lo que hubiera hecho un duro con una rubia remilgada, en un edificio como ése, en vez de andar diciéndole que no se arreglara el pelo?

Regresé a la oficina, y mirando ese cubículo pelado y asqueroso, no me extrañó que el commendattore hubiera decidido abandonarlo. ¿Adónde había ido? ¿Dónde estaban las editoriales españolas que Álvarez capitaneaba y que infundían tanto temor a Ana y a Carlos Mallman y que eventualmente habían tenido algo que ver en la muerte de Enrique de Bree? ¿Cómo podía ser que esta miserable oficina hiciera tambalear una editorial sólida como Las Glorias de Bree? Qué cosa, pensé. Uno busca editoriales, y sólo encuentra ciudades. Detrás de las editoriales sólo hay ciudades, y encima de las editoriales hay ciudades. Y entonces me di cuenta. De repente, supe exactamente dónde se escondían las editoriales españolas, y supe que lo había sabido siempre. Las cosas, otra vez, volvían a girar en redondo, regresábamos al principio.

—Es que esto es como el Paraná Medio —dijo el comisario inspector—, el final ya lo sabemos, el principio regio. ¿Y en la mitad? Nadie sabe qué hay en esa mitad. Es como en la Argentina, que uno no sabe qué va a pasar en el medio, pero el final nos lo conocemos de memoria—. No me detuve a contestarle. Estaba urgido: mi próxima parada era el prostíbulo de la calle Junín.