—Y bien —dije furioso—. Parece que aquí se acabó todo, Los espejos de Bree se quebraron, los pájaros de Bree huyeron, el papel se perdió, los caminos de Bree están cerrados para siempre, cuando estábamos a punto de transitarlos. ¡Y yo buscando ciudades, escribiendo verídicos informes, anhelando la salvación de las bóvedas y los papeles escondidos en ellas! Y ahora, ¿qué quedaba? ¿Cómo la encontraré a Ana? El comisario inspector no compartía mi aflicción, mi resignado sometimiento.
—Esto no tiene importancia —decía mientras nos alejábamos del cementerio—. Por favor, no me venga con los pájaros de Bree que se volaron, ni con los espejos que se rompieron. Ésas son sólo redundancias. ¿Qué tiene de extraño que los pájaros vuelen? Para eso están hechos. Lo importante no es lo que pasará ahora, ni aun los resultados de lo que pasó. Lo importante es lo que pasó, aunque sea imprescindible olvidarlo. Alguna vez le dije que la realidad no es sino las ruinas de algo que no ocurrió nunca. Pues bien. Nosotros hemos aportado nuestra pequeña cuota, nuestro granito de arena, y ese algo continuó su fluir, se desvió y seguirá sin nosotros.
—Es un pobre consuelo.
—No sé si es un pobre consuelo. Tal vez para usted, que anda corriendo detrás del éxito, que busca el exitismo, el nombre, para darle un nombre.
—Se nota que no encuentra las palabras —dije—; pero no es el exitismo ni nada de eso. ¿Nos sentamos a tomar un café?
—Cómo no —dijo el comisario inspector, y nos sentamos en La Biela, bar de chetos y percantas, avizorando el cementerio de nuestros ensueños—. Dentro de poco, si las cosas siguen como hasta ahora, tomar un café va a ser todo un lujo en este país —dijo el comisario inspector.
—¿Se da cuenta por qué no había café, en mi casa, en el primer capítulo?
—Bueno, no se aflija tanto, entonces —dijo el comisario inspector—, las cosas empiezan a encajar. Piense que, por lo menos, todo esto le sirvió para sacar alguna conclusión, aunque sea sobre el café y usted necesita las conclusiones. Usted no se da cuenta de que las conclusiones son sólo accidentes literarios —el mozo depositó dos cafés sobre la mesa que ocupábamos. Miré la avenida que recostándose sobre el cementerio bajaba impaciente hacia Libertador. Más allá, se movía Figueroa Alcorta. Uno busca avenidas, y sólo encuentra ciudades. Uno busca a Ana y sólo encuentra avenidas, a esa hora de la mañana, todavía desperezándose abandonando un sueño inquieto—. Me pregunto quién nos atacó.
—¿Qué importa quién nos atacó? —dijo el comisario inspector—. La naturaleza, o si usted quiere, la historia, se ocupa de proveer los actores necesarios en los momentos necesarios. ¿O acaso usted se cree que la revolución francesa estalló porque estaba Robespierre? En este caso es lo mismo. Haya sido quien haya sido, puedo asegurarle que fueron las personas justas.
—No me interesa la justicia de las personas sino su identidad. Quiero saber quiénes se llevaron el papel que usted tan perfectamente escondió en la tumba de uno de los preclaros héroes de la patria.
—Yo lo escondí perfectamente —dijo el comisario inspector, en pleno ataque de determinismo histórico y herido en su orgullo profesional—. Yo lo escondí perfectamente. Si ellos lo encontraron, es porque lo buscaron perfectamente, y, ergo, porque tenían que encontrarlo.
—No. Puede ser que usted tenga razón; pero por el momento no lo voy a aceptar. Voy a hacer un intento para que las cosas no terminen aquí. Quiero encontrar a Ana. Quiero ver si alguno de nuestros amigos reapareció: si Carlos Mallman volvió de su viaje, si María Inés dio señales de vida y me puede decir dónde está Fernando, si el Commendattore regresó a su oficina y se sigue ocupando de la humanidad. Ya me arrancaron la ciudad de Bree, no quiero perder también a Ana, si es que está… si es que está …
—¿Viva? ¿Eso es lo que quiere decir? —completó el comisario inspector. Y de repente me di cuenta de que había estado actuando como si Ana estuviera perfectamente bien, como si no estuviera corriendo ningún peligro.
Me levanté con urgencia. — ¿Me acompaña?
—No. No tiene ningún sentido. Y además, cómodo o no, usted durmió en la bóveda. Yo, en cambio, pasé la noche en una bóveda popular, no tuve más remedio que permanecer despierto.
—¿Para ver si salía algún fantasma y le daba otro papel que pudiera guardar con más cuidado?
—Los fantasmas no existen —contestó agriamente el comisario inspector—, y si alguien lo dice, es una superstición.
Lo dejé rumiando su fracaso (y el mío), y fui hasta la casa de Ana. Había un policía de consigna en la puerta. Esta novela está llena de policías, que llegan siempre tarde, cuando nada puede hacerse. El que en este caso nos ocupa me dijo que no había habido ninguna novedad, que nadie había venido, que todo estaba como era entonces. Le agradecí como se agradece una mala noticia, y me tomé un taxi rumbo a la avenida de Mayo, hacia la editorial Asturias.