No dejé que la sorpresa me paralizara. Con un violento empujón logré desembarazarme del tipo, que rodó por el suelo. Vi que sacaba un revólver y corrí, doblando en la primera esquina y enfilando hacia un grupo de bóvedas de mármol gris. Por una diagonal vi aparecer y desaparecer la figura del comisario inspector y después dos disparos más. «Que no lo maten», pensé, «que no lo maten», aunque, en medio de los jadeos y el miedo, no pude menos de reconocer que no existía en el mundo un lugar más apropiado para que a uno lo mataran. El forense pasó corriendo a diez pasos de donde yo estaba, atravesó la calle y desapareció detrás de un conjunto de nichos en forma de águila. Doblé sin ton ni son por las calles sin lograr alejarme suficientemente de los gritos y disparos que escuchaba, hasta que comprobé que había perdido por completo la orientación. Probé las puertas de algunas bóvedas, hasta encontrar una que cedió, y me metí adentro. «Nunca creí que llegaría a verme en una situación así», pensé, pero al mismo tiempo se me ocurrió que tarde o temprano todos nos veríamos en una situación así. Me agazapé en un rincón, procurando que mi espalda no rozara un ataúd, traté de no hacer ruido para no llamar la atención de los vivos, ni de los muertos. Varias veces oí gente que corría justo delante de mi bóveda y contuve la respiración. Mientras aún se oían ruidos afuera, y sin comprender cómo pude lograrlo, me quedé dormido.
Me despertó un roce contra mis piernas. Abrí lentamente los ojos y vi a una señora madura que depositaba ceremoniosamente un ramo de flores junto a mis pies. Por un momento me olvidé de dónde estaba.
—¿Quién… quién es usted? —pregunté, sobresaltado.
La señora lanzó un grito horrendo y cayó al suelo, víctima de un breve síncope. Me incliné a mirarla. En ese momento, en la puerta de la bóveda apareció la cara sonriente del comisario inspector, con algunas magulladuras y el pantalón desgarrado.
—No es nada —le dijo a la mujer que acababa de salir de su desmayo y nos miraba con ojos desorbitados por el terror—. Una simple confusión de roles —mientras ella se incorporaba y se disponía a enfrentar el universo de una manera completamente nueva, salimos y caminamos lentamente.
—Así que estaba aquí —dijo el comisario inspector—. Estuve toda la mañana buscándolo. Yo, en cambio, pasé la noche en la bóveda de Eva Perón. Hoy en día hay que volver a lo popular.
—¿Y cómo terminó todo? —pregunté.
—¡Bah! —dijo el comisario inspector—, mafiosos de opereta. Seguro que eran sus López y Pérez.
—No —dije—. No eran ellos.
—Bueno, entonces serían Martínez y Sánchez.
—¿Los agarraron?
—No. De repente, pareció que se hubieran esfumado. Y es verdaderamente una lástima. Hirieron al médico forense y todo.
—Eso no es tan lastimoso.
—Bastante lastimoso ya que la herida es sin importancia.
—¿Y el papel?
—¿El papel? Mire qué pregunta. Justamente a eso iba. Se imagina que no iba a permitir que en el absurdo e hipotético caso de que me llegaran a atrapar lo encontraran, y sin haberlo mirado yo. Entonces lo escondí por aquí —me condujo hacia un mausoleo lleno de plaquetas e inscripciones.
—Aquí es —dijo el comisario inspector—. Y mire. Aun en circunstancias tan inusuales, para decirlo de alguna manera, yo nunca me equivoco. Lo escondí en el mausoleo de uno de los más preclaros héroes de la patria.
—Me parece bien —dije—. La patria ante todo. Sáquelo y veamos qué es. Digamos que en el papel debe estar la clave, la llave que franquea todas las puertas y conduce a la ciudad de Bree. La que pone punto final al Verídico informe.
El comisario inspector me miró de reojo. —Veremos. Está demasiado pomposo para la noche que pasó ahí adentro, me parece. De todos modos, recuerde que esto, sea lo que sea, en el fondo ya no tiene importancia. Lo verdaderamente importante, lo verdaderamente sublime, ya ha ocurrido. Por eso la historia es gloriosa y la política repugnante —dijo, mientras se inclinaba y pasaba los dedos por la ranura entre la puerta y el umbral de mármol.
—No está —dijo—. No entiendo qué puede haber pasado.
La explicación era muy simple. — ¿No me dijo que los tipos esos se esfumaron de repente?
—No admito que insinúe siquiera lo que está queriendo insinuar. Se debe haber deslizado bóveda adentro.
Llamar al guardián, abrir el mausoleo, no sirvió de nada. El papel, fuera lo que fuera, no estaba. Me imaginé lo que el preclaro héroe de la patria estaría pensando de nosotros.