Como bien señaló el comisario inspector, esta clase de asuntos oscila entre los sanatorios y los cementerios, entre los muertos tirados sobre un piso y los muertos inmersos en sus bóvedas, entre la sangre que mancha las elegantes alfombras de un living, y la sangre congelándose para siempre, disolviéndose en sus componentes primordiales.
Porque uno busca aventuras y sólo encuentra ciudades: el cementerio, ciudad sumergiéndose en el olvido de la otra ciudad, que ahora se va a dormir. Y si uno busca ciudades, también encuentra ciudades: como la que despierta a esta hora, la que respira trabajosamente en los bares nocturnos, y en las comisarías, que se consume furtivamente en bibliotecas y prostíbulos, o en las salas de terapia intensiva de los hospitales. Aquí estamos, frente a este conjunto de bóvedas abandonadas, desguarnecidas, cuidadas, ordenadas en estrechas callejuelas, chorreando espantables fantasías de Lovecraft. ¿Sería esta la ciudad de Bree, la ciudad que me estaba prometida?
Oscurecía cada vez más rápidamente, aunque yo sabía que sólo en el momento de abrir la bóveda sería ya noche cerrada. Conociendo al comisario inspector, era inevitable. Me había tomado un valium, y me había puesto un pulóver: el calor aquí no corre, el verano se detiene en las puertas, que tan bien custodian los dos guardianes, que se llaman Marcelo y Bernardo, para guardar una mínima fachada shakespeareana, a los que se unen dos policías que han venido con nosotros, y a quienes corresponde el próximo turno de vigilancia, de doce horas, frente a la bóveda donde yacen los restos de Federico Alejandro y Enrique. Son los mismos dos policías que conocimos en el capítulo segundo, son los que tan prolijamente registraron la casa de Enrique de Bree, y, por lo tanto, están en el núcleo mismo de esta historia. No han asistido a la muerte de Cárdenas; desde entonces, su misión ha sido vigilar la bóveda: durante aquellos largos capítulos, mientras se amontonaban las pruebas, las evidencias y las contraevidencias, que van necesariamente juntas, que se necesitan las unas a las otras: ¿qué es una evidencia sin su contraevidencia?; ¿qué es una prueba sin su refutación?; ¿qué es la tesis sin la antítesis, la paloma sin el leopardo, el trébol sin el ombú telúrico y concupiscente? —su misión, decía, ha sido vigilar la bóveda. Han cambiado mucho desde entonces. Han leído mucha literatura rusa, han intentado reflexionar sobre Tolstoi y Chéjov, han analizado a Dostoievsky, el brutal asesino. Pero de poco les sirvió, porque cuando el comisario inspector explica a qué venimos y pregunta si hubo alguna novedad, uno de ellos dice:
—No, señor, no hubo ninguna novedad. Y, señor, perdone que se lo pregunte, pero ¿va a durar mucho tiempo esto? Mire que con sólo una noche, mi mujer huye de mí como de la peste.
—Además —se apresura a aclarar el otro—, no resulta muy agradable. No es que uno sea supersticioso, pero imagínese.
—Me imagino, me imagino —dijo el comisario inspector— y créanme que lamento que no sean supersticiosos. Si lo fueran, lo hubieran pasado no diría mejor, ya que se hubieran asustado, etcétera, pero hubiera sido una experiencia vital formidable. De todas maneras, no creo que haga falta mucho más tiempo.
Los pobres canas, abrumados por tanta filosofía, para la cual no los preparó su entrenamiento literario, ya que —como se sabe— la filosofía no es el fuerte de la escuela rusa, no dijeron nada, y rezaron una breve oración —según el rito ortodoxo, es preciso aclararlo— para que ese suplicio se terminara, o por lo menos para que el comisario inspector se jubilase (el comisario inspector sostiene que todo el departamento de policía anhela que él se jubile. Conociéndolo no me extraña, y los hechos le dan la razón). Creí oportuno intervenir.
—A mí me parece que ya que estamos en esto, ¿por qué no vamos de una buena vez? ¿Qué estamos esperando? ¿Que sea medianoche?
—No estaría de más esperar la medianoche —dijo el comisario inspector—; sería más clásico. Y si la medianoche se espera en año nuevo y nochebuena, cuando nada insólito puede ocurrir, ¿por qué no esperarla ahora, que tenemos todo un mundo por delante? Pero resulta que no estoy esperando la medianoche, sino que estoy esperando al médico forense. Se imagina que mi formación (y hasta cierto punto mi rango) me impide analizar un cadáver de no sabemos cuántos años.
Me estremecí y me quedé en silencio, caminando nervioso de un extremo a otro de la casilla de guardia, donde Marcelo y Bernardo tomaban mate tranquilamente, con la parsimonia que sólo da la proximidad de la muerte, ya sea en la forma activa de los hombres o la pasiva de los cadáveres. ¿A qué ciudad pertenecerían ellos? ¿A cuál de ellas? ¿Y yo?
Anochecía y anochecía, anocheció muchísimo en la hora que tardó el forense en aparecer, anocheció mucho más de lo que yo pensaba que podía anochecer en toda mi vida. El mismo forense de siempre, el que examinó el cadáver de Enrique de Bree, y el que examinó las quemaduras en el cuerpo de Cárdenas mientras defendía la escuela de Jacobson. Él también cambió a lo largo de estas páginas. Está más triste, avejentado, su misma insignificancia se incrementó. A todos nos pasa. Nos desdibujamos con el transcurrir de la literatura. Emigramos sin descanso de una ciudad a otra. Y era ya una noche oscura y sin descanso.
—¡Perfecto! —dijo el comisario inspector, frotándose las manos—. ¡Perfecto! Un escenario per-fec-to. Sólo faltaría la Luna llena.
Y entonces, como yo sabía que iba a ocurrir fatalmente, la Luna llena salió, violando las leyes más elementales de la astronomía, una Luna redonda y baja que se situó justo al ras de los techos de las altas torres y de las bóvedas más lejanas.
—¿Vio? —dijo el comisario inspector—. Cuando uno hace las cosas bien, hasta la naturaleza ayuda. Creo que ni el mismo Edgar Allan Poe podría quejarse con ese escenario.
Los dos canas habían partido ya hacia su heroico destino frente a la bóveda, y dos deteriorados policías del turno anterior, derrotados por los muertos, pasaron por la guardia y se fueron. El comisario inspector habló con el forense y lo puso al tanto de todo. El forense meneó la cabeza con un gesto de fastidio, y el valium empezó a hacer sentir sus efectos tranquilizadores: los muertos empezaron a parecerme inofensivos, las paredes inanimadas, las cerraduras de las bóvedas solamente cerraduras… y después dicen que las drogas hacen evadir de la realidad.
—Claro que hacen evadir de la realidad —opinó fatalmente el comisario inspector—; imagínese que, en estas circunstancias, pensar que una cerradura es tan sólo una cerradura es un pecado del más leso idealismo.
Caminábamos por los siniestros pasadizos entre las bóvedas, callejuelas de fantasmas. El comisario inspector miraba todo con curiosidad y de tanto en tanto me señalaba algún nombre notable al que yo no prestaba atención. Marcelo y Bernardo caminaban delante de nosotros, comentando no sé qué viejas cosas de sus vidas de guardianes de cementerios y empleados municipales. El médico forense cerraba la marcha, leyendo de reojo a la luz de la Luna alguna refutación del estructuralismo. Yo tenía miedo, y, según parecía, era el único que tenía miedo.
—Es aquí —dijo al fin Bernardo, ante un portón en cuyo umbral estaban sentados los dos policías. No serían supersticiosos, pero se oía cómo les castañeteaban los dientes.
Era una de esas bóvedas multifamiliares, en que los nombres de los muertos se olvidan, en una horrenda concupiscencia de parientes alejados y ramas colaterales, enormes sepulcros colectivos donde los nietos y los tatarabuelos se igualan en una misma edad y forma y pueden retozar a gusto. Familias que nada tenían que ver con la de Federico Alejandro usurpaban lugares donde nunca yacería Antor el Grande.
—Bueno, al fin —dijo el comisario inspector—. Abran la bóveda.
La llave rechinó en la cerradura, como corresponde. «No iba a ser una trabex», pensé.
—¿Y por qué no? —dijo (¿quién?, ¿se imaginan ustedes quién pudo haber sido en tal hora y situación?)—. ¿Por qué no una trabex? Lo que pasa es que en este mundo de hoy, ya ni siquiera se respetan las tradiciones más elementales. Seguro que en diez años más usted tiene todas estas bóvedas equipadas con células fotoeléctricas y puertas automáticas.
—Está bien —contesté nerviosamente—; pero por ahora rechina. ¿Conforme?
—Parece que el valium no le hizo tanto efecto.
Marcelo abrió las puertas, entró en la bóveda y prendió la luz, que partía de una lamparita insertada entre antiguas molduras. El cable serpenteaba entre los cajones, intrusión de la tecnología digna de la ciudad de Bree. Bajamos unos escalones, entre las familias apiladas, más que por los lazos de la sangre, por las sutiles ceremonias de la muerte, por la burocracia fúnebre y la mescolanza de los mitos. Vimos el ataúd de Enrique, reluciente, y dos hileras más abajo, y más desgastado, el de Federico Alejandro. Pero los principales muertos debían estar enterrados en Bree.
—O sea en ninguna parte —acotó el comisario inspector.
—¿Y cómo explica, entonces, que Antor de Bree, por ejemplo, no esté aquí, ocupando el lugar de honor?
—Yo soy policía, no filósofo —me contestó—. Imagínese: si por cada cajón que falta en cada una de estas bóvedas usted, se va a inventar una ciudad, y encima una ciudad de esas características, no le alcanzarían las mil y una noches para describirlas, añadido al hecho de que habría en el país una superpoblación urbana mayor aún que la actual, lo cual haría peligrar seriamente la exportación de productos agrícolas, destrozando aún más nuestra balanza de pagos.
Mientras todos estaban aún con la boca abierta ante una disertación sobre política económica tan poco acorde con la hora y la situación, mientras yo decía por lo bajo que la falta de los muertos, como la de los vivos, sólo produce ciudades, el comisario inspector ordenó que empezaran a sacar los cajones. Los policías, con cara de mártires, lo hicieron. El comisario inspector examinaba detenidamente cada ataúd, hasta que llegó a uno que no tenía ningún tipo de inscripción.
—Debe ser éste —dijo—. Obviamente, Cárdenas no colocó ninguna inscripción identificatoria. Ábranlo.
Los policías, blancos como el papel, empezaron a abrirlo. El forense observaba con interés profesional. Yo me alejé unos pasos, oí cómo la tapa del cajón se deslizaba, quise apartar la vista, pero el vértigo de lo temible es más fuerte… y miré.
—Un… occiso —balbuceé, en una obvia regresión al capítulo dos.
—Cálmese, cálmese —dijo el comisario inspector—. Un occiso, sí, un occiso.
Me desmayé. Cuando recuperé el sentido, el cajón estaba nuevamente cerrado.
—No fue nada, no fue nada —dijo el comisario inspector—. Apenas un cadáver en pésimo estado de conservación. El ataúd que buscamos no era éste. Hay que seguir.
Los canas obedecieron con resignación, y siguieron sacando cajones y cajones que se acumulaban sobre la estrecha callejuela.
—Mire, mire —me llamó el comisario inspector. Sobre un ataúd extraído de las profundidades de la bóveda, se veía una placa de oro donde estaba grabado: Ramiro de Bree—. ¿Será el oro que arrancó de las calles?
Me encogí de hombros. Cinco minutos después, apareció un nuevo ataúd sin inscripción.
—¿Éste es? —preguntó el forense, mirando la hora.
—¿Y cómo puedo saberlo? —contestó el comisario inspector en exactamente el mismo tono con que yo había contestado sobre Leonor Omarman—. Sólo podemos probar. Ábranlo.
El forense perdió el control de sus nervios. — ¡No entiendo nada! ¿Se puede saber qué quieren ustedes dos? ¿Están escribiendo una novela de fantasmas?
—Cálmese y modere su lenguaje —dijo el comisario inspector—. Ni este lugar ni esta hora son apropiados para los gritos —el forense quiso contestar algo, pero el comisario inspector, dejándolo con la palabra en la boca, se puso a observar a los policías que desatornillaban el cajón con esfuerzo y sin saber por qué. Yo también los miraba (después de esto, pensé, tu mujer te va a pedir el divorcio, y ya vas a saber lo que es bueno). Estaba atento. Los pájaros de Bree, los pájaros guanaco, habían despertado y volaban por mi cabeza, junto con los efectos del valium. La tapa del ataúd se deslizó finalmente, y dejó al descubierto el cadáver.
La expresión de la anciana, petrificada para siempre, era una mezcla rara y dulzona de alegría y de espanto. Aunque no la había visto nunca, la reconocí.
—Y ésta, finalmente, es la Chola.
—¿La qué? —preguntó el forense.
—Cállese —dijo el comisario inspector.
—El formalismo ruso… —protestó el forense—; la parasintaxis…
—Qué extraño —comentaron al unísono Marcelo y Bernardo—; parecería que la hubieran enterrado ayer. Parece viva.
En una de las manos cruzadas estaba colocado el anillo de actonita con el pájaro guanaco, símbolo de la sabiduría y el poder. Y aferrado en las dos manos, un papel de plata.
—El tercer objeto —dijo el comisario inspector, sacándolo.
—Debe estar embalsamada —dijeron Marcelo y Bernardo.
—Es el sueño de Bree —dije yo, clavando la mirada en el precioso hallazgo. Rumor de alas, murmullos grandilocuentes crecieron y se apagaron, como casualidades. Bóvedas y antenas se agitaron. El clima era casi gótico. Uno busca a los muertos y sólo encuentra ciudades, ciudades unas dentro de otras, como las cajas chinas o las babushkas rusas. El comisario inspector ordenó que cerraran la bóveda y guardaran todo, y empezó a palpar el rectángulo plateado. Tenía la consistencia de una cartulina. Como todas las cosas muy simples, resultaba ligeramente inverosímil.
—Me parece que es solo una envoltura —dijo, agitándolo delante de mis narices—. ¡Y usted no quería venir!
—¿Me deja verlo?
—¡Y usted no quería venir! —Los policías, el forense y los guardianes colocaban nuevamente los cajones dentro de la bóveda, le daban a la muerte un orden arbitrario, que es el que da origen a los mitos y a las ciudades—. ¿Vio? ¿Vio? —decía el comisario inspector mientras la puerta, y, luego, la reja de la bóveda se cerraban—. ¡Y usted decía que no valía la pena!
—Yo no decía eso. Yo sólo decía que tenía miedo. ¿Me deja verlo? —empezamos a caminar de vuelta, despacio, a desandar lo andado.
—¡Ya me imaginaba yo que algo íbamos a encontrar! —decía el comisario inspector—. ¿Qué quiere? Uno no se pasa así nomás tantos años en la policía, uno tiene su intuición, su olfato detectivesco.
—¿Qué quiero? Quiero ver el papel.
—Todo a su tiempo, todo a su tiempo —dijo el comisario inspector—; tómese su tiempo para ver la clave de todos los misterios. ¡Qué aire tan puro se respira aquí!
Esperaba alguna respuesta mía para iniciar una perorata, pero no le di el gusto. Yo sólo quería ver el papel.
—Todo a su tiempo —repitió el comisario inspector mientras se abanicaba con el papel blanquísimo, que brilló entre las losas sepulcrales—. Todo en su medida y armoniosamente —lo agitó en el aire—. Aquí tiene el objeto más sagrado, la herencia de la ciudad de Bree —e hizo ademán de entregármelo.
—En ese preciso instante cayeron sobre nosotros.