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—¿Y por dónde seguir? —dije—. Esto está tan enredado que haría falta que el mismo Federico se levantara de la tumba para aclararlo. Sería difícil, pero no dejaría de ser interesante.

—¿Usted cree?

—¿Usted cree que no? Imagínese: Federico Alejandro de Bree saliendo de su bóveda a las doce de la noche, paseándose por el cementerio y diciendo: he ahí al asesino.

—¿El asesino? ¿A quién le importa el asesino? —dijo el comisario inspector—. Además sería demasiado vulgar, no sería sino una repetición del primer acto de Hamlet. Y usted bien sabe que la naturaleza ya no se molesta más en imitar al arte. Hoy en día la naturaleza está demasiado ocupada defendiéndose del arte. No obstante lo cual le sugeriría que no lo dijera así, tan a la ligera.

—Bueno, ¿y entonces? —dije. Y en ese momento me acordé de la ópera, la ópera que había encontrado sobre el escritorio de Fernando de Bree—. Tal vez salga un poco musical y ampuloso, pero vale la pena intentarlo.

Después de recibir los objetos de manos de Cárdenas, la Chola se sintió intranquila por primera vez en su vida. La asustaba la forma en que había degenerado un destino que prometía ser heroico, la asustaba la muerte de Federico Alejandro, la asustaba el fin de la ciudad de Bree. La asustaban los agentes de Ramiro, que semejantes a los ángeles malos de la rebelión, a los heraldos negros de la muerte, pululaban por todas partes, buscándola. Y lo que principalmente la desconcertaba era el desorden en los circuitos de la fantasía, la poca consistencia de la imaginación. Quiso, o no tuvo más remedio que suponer, que no podía deberse sino a una corrección que a último momento se había infligido a un plan que, de todas maneras, mantenía su curso y objetivos finales. Aquí hay un cambio de tonalidad… a ver, sí, pasa a Re menor. Si los recursos de Bree habían alcanzado para aplastar la rebelión que Ramiro encabezó desde las altas torres del Observatorio Solar, si habían alcanzado para superar la catástrofe que se inició cuando Leonor Omarman encendió la llama del amor y de la muerte en el corazón de Alvaro de Bree, arrastrándolo a perecer sobre las calles doradas, provocando el destierro de Federico y condenándolo a la lenta y fatídica corrupción de la realidad, alcanzarían también para resolver estas nuevas y bruscas alteraciones en la trama de las cosas. En eso la Chola se equivocaba, como se supo más tarde, pero por el momento resolvió embarcarse en el puerto de Génova. Cárdenas la acompañó.

Ya en Buenos Aires, la Chola se dirigió al prostíbulo de la calle Junín, y esperó pacientemente. Debió esperar bastante. Unos años, probablemente. Enrique de Bree llegó al fin. Entró en la sala de damasco rojo —otra vez Sol mayor, aquí—; se detuvo ante ella y cantó, con su mejor voz de play-boy:

Là ci darem la mano

Là mi dirai di si

Vedi, non e lontano;

Partiam, ben mio, da qui.

Le salió un poco desafinado, pero la Chola no necesitaba escucharlo. Le bastó verlo —llegando hasta allí no por valor, desafío, sordidez o ansias de lo prohibido, sino arrastrado por los vientos de la fatalidad—, para comprender que Enrique no sería capaz de alcanzar las puertas de Bree. La mirada que la Chola le dirigió entonces fue tan dura como la mirada que desde las esmeraldas talladas a fuego lanzaba el pájaro guanaco. Pero la Chola pagó las consecuencias de su desilusión: pocos días después de ese episodio, murió de una repentina enfermedad, sin permitir que ningún médico la viera ni se acercara a ella.

—No entiendo —dijo el comisario inspector— si la Chola se enteró de que Enrique era incapaz de alcanzar las puertas de Bree, cosa que le confieso que yo sospechaba desde hace largos capítulos, ¿por qué no ubicó a su hijo, al soberbio Fernando? ¿No era más práctico que morirse?

—No sé —arriesgué una sugerencia—. Tal vez Fernando hubiera muerto.

—Lo hubiéramos sabido. Piense un poco en la forma en que está organizado esto. Lo hubiéramos sabido sin ninguna duda.

—Es probable. Le confieso que me resulta incomprensible.

—Entonces, vamos bien —dijo el comisario inspector, pensativo—, las cosas resultan incomprensibles, lo cual significa que se empiezan a comprender —y se quedó un largo rato en silencio.

Cárdenas se ocupó de las últimas diligencias. Obtuvo un certificado de defunción por alguna causa verosímil, y cumplió luego con la última orden verbal que le diera Federico: si algo ocurría, la Chola debía ser enterrada en la bóveda de la familia de Bree, en la Recoleta. Cómo se las arregló Cárdenas para hacerlo es una cosa que no se sabrá nunca. Lo cierto es que, venciendo cualquier tentación, cumplió los deseos de la propia Chola, que le indicó que los objetos debían ser enterrados con ella.

Me estremecí.

—Ya di orden de que vigilaran la bóveda —dijo serenamente el comisario inspector.

—Tal vez haya sido tarde.

—No se preocupe. Estoy haciendo vigilar la bóveda desde el principio de la novela. Por experiencia sé que estas cosas siempre terminan o en los sanatorios o en los cementerios, y entonces quise tomar mis recaudos. Ahora nos viene bien. No sabemos cuándo atacaron a Cárdenas, y teniendo en cuenta lo… lo que hicieron con él, es previsible que le hayan arrancado la historia. De una manera u otra, estábamos cubiertos.

—Fue una buena previsión. A mí no se me hubiera ocurrido.

—Por supuesto que no. Porque usted no es policía, y por lo tanto ignora que la estructura policial del universo es atemporal.

—Como Dios.

—Como usted quiera. Los regímenes pueden cambiar, pero la policía permanece. Allí radica la diferencia esencial con la parapolicía, que es históricamente mutable, dicho sea de paso. Esto es como el pájaro azul: las claves en el cementerio de la esquina. Le voy a decir algo: si usted hubiera ordenado mejor las cosas, si no hubiera sido por todo el tiempo que usted nos hizo perder tratando de sonsacarle disparates a la gente pacífica, las cosas se hubieran resuelto mucho antes.

—Ah, qué bien. Ahora resulta que yo tengo la culpa de todo. Parece que no se acuerda de que yo habré hecho sugerencias, pero que fue usted quien las puso en práctica. Y parece que no se acuerda de que, en todo caso, no fui yo quien mató a Enrique de Bree.

—No sea simplista —dijo el comisario inspector—. Usted sabe muy bien que me repugna recordar.

No había réplica posible, y el comisario inspector siguió adelante.

—Bueno, lo cierto es que ahora, mal que le pese, tenemos una pista como la gente, y como se trata de una pista como la gente, tendremos que seguirla. Es como yo le digo siempre: ésta es la clase de cosas que sirven, y no esas pavadas de impresiones digitales, interrogatorios, líos de parentela, cúpulas, torres y calles doradas que a usted le gusta armar. Eso solo sirve para aclarar las cosas y confundirlo todo, cuando las cosas sólo piden ser suficientemente oscurecidas. Y bien, ahora tenemos un buen material para trabajar.

—Recién ahora, sí, claro —dije, ofendido y algo alarmado por la excesiva repetición de la palabra «oscurecidas», «oscuro», etcétera—. Resulta que hasta ahora no hubo material sobre el cual trabajar, está bien. ¿Qué es lo que piensa hacer?

—¿Qué es lo que pienso hacer? —dijo el comisario inspector con un dejo de desprecio—. ¿Quiere decirme que no se da cuenta de lo que pienso hacer? —y no pude menos de pensar que se estaba tomando su revancha por la historia del bebé (¿cuál?, ¿el bebé babilónico?, ¿el moderno e intrépido bebé? ¿O Fernando de Bree, que rima con bebé?).

—Me doy cuenta de lo obvio. Piensa hacer exhumar el cadáver.

—Así es. Pienso echar un vistazo sobre lo que ocurre dentro de la bóveda.

—No creo que puedan ocurrir demasiadas cosas dentro de una bóveda.

—Más de las que usted piensa, más de las que usted piensa. La carne corrompiéndose, etc. Ya son más que suficientes.

—Y bueno, está bien. De paso sea dicho, no me parece mal que alguna vez haga algo. Mande exhumar el cadáver, si quiere. Consígase una orden de exhumación.

—No sea ingenuo —me despreció—. Si no necesito una orden para abrir una casa, mucho menos voy a necesitarla para abrir un cajón. Pero va a haber una ligera variante sobre lo que usted está seguramente imaginando. Vamos a ir nosotros mismos.

—¿Usted está loco?

—No estoy loco. Éste es un asunto serio, y lo quiero hacer yo en persona. Si encuentro algo como la gente, seguro que me puedo jubilar de una vez.

—Como la gente… no sé. No sé si la Chola, a esta altura de las circunstancias tendrá un aspecto como la gente.

—No sea macabro.

—Además, yo no tengo de qué jubilarme. Ni sueñe con que voy a ir.

—No sueño —dijo el comisario inspector—, ya lo sé. Usted siempre viene.

—Esta vez no. ¿Y cuándo… cuándo piensa?

—Hoy mismo. Apenas oscurezca.

—¿Hoy mismo? ¿Y por qué no aprovecha que ahora es de día?

—Porque el día es claro, y la noche es oscura.

—Ya lo sé.

—Y sólo la oscuridad permite averiguar algo.

—Seguro —dije, sabiendo que era inútil cualquier intento de rebelión. Me recorrió un escalofrío. Oscuras o claras, las cosas estaban llegando demasiado lejos.

—Como ve —dijo el comisario inspector—, Federico no salió de su tumba, pero la fuerza de los acontecimientos hace que nosotros entremos en la tumba de Federico. ¿No le dije al principio del capítulo que no lo sugiriera en voz alta?